[VIDEO] En este refugio de Cieneguilla ninguna infancia está perdida 

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En el Centro de Integración de Menores en Abandono (CIMA), más de 100 niños y adolescentes dejan atrás un paso por la violencia, el abandono y las adicciones. No solo encuentran un techo, sino un entorno diseñado para sanar heridas físicas y emocionales. Fundado hace 34 años, este hogar transforma el desamparo en esperanza. A través de talleres, terapias y proyectos ecosostenibles, los menores aprenden a reconstruir sus vidas mientras rompen el ciclo de la violencia. CIMA no es solo un albergue, es una segunda oportunidad para ser niños nuevamente.

*Este trabajo fue elaborado en el curso Taller de Crónica y Reportaje, dictado por el profesor Mario Munive.

Por Valeria Lévano y Shamira Legua


Llegar a CIMA requiere cruzar el puente del caudaloso río Lurín, atravesar algunas fincas y recorrer una pista que pronto se vuelve empedrada. A pesar del trayecto, el lugar recibe a todos con un aire de paz, ofreciendo un espacio donde se encuentra un terreno fértil para la transformación. Sanar aquí no es un destino, sino un proceso tan diverso y único como quienes lo emprenden. Este refugio nació en 1990, gracias al educador canadiense Jean-Louis Lebel, ahora de 83 años. Él fue testigo del  abandono en que vivían los niños que deambulaban por las plazas del Centro de Lima, buscando un par de monedas para llevar a casa.

El educador había llegado de vacaciones a finales de los ochenta para hacer un voluntariado en la Ciudad de los Niños de la Inmaculada, otra casa hogar dedicada al cuidado infantil y ubicada en San Juan de Miraflores. Estaba por viajar a Brasil, pero al enfrentarse a esta cruda realidad, decidió quedarse en nuestro país. Al inicio, Jean-Louis optó por llevarles cobijas, ropa y comida, y se quedaba caminando junto con ellos hasta el amanecer para así poder aconsejarlos y, a su vez, protegerlos del submundo urbano que emergía con la noche. “En ese entonces, era la ley del más fuerte: si podían golpear al menor o quitarle lo poco que tenía, lo hacían”, relata Jorge Luis Saavedra, actual director de CIMA. 

Pronto, sin un centavo en los bolsillos, pero con la determinación encendida, Jean-Louis Lebel no dudó cuando los propios niños le suplicaron que los ayudara a salir de las calles. El primer paso fue alquilar una pequeña casa en el jirón Puno, ubicada también en pleno Centro de Lima. Allí, cinco niños, se atrevieron a confiar en él. “De esos cinco, llegaron a ser 20 en un espacio limitado. Antes de que terminara el contrato de alquiler, ya nos estaban botando”, recuerda Jorge Luis, quien empezó a acompañar a Jean-Louis desde esa época. La necesidad crecía tan rápido como la convicción de que no podían abandonar a los menores.

Niños y voluntarios a las afueras de la casa alquilada en el Centro de Lima en los inicios de la historia de CIMA. Fuente: Centro CIMA.

En setiembre de 1991, los niños y adolescentes del albergue iniciaron un nuevo capítulo. Jean-Louis y sus compañeros recibieron la donación de un terreno de dos hectáreas de un ingeniero llamado Federico Jahncke, un hombre sin duda bondadoso. En este extenso campo, cimentaron las bases de lo que hoy es el CIMA. Se construyó una losa deportiva y pabellones, donde los niños son alojados teniendo en cuenta sus edades y los problemas emocionales, conductuales o las adicciones que deben apartar de sus vidas. No obstante, se trata de un espacio donde nadie está obligado a quedarse si no lo desea, porque todo cambio empieza con la voluntad de uno.

En CIMA, cada niño y adolescente encuentra mucho más que un techo: halla un entorno pensado para sanar las cicatrices que la violencia ha dejado en ellos. Con la presencia de tutores y un apoyo terapéutico constante, el centro trabaja en prevenir que se reproduzca allí la violencia que han vivido, una lucha que no siempre es sencilla, pues a veces las heridas del pasado se manifiestan en comportamientos difíciles de gestionar. “Recibimos únicamente varones por los riesgos que implica la situación. Muchos llegan aquí habiéndose iniciado sexualmente a edades tempranas, algunos por curiosidad, otros porque fueron forzados», menciona Jashua Saavedra, voluntario en CIMA desde 2020. 

Jean-Louis Lebel dialoga con algunos de los jóvenes en la losa deportiva de CIMA, donde muchos de ellos suelen jugar fútbol y establecer vínculos con sus demás compañeros. Fuente: Centro CIMA.

En el centro de acogida, las terapias psicológicas se combinan con el arte y la música. Los menores aprenden a tocar instrumentos como guitarra, zampoña y cajón. Cada actividad se convierte en una herramienta para que los niños y adolescentes canalicen sus emociones y descubran nuevas habilidades. El ‘Cinebus’, por ejemplo, es un lugar mágico donde los niños pintan en las ventanas escenas de sus películas animadas favoritas. Ese simple acto se convierte en un encuentro con la magia de una niñez que aún tiene cabida en este hogar. “No es fácil que el menor se abra cuando ha sido maltratado de diferentes maneras, pero lo que le damos aquí es el espacio para que el niño vuelva a ser niño”, explica Jorge Luis. 

Las actividades físicas, como competencias y olimpiadas, son frecuentes en CIMA, fomentando la integración y el sentido de comunidad entre los niños y adolescentes. Foto: Jashua Saavedra.
Menor participando en una presentación artística en CIMA, donde la música sirve como terapia y fomenta sus talentos. Foto: Jashua Saavedra.
Joven tomando el taller de pintura en tela que se dicta dentro de CIMA durante la pandemia de la Covid-19. Fuente: Centro CIMA.

Desde las primeras horas del día, los integrantes de CIMA se sumergen en talleres prácticos de carpintería y soldadura, y en actividades multidisciplinarias como la hidroponía (agricultura sin suelo), donde aprenden sobre biología y ecología. Estos espacios no solo les enseñan oficios, sino que les brindan distintas herramientas para enfrentar el futuro con mayor seguridad. A lo largo del día, los niños que no acuden al colegio también reciben clases de matemáticas, educación cívica y comunicación. Además, a través de responsabilidades cotidianas como la cocina y la limpieza, aprenden el valor de la colaboración y el trabajo en equipo, pilares fundamentales en su nuevo hogar. “Antes siempre estaba solo. Ahora mis compañeros en el pabellón son como mis hermanos, mis amigos”, dice un niño de 12 años.

Integrantes de CIMA tomando el taller de carpintería. Estos talleres tienen como objetivo preparar a los menores en conocimientos técnicos. Fuente: Centro CIMA.
Niños de CIMA tomando clases en la biblioteca con uno de sus profesores particulares meses después de la cuarentena por covid-19. Fuente: Centro CIMA.

CIMA se mantiene a pulso, sin el respaldo del Estado, apoyándose en la creatividad de sus proyectos ecosostenibles, el compromiso de la sociedad civil y la colaboración de instituciones y voluntarios de todo el mundo. Un ejemplo de esta tenacidad son los paneles solares donados por la Asociación Luxemburgo-Perú, que hace un año lograron aliviar el gasto eléctrico que superaba los 4 mil soles mensuales.

Jashua Saavedra (izq.) al lado de un niño acogido por el centro y un voluntario extranjero (der.). Fuente: Centro CIMA.

La granja interactiva que posee el refugio —hogar de patos, carneros, gallinas, cuyes, conejos y chanchos— no solo enriquece el aprendizaje de los niños, sino que sustenta el lugar con ingenio y esfuerzo. Del estiércol producen biogás, mientras que los biohuertos, edificados con dedicación, les proveen de alimentos frescos. Un sistema hidráulico reutiliza el agua, convirtiendo cada desafío en una oportunidad para crecer. Sin embargo, las dificultades persisten. “El Estado ni siquiera ofrece una tarifa social para gastos como impuestos o luz. Los alimentos que nos dona la municipalidad apenas alcanzan para una semana, a veces menos”, lamenta el director de CIMA.

Jorge Luis Saavedra (izq.) con dos niños en la granja interactiva de la Casa Hogar, específicamente en el área destinada a los criaderos de cuyes, los más numerosos del lugar. Foto: Jashua Saavedra.

Cada año, CIMA abre sus puertas para un reencuentro anual cargado de emociones, donde antiguos residentes regresan al lugar que alguna vez llamaron hogar. Las risas y los abrazos llenan los espacios que fueron testigos de sus luchas y aprendizajes, mientras las oraciones y las lágrimas dan cuenta de los lazos que perduran más allá del tiempo. “CIMA duele”, cantan al unísono durante la charla dirigida por Jean-Louis, la cual congrega a todos los asistentes en uno de los salones de clase. La letra del himno de CIMA resuena como un eco que evoca el dolor de una infancia rota, pero también la esperanza que renace con cada paso que dan juntos. Entre recuerdos compartidos, se forjan nuevas conexiones entre quienes aún residen allí y quienes lograron salir adelante. 

Este encuentro no es solo una celebración, sino un esfuerzo colectivo. Se organiza una feria en la que se venden muebles, ropa y juguetes en desuso, se preparan platos caseros y se rifan premios. Todo tiene un propósito: recaudar fondos para mantener en pie este refugio de esperanza, que sigue siendo un pilar para muchos.

A pesar de las adversidades, CIMA sigue en pie, uno de los pocos refugios que sobrevivió al cierre masivo de casas hogares durante la pandemia del covid-19. Su misión no ha cambiado: brindar soporte a menores que antes solo conocían el abandono. Jean-Louis, su fundador, asegura que no olvida a ninguno de los niños que ha apoyado y que, gracias a Facebook, ha encontrado una nueva forma de reencontrarse con ellos. “Apenas creé mi cuenta, me escribieron un montón de chicos que vivieron aquí. Me llena de felicidad saber de ellos, así hayan pasado 20 o 25 años”, confiesa.

Según cifras del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), el Centro Emergencia Mujer ha atendido aproximadamente 47 mil casos de violencia contra niños, niñas y adolescentes durante el 2023. Una estadística que Jorge Luis conoce bien, pues advierte que, en muchos casos, el daño comienza en el propio hogar. “Los padres terminan siendo los primeros agresores de sus hijos”, señala con crudeza. Aunque reconoce la importancia de la familia, también entiende que para algunos niños no es un lugar seguro. En la casa hogar ese vacío familiar encuentra una respuesta diferente: el abandono se convierte en cuidado y la violencia en una oportunidad para reconstruir vidas. “En CIMA tienes una oportunidad de cambiar tu vida. Aprendí que no todo es violencia”, relata un exresidente, de ahora 19 años y que se encuentra trabajando y preparándose para postular a una beca universitaria.

Para un adolescente de 17 años, que alguna vez sucumbió a las drogas, los tutores de CIMA han ocupado el lugar de padres. Aquí ha encontrado un hombro en el cual apoyarse, y alguien dispuesto a escuchar y aconsejar, algo que antes, para él, parecía inalcanzable. En el centro de integración, cada niño se convierte en parte de una familia que no solo comprende su dolor, sino que lo acompaña en cada paso. “Lugares así existen para cubrir los huecos que deja el Estado, pero conseguir recursos es muy complicado”, señala Jashua con tristeza. Las dificultades económicas han obligado al cierre de algunos pabellones en el último año. Sin embargo, el espíritu del centro permanece intacto. CIMA es un recordatorio vivo de que, con amor y apoyo, se puede romper el ciclo de violencia.