Sabemos que la muerte siempre está en camino, pero este 2020 ha estado más presente que en ningún otro año del siglo. Médicos y enfermeras, acostumbrados a luchar a diario contra ella, nunca se sintieron más desarmados por este enemigo que siempre está esperando en su sigilosa ronda. Esta es la historia de tres pacientes a los que el Covid-19 tumbó en una cama durante semanas. No todos están vivos ahora para contar sus trances, pero sí los médicos, enfermeras y familiares que los vieron dormirse para siempre o despertar a la vida cuando ya se había perdido toda esperanza.
Por: Renato Grau
Portada: Gerald Espinoza
En un episodio de Juego de Tronos, Arya Stark, una de las protagonistas, se despide de su maestro Syrio Forel antes de un ataque enemigo. Este último debía enfrentar solo, y con una espada de madera, a cinco oponentes muy superiores en fuerza: su muerte es inexorable. Antes de morir se dirige a Arya y pregunta: «¿Qué le decimos al dios de la muerte? ¡Hoy, no!». Las probabilidades de que el personaje muera en la batalla son altísimas y así pasará, pero él hará todo lo que está a su alcance para decirle ‘No’ al dios de la muerte.
Así empieza el día de Miguel Flores García, médico intensivista del área UCI del Hospital III EsSalud de Chimbote. “Todos los médicos, enfermeros y técnicos nos tomamos de la mano. Rezamos y al final uno de nosotros pregunta: ‘¿Qué le decimos al dios de la muerte?’ Todos respondemos al unísono y con fuerza: ¡Hoy, no!”. De esa manera el doctor y su equipo entran cada día, desde fines de marzo, a salvar la vida de los pacientes en el área UCI del hospital más grande de Chimbote. Las batallas que se luchan allí son impredecibles. Miguel ha pasado por momentos angustiantes en los que vio cómo no podía hacer nada más por un paciente y, a su vez, cómo de pronto, inexplicablemente, uno de ellos “volvía a la vida”.
La licenciada Rosana Ayasta Vallejo, enfermera intensivista del área UCI Covid del Hospital Santa Rosa de Lima, también tiene una frase que es como un conjuro que repite a su equipo antes de entrar a la sala: “Entramos sanos y salimos sanos”. Tiene dos motivaciones: Dios y su vocación. Aunque cabe aclarar que su labor es distinta a la de los demás miembros del personal de salud. Rosana, a diferencia de médicos y técnicos, acompaña a sus pacientes de inicio a fin, literalmente; pasa días, noches y madrugadas a lado de ellos. Lamentablemente, a Rosana le tocó estar presente cuando muchos de ellos ya no resisten, pero también cuando suceden milagros, como ella los describe.
Rosana y Miguel tienen muchas historias por contar, historias que merecen no pasar al olvido.
Un compañero que se fue
Miguel recuerda con mucha nostalgia aquella mañana de mayo en la que su compañero, Ever Pereda, fue ingresado de emergencia al área UCI del hospital. Ever tuvo un desenlace muy triste, debido a que su hermana falleció y sus hermanos también ingresaron al hospital muy graves. Afortunadamente, estos últimos lograron salvarse, pero él no. Miguel refiere que cuando su compañero ingresó a la sala, los médicos realizaron todos los recursos a su alcance. “Le aplicamos los protocolos que se le aplican a un paciente ingresado a UCI”, asegura Miguel. De esta manera describe el médico cómo intervinieron a su colega y, a su vez, cómo se atiende a cada uno de los ingresantes a esta área.
“Cuando Ever entró a la unidad lo intubamos de inmediato a un ventilador mecánico, que cumple la función de empujar oxígeno hacia el pulmón. Mi compañero requería oxígeno de inmediato porque su saturación descendía rápidamente. Le aplicamos Fentanilo, Midatolam, que sirve para sedarlo, y Rocuronio, para que los músculos no se muevan y el ventilador pueda hacer su trabajo con normalidad. Una vez aplicados estos medicamentos solo nos quedó esperar su evolución. Lo alimentamos con fórmulas especiales para mantenerlo hidratado. Durante una semana le aplicamos la Enoxaparina, un potente anticoagulante y la Dexametazona, el remedio más efectivo que se ha comprobado. Sin embargo, Ever no respondió al tratamiento. Su nivel de oxígeno descendió y falleció por una insuficiencia respiratoria. En sus últimos días llamamos a su familia para que pueda despedirse y es así como se fue un gran hombre”.
El milagro del Señor Vega
Rosana empieza este relato muy conmovida, lo describe como un milagro y una prueba de que Dios existe. Una mañana en el Hospital Santa Rosa, fue internado de emergencia un paciente de 48 años, casado y con dos hijos, de ocho y doce años. Era el señor Vega. Su estado era tan crítico que lo derivaron directo a UCI. “Los médicos lo evaluaron y al tercer día nos advirtieron que ya no había nada que hacer por el paciente”, recuerda la enfermera. Cuando los médicos le dijeron que ya no le podían dar prioridad al señor Vega y que solo esperaban su muerte, Rosana fue quien decidió acompañarlo hasta el final de sus días. Por las noches, mientras el señor Vega estaba conectado a un ventilador mecánico, sus hijos estaban al teléfono llorando y pidiéndole que por favor regrese a casa porque lo necesitan. “Los niños también mandaban cartas y yo se las leía todas las noches. Algunos días, por la impotencia, yo le gritaba: ‘¡Vega, tienes que despertar! ¡Hazlo por tus hijos y por tu esposa! ¡Por favor, despierta!’ con la esperanza de que me pudiera escuchar, ya que solo podía ver a un hombre con tubos y cables de los que dependía su vida”, recuerda Rosana.
Milagrosamente, una semana después, Vega presentó una leve mejoría y fue evolucionando, y 35 días después de ser internado en el hospital, le dieron de alta. “Cuando me enteré de la noticia, no podía creerlo dejé lo que estaba haciendo en mi descanso y fui a ver a Vega. Corrí y grité de emoción al verlo, pero curiosamente, él no me reconoció. Me dijo: ‘Yo no la conozco, pero sí recuerdo su voz, yo la escuchaba en mis sueños diciéndome que me levante’. En ese momento, empecé a llorar”, agrega Rosana y su rostro se vuelve a llenar de lágrimas.
Como estas, hay miles de historias que reflejan el esfuerzo de médicos y enfermeras. Lamentablemente, en ocasiones el objetivo no se logra, como en el caso de Ever, pero eso no significa que ellos y ellas dejen de luchar, tal y como lo hizo Rosana con el señor Vega. Sin embargo, siempre hay un lado en nosotros que se conmueve ante tal situación y más aún cuando lo enfrentas en primera persona. “Hay escenas fuertes y conmovedoras en el hospital. Por ejemplo, cada semana siempre nos visita un sacerdote para darle la unción de los enfermos a los pacientes que están a punto de morir. Todos se están muriendo solos, y yo me alegro porque al menos con este gesto parten hacia la eternidad con un poco de compañía y paz”, afirma Rosana.
La vez en la que mi madre le dijo «no» al dios de la muerte
Cada seis de junio, mi familia celebra una fecha especial, es el aniversario de bodas de mis padres. Recuerdo que cada año solíamos almorzar y cenar los cuatro: mi padre, mi madre, mi hermano y yo. Sin embargo, en los últimos dos años la distancia fue un problema. Mi hermano y yo dejamos el seno familiar por motivos de estudio. Él se fue a Trujillo y yo vine a Lima. Aquella fecha ya no pudo ser celebrada igual, pero este año, debido a la llegada de la pandemia sería muy diferente. Ambos llegamos a casa para pasar la cuarentena en familia. Por fin, estaríamos juntos y no faltaríamos a ninguna fecha especial.
El cinco de junio por la noche, más o menos a las once, mi madre le contó a mi hermano, estudiante de Medicina, que no se sentía bien. Sentía dolor en la garganta y malestar en la espalda, pero ella nos aseguró que al día siguiente amanecería mejor. Durante la madrugada, mamá no pudo dormir bien porque respiraba con mucha dificultad, algo que según ella no es raro en un paciente diabético. Regresó a la cama, intentó conciliar el sueño, y lo logró.
El día había llegado, por fin estaríamos juntos para celebrar una fecha especial con mis padres después de mucho tiempo, sin embargo, algo extraño sucedió. Mi madre no podía levantarse de la cama y apenas podía hablar. Su garganta estaba inflamada y le dolía el pecho. Mi hermano se preocupó y fue a la farmacia por un medidor de oxígeno. Lo peor estaba por ocurrir. Mi madre saturaba 78 de oxígeno y de mi hermano solo salían lágrimas. Yo, desconociendo lo que eso significaba, no supe cómo reaccionar.
Ella necesitaba oxígeno, nosotros no sabíamos dónde conseguirlo y ya estábamos listos para llevarla al hospital. Sin embargo, muy en el fondo, sabíamos que eso no nos aseguraba que mi madre se recuperaría. La saturación de oxígeno descendía cada vez más y ahora parecía faltarle el aire. Milagrosamente, un médico de una clínica local accedió tratar a mamá en casa y llegó junto a un balón de oxígeno. Yo seguía sin entender qué ocurría con exactitud.
Cuando el médico terminó de atenderla, habló con mi padre y le confesó que el estado de salud de mi mamá era muy delicado. “Ni hoy ni mañana les podré decir si se pondrá bien o no. Esperemos cuatro días y veremos qué pasa”, aseguró el médico. En ese momento todo daba vueltas, mi madre se contagió de Covid-19 y no sabíamos si viviría o no.
Llegó el cuarto día y el doctor le dijo a mi padre y a mi hermano: “Ella está mejorando”. Por fin, una buena noticia entre tanta angustia. Pasaron los días y, en efecto, mi mamá resistía y respondía al tratamiento satisfactoriamente gracias a los cuidados de un enfermero y un médico que la visitaron cada día durante un mes. Han pasado siete meses desde de aquel día, aunque con algunas secuelas que ha ido superando, mi madre goza de buena salud y conversamos por teléfono diariamente. El próximo seis de junio iré a casa sin pensarlo y mis padres recordarán su aniversario de bodas, pero yo lo celebraré como el día en el que mi madre le dijo “hoy, no” al dios de la muerte.
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