Al menos 200 mil peruanos de diferentes regiones buscaron refugio en sus lugares de origen cuando las muertes provocadas por la pandemia empezaron a multiplicarse y la crisis económica acabó con sus precarios empleos. Muchos retornaron en viajes organizados por el Ejecutivo y los gobiernos regionales. Otros lo hicieron por su cuenta y riesgo, en travesías que duraron semanas. Se desplazaron a pie por cientos de kilómetros. Bordearon carreteras o se internaron en caminos de herradura en un peregrinaje penoso que dio la vuelta al mundo.
Por: Valeria Vicente y Anggie Vivas
Portada: Gobierno Regional de Cajamarca
Cuando José Rosel se percató de que la cuarentena duraría más de 15 días, el miedo lo abrazó. En enero de 2020 había migrado desde Cutervo, Cajamarca, para trabajar en la capital. A sus 19 años tenía la expectativa de iniciar una carrera universitaria en un futuro cercano. A causa de la pandemia, José perdió su trabajo como despachador en una importadora de juguetes. Tres meses después de su llegada a Lima, y sin ingresos económicos, sus planes cambiaron inesperadamente: debía regresar a su tierra.
Al igual que José, la propagación de la pandemia desató en miles de peruanos una sensación de angustia debido a los altos niveles de mortandad que se registraban tanto en Lima como en otras ciudades de la costa. Más de dos millones trescientos mil empleos se perdieron en Lima en los primeros 75 días de la cuarentena, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). La falta de trabajo, sumada a la prolongación sucesiva de los plazos de la cuarentena obligó a miles de migrantes a retornar a sus lugares de origen desde mediados de abril, precisa María Luisa Burneo, antropóloga y especialista en procesos de cambio en sociedades rurales.
Los medios internacionales lo llamaron “el éxodo del hambre”. Imágenes dolorosas de cientos de migrantes caminando en grupos por las carreteras del interior del país o la historia de una madre que regresa con sus dos hijas a Amazonas, se difundieron rápidamente por todo el mundo. Decenas de medios extranjeros, como The New York Times, la Agencia EFE, France24 o El Tiempo, dedicaron reportajes, videos y notas para narrar el drama de los caminantes peruanos, un masivo desplazamiento humano sin precedentes en América Latina en este siglo.
Visto en perspectiva, el fenómeno de los caminantes parece inevitable es un país profundamente desigual como el Perú. Lima concentra el 34.46% de la población económicamente activa y empleada: es la región con el índice más alto a nivel nacional, según cifras oficiales del INEI.
Las cifras del INEI y los resultados del informe de la OCDE apuntan a que el progreso está concentrado en pocas regiones. En este contexto, miles de peruanos se ven obligados a emigrar a las ciudades de la costa buscando una mejor calidad de vida. Según el Censo Nacional de 2017, en los cinco años anteriores el 11.4% de la población migró; es decir, aproximadamente tres millones de peruanos.
La pandemia visibilizó este constante flujo migratorio. Pero esta vez el proceso se invirtió. “Ante la pérdida de empleo, las escasas oportunidades de trabajo y los servicios cerrados, miles de migrantes prefirieron regresar a sus regiones para soportar allí el impacto de la crisis económica y de la pandemia”, señala Iris Jave, investigadora y coordinadora del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP.
La estrategia de sobrevivencia económica de muchas familias rurales es la pluriactividad: la combinación de distintos trabajos eventuales, en diferentes regiones del país, para completar la canasta familiar. Por ello viajan a ciudades costeras o valles agrícolas de la sierra o la selva en busca de empleo temporal. Luego retornan a sus lugares de origen, y así sucesivamente. “Estos flujos migratorios son regulares, no todos los que regresaron estaban establecidos permanentemente en ciudades de la costa”, explica Burneo.
Este es el caso de Roy Rengifo, quien regresó a Rioja, en la provincia del mismo nombre de la región San Martín, luego de dos meses sin encontrar trabajo en Lima. Roy tiene 26 años, una hija de dos y vino a Lima en 2018. Trabajó como estibador en el mercado de frutas de Santa Anita y luego fue mecánico en una automotriz. Solía enviar parta del dinero que ganaba a fin de mes y cada cinco meses volvía a Rioja para estar con su familia.
Cuando muchas empresas aplicaron la suspensión perfecta de labores autorizada por el gobierno y empezó la ola de despidos, Roy se puso en contacto con otras veinte personas, todos migrantes desempleados, que querían retornar a como de lugar a sus provincias. Él recuerda que en su grupo no solo había adultos y jóvenes, también madres con sus niños en brazos.
La travesía duró seis días: volvieron por la Carretera Central y recorrieron la mayor parte de la ruta a pie. Aprovechaban cuando un trailer les ofrecía “un aventón”. En el camino, algunos lugareños les ofrecieron comida o bolsas de plástico para cubrirse de la lluvia. “Nunca pensé pasar por algo así, pero la necesidad me mataba y la desesperación de no poder enviar dinero a mi familia era agobiante”, recuerda Roy ocho meses después. Aunque solicitaron ayuda al gobierno regional de San Martín, la respuesta nunca llegó.
María Luisa Burneo explica que aproximadamente el 70% de los retornantes se encontraban en una situación laboral precaria e inestable desde antes de la pandemia. “Incluso los que tenían un empleo formal debían renovar contrato cada dos meses, sin beneficios sociales que les garantizarán un mínimo de seguridad para afrontar la pandemia”, señala la antropóloga.
A fines de agosto la automotriz volvió a operar y lo llamaron para contratarlo nuevamente. Roy regresó a Lima: “En provincias no hay trabajo”, se lamenta. El regreso a las ciudades costeras era una posibilidad latente en aquellos que al principio de la pandemia decidieron volver a sus pueblos. Por ejemplo, en el Alto Piura, el 48% de retornantes expresaron su deseo de volver cuando tengan la oportunidad, según la investigación de María Luisa Burneo y Abdul Trelles, publicada por el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA).
Un Estado ineficiente
Luz Julca, de 20 años, se alistaba para sus controles prenatales cuando el gobierno declaró la cuarentena. Tenía nueve meses de embarazo y desde diciembre del año pasado vivía con su pareja en un cuarto alquilado en el centro de Lima. Su plan era establecerse, pero él perdió el empleo que había conseguido como mesero. “Estaba embarazada y no tenía nada, solo miedo a contagiarme o que el bebé nazca con la enfermedad”, recuerda Luz. En su último mes de embarazo decidió regresar a su natal Cajamarca.
Por su condición, Luz cumplía los requisitos para regresar en los viajes humanitarios que organizaban los gobiernos regionales. Se inscribió en el padrón, pero alguien se comunicó con ella y le dijo que la demanda era muy grande. Su retorno demoraría. Algunos paisanos suyos que regresaron caminando le dijeron que no era complicado. Ante el silencio de las autoridades, alistó sus cosas y partió con su pareja.
La indiferencia del Estado frente al drama de Luz no fue un hecho aislado en las primeras semanas de la cuarentena. Tanto el gobierno central como las autoridades regionales tardaron demasiado en desarrollar políticas eficaces para atender a las personas que buscaban volver a sus hogares, revela el Informe Especial de la Defensoría del Pueblo sobre migración interna durante la pandemia. Como señala Maria Luisa Burneo, el accionar del gobierno fue tardío e ineficiente.
En mayo Fabiola Muñoz, entonces ministra del Ambiente, informó que 200 mil peruanos se habían inscrito en los padrones creados por distintas instancias estatales para organizar los viajes de retorno.
Las redes de apoyo: un soporte fundamental
En este contexto, las redes de apoyo fueron decisivas. Aquellos que retornaban se comunicaban con sus familiares más cercanos a través de WhatsApp y otras redes sociales. Coordinaban el envío de dinero o un contacto que pudiera movilizarlos en el camino. Tesania Velásquez, docente de la PUCP y especialista en psicología comunitaria, afirma que la organización de estas redes de apoyo fueron estrategias de supervivencia frente a un Estado incapaz de cubrir la demanda de la población que solicitaba un retorno seguro.
Así como Luz que, cansada de esperar la ayuda estatal, se comunicó con sus padres en Cutervo para planificar su retorno, desde Cajamarca otras familias juntaron dinero para enviarlo a quienes estaban varados en distintas ciudades y así financiar los gastos del retorno. Sin este apoyo económico, el regreso hubiera sido imposible.
En muchas regiones la población también se organizó para hacer frente a la crisis. Los comités de seguridad distritales y las organizaciones sociales fueron las primeras en coordinar el ingreso de los retornantes, mantener el orden, vigilar el cumplimiento de la cuarentena y apoyar a los que llegaban.
Estas iniciativas de apoyo comunitario surgen en nuestro país desde hace décadas y responden a la experiencia de centenares de comunidades andinas donde la solidaridad forma parte de su identidad, señala Tesania Velásquez. “Ante la crisis económica, aparecen los comedores populares, las ollas comunes, o las rondas, donde todos se apoyan”, afirma la psicóloga comunitaria.
El estigma que acarreaba la enfermedad
Deysi Huamán, de 27 años, llegó a Lima el 12 de marzo. No imaginaba que el fin de semana que planeaba quedarse en Lima se prolongaría hasta convertirse en cinco meses de encierro. Deysi solo podría volver a Santa Cruz, provincia de Cajamarca, luego de una angustiosa espera por conseguir un espacio en los buses humanitarios que el gobierno regional dispuso para el retorno. Sin embargo, lo peor vino después.
Al llegar al hotel en donde debían pasar la cuarentena, el alcalde y los vecinos de la zona se mostraron temerosos y expresaron abiertamente su rechazo al grupo que acababa de llegar de la capital. “Nos enteramos de que habían colocado tranqueras en las principales entradas para que nadie que viniera de Lima ingresara. Nos enfrentábamos al temor de la población”, relata Deysi.
Una situación similar ocurrió en Ayacucho. Gilmer García, Gerente de Desarrollo Económico del Gobierno Regional, cuenta que se divulgó en la población la creencia de que todo aquel que venía de la capital estaba infectado de Covid-19. El pánico llegó a su pico más alto cuando, en el distrito San Juan Bautista, de la provincia de Huamanga, un grupo de personas intentaron apedrear a un joven que caminaba por la calle, creyendo que era un retornante y que estaba contagiado.
Kelly Huamán, subgerente de Asuntos Poblacionales en el Gobierno Regional de Cajamarca, fue la principal encargada de organizar los viajes de retorno. Al principio no estuvo de acuerdo con abrir las fronteras regionales, pues consideraba que luego no habría manera de controlar el ingreso de las personas y, en consecuencia, los contagios aumentarían drásticamente. En efecto, esto ocurrió. En los primeros meses Cajamarca registraba apenas 25 casos de Covid-19, pero luego se iniciaron los viajes de regreso. Ocho meses después de desatada la pandemia, se contabilizan 24,499 casos, según la sala situacional del MINSA.
Deysi Huamán finalmente pasó la cuarentena obligatoria en los salones de un colegio que el gobierno habilitó de emergencia para los que llegaban en los viajes humanitarios. Luego de 10 días, puedo volver a casa, a su natal Santa Cruz.
José Rosel, Luz Julca y su pareja también estuvieron confinados ocho días en las instalaciones del colegio Toribio Casanova, luego de llegar a Cutervo. El 10 de noviembre los tres volvieron a sus respectivos hogares. José ahora trabaja en la chacra familiar: “Al menos acá tengo trabajo”, afirma con resignación. Aunque quisiera viajar en algún momento a Lima, por ahora el retorno se ha vuelto ahora una posibilidad lejana, casi una quimera imposible de cumplir.
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