En un país donde retratar la realidad es una exigencia de los tiempos que vivimos, Flor Ruiz ha hecho del fotoperiodismo su pasión. Con 27 años de experiencia en medios como El Comercio, La República, El Mundo y BBC, revela su camino para descubrir su país y descubrirse a sí misma en una época laboralmente incierta.
Por Karín Miranda
Entre máscaras llenas de color colgadas en las paredes, Flor se sienta en un sofá arañado por los tres gatos que ahora toman la siesta en la sala de su departamento en Barranco. A sus 54 años, recuerda a esa niña que solía ver, con ojos de halcón, las fotos de un álbum familiar y que, años después, encontraría en la cámara una fiel compañera de aventuras, pero también una ventana al mundo y hacia esa parte del Perú que muchos se niegan a mirar. Todo en medio de un camino tortuoso. Flor valora las veces que falló, porque solo reconociendo que has fallado puedes decir que te levantaste y luchaste.
Los minutos pasan y olvida que ha puesto dos vasos de agua sobre la mesa y que, al cabo de una hora, siguen intactos. Luego de dos décadas sin un trabajo fijo y de ser ser una “buscavidas y una mercenaria”, como ella misma se describe, confiesa un deseo que tiene para Paulo, su hijo: Flor quiere que encuentre lo que le apasiona, que encuentre aquello que es él. La búsqueda personal parece no tener fin cuando, emocionada y entre risas, Flor me cuenta que ha empezado a coquetear con el video y que está loca por comprarse un dron. Con sentido desenfado, admite que nunca le interesó la fama y que, con el pasar de los años, ha descubierto la magia y la libertad en la posibilidad de siempre haber “hecho lo que le dio la gana”.
Desde enfrentarse a la incertidumbre laboral hasta encontrar una segunda casa que la acogió por años, como recuerda al suplemento “Domingo” de “La República”, y tener que abandonarla por su fiel creencia que desde la zona de confort es difícil crecer. Flor ha descubierto cómo cada encuadre, cada disparo, la ha hecho madurar. “Ahora, cuando voy con mi corresponsal de la BBC, medio en el que colaboro, y le digo mis temas me sorprendo y pienso que yo no soy esa principiante, que solo pensaba en hacer fotos”, aclara. El sendero que ha seguido, aunque rocoso e irregular, la ha llevado a viajar por todo el país, a escribir, a conmoverse en el camino. Me mira, se levanta y me muestra su estudio. Por las cajas sin acomodar, noto que no sabe por dónde empezar y, como en esta historia, pienso que es mejor empezar desde abajo, donde se encuentra aquello que, en medio del apuro y las agitaciones de la vida, solemos olvidar.
-¿Cómo es que nace su interés por la fotografía?
-Estudié cuatro ciclos en la Unifé y después, en 1989, me trasladé a la Universidad de Lima. No tenía nada muy claro, pero sí sabía que quería dedicarme a la comunicación para el desarrollo. El verano de ese año había conocido unos amigos como Arturo Granados, que trabajaba en Calandria, una ONG. A él lo reconocí porque vivía en mi barrio, en Ciudad de Dios, en San Juan de Miraflores. Justo ese verano nos encargaron hacer un video para mi parroquia Niño Jesús. Tenía que hacer un guión, las entrevistas, la cámara y todo eso. Fue él quien trajo a otro amigo, Fernando Valdivia, quien es cineasta. Él viajaba mucho y ya hablaba de la conservación de los bosques, del cambio climático. Hoy Fernando hace documentales sobre la Amazonía. Arturo, por su parte, me hablaba de la comunicación y de cómo la población podía ser protagonista. Entonces yo, que venía del barrio y estaba estudiando en una universidad privada, quería saber si desde lo mío podía aportar a mi gente.

–¿Cómo fue su primer acercamiento, digamos más formal, a la cámara?
-Entré a Calandria como practicante mientras estaba en la universidad en 1991. Y empecé a adentrarme en el mundo de la comunicación para el desarrollo. La Universidad de Lima te orientaba más hacia la comunicación corporativa, pero yo no pensaba en eso. Pensaba en la comunicación participativa, para el cambio social y en todas esas tendencias. Pero también en Calandria yo cogía la cámara y hacía fotografías para algunos folletos y afiches. Ese fue mi primer acercamiento real con la cámara, aunque en mi casa siempre era yo la que tomaba las fotos familiares. En la universidad también hice un curso de fotografía y luego hice otro en Kodak. Me encantó revelar, el tema de los ángulos, la composición. Era fascinante. Uno de los folletos que hice era sobre cómo conservar limpias las calles, entonces íbamos con Javier Ampuero por el Centro de Lima y él me decía: “Ya, Flor, atenta, tenemos que buscar gente que orine en la calle”. Y yo ahí, pum pum, fotografiando gente que orinaba en la calle. Estas primeras imágenes eran más de contenido social. Mi acercamiento al mundo de las imágenes tuvo que ver más con descubrir, descubrir los temas que me interesaban, cómo se comportaban las personas. Empecé a observar mucho.
-Por lo que menciona sobre su infancia, parece que siempre hubo cierto interés por las fotos
-Desde niña me fascinaba ver los álbumes familiares. Como en mi casa no había una economía familiar estable, mis padres se dedicaron a invertir más en mi educación, así que yo nunca tuve vacaciones, ni viajes, ni nada de eso. En mi casa lo mío era tomar fotos, ordenarlas, verlas, coger una lupa y tratar de descifrar los viajes a través de esas imágenes de mis padres. Si las fotos eran de otras personas entonces también quería saber quiénes eran, saber de su pasado al ver sus rostros.
-Y luego de Calandria, ¿cuál fue ese siguiente paso que la continuó vinculando al mundo de la fotografía?
-Creo que todavía no lo tenía claro. En Calandria hice muchas cosas, había sido educadora, promotora, asistente de investigación, productora, pero comencé a darme cuenta de que yo no me sentía muy cómoda porque había que escribir mucho y de alguna forma no veía los resultados. Creo que me fui dando cuenta que era un poco impaciente. A mediados de 1993 ya había terminado la universidad, salí de Calandria y justo se presentó la propuesta de Tafos.

-¿Tafos la llamó para ser fotógrafa?
-La idea era darle la vuelta al archivo fotográfico de Tafos, de 100.000 imágenes, y comenzar a hacer de la fotografía un proyecto educativo. Revisar las imágenes que ya habían pasado el filtro de ser editadas para que, en algún tipo de soporte, que no sabíamos cuál era, puedan llegar a los colegios de zonas populares, del sector medio, de sector medio alto en Lima. Y que esas fotografías generen procesos de diálogo o participación al servicio de los profesores y de los alumnos en los colegios. Me dijeron: “Ahí está el archivo. Mira qué podemos hacer”. Y en ese momento yo decía: “Ahora, ¿qué voy a hacer con todo esto?” Era un archivo gigante. Había que comenzar a ver fotos de adolescentes, fotos de gente en la sierra, en la selva, en la costa, fotos de gente de diverso color, de diverso origen y posición social. Allí me di cuenta de que había temas por descubrir. Al final salieron unas cuatro o cinco exposiciones que yo trabajé. Tomamos esta metodología del proyecto de usar papelógrafos para que los chicos tengan espacio donde escribir lo que veían en las imágenes y que estos testimonios acompañen la exposición. Fue una experiencia que duró año y medio y que yo creo que me hizo sentir muy cómoda, pero yo sabía que el proyecto tenía un tiempo de duración. Así que salí de Tafos, pero lo hice consciente de que lo que yo quería hacer estaba vinculado a la fotografía.
-¿Eso también implicaba enfrentarse a otros desafíos?
-Yo tenía sensaciones encontradas porque había salido de la universidad y tenía un buen trabajo en Calandria. Luego estuve en Tafos. Sentía mucha carga porque mi condición económica era baja y yo sabía que al terminar la universidad tenía sí o sí que trabajar y que no podía darme el lujo de decir: no me gusta este trabajo. Además, cuando decido hacer ese quiebre de dejar la comunicación para el desarrollo para entrar a la fotografía, solo tenía una cámara Canon, y nadie te va a contratar porque tengas una cámara o porque te gusten las fotos y hayas hecho fotografía social. A inicios de los noventa uno no empezaba a ser fotoperiodista desde tan joven. O sea, te iniciabas en un laboratorio. Es más, cuando yo le digo a mi madre que pienso dedicarme a la fotografía ella pensaba que me iba a parar en los parques a hacer fotos y que la gente se iba a detener en la calle para que les tomara una foto.
-Y también cuántas mujeres había en esa época haciendo fotoperiodismo
-Así es, no había muchas mujeres haciendo fotoperiodismo. Las primeras mujeres
fotoperiodistas fueron Beatriz Suárez y Alicia Benavides, durante los setenta. Y ahí paró de
contar un poco, ¿no? Porque ya las fotógrafas que se hicieron más destacadas en medios
grandes eran fotógrafas del sector medio, clase media alta, que habían optado por eso también,
porque su mamá, su padre, o su familia las habían introducido. Para finales de los 90 no había
las nociones del feminismo, ni de la mujer participando en la fotografía.
-¿Cómo empezó a hacerse un espacio como fotoperiodista?
-Cuando dejé Tafos, en diciembre de 1994, me quedé en el aire. No tenía dinero y tuve que vender mi cámara. Solo tenía sueños. Fue una época un poco dura. Mi padre había fallecido cuando yo tenía 14 años. Mi hermano mayor me había apoyado en mi educación. Entonces, siempre tuve claro que yo tenía que estudiar y trabajar, pero sabía que entrar al mundo del fotoperiodismo no era sencillo. Mi pareja de ese entonces, y que es el papá de mi hijo Paulo, me dijo bueno, ahora estás afuera, entonces vas a tener que hacerte un portafolio. Una amiga de Tafos me vendió su cámara y esa fue la primera Nikon que compré. Estuve desempleada varios meses durante el 95, con toda la depresión y la tristeza, hasta que llegó octubre. Con la procesión del Señor de los Milagros y el Día de los Muertos, empecé a salir a hacer fotos. En el papá de mi hijo yo tuve un gran apoyo: él creyó en mí. Empezó a editar mis fotos, a hacer mis hojas de contacto. Fui a El Peruano a presentarme. En esa época estaba Herman Schwarz como editor, que se ha convertido en un gran amigo, y me respondió: “Lo siento, no te puedo recibir solo con una cámara y un lente”. Así que me fui a Extra, donde me aceptaron. Era un diario chicha que hablaba de ovnis y de vedettes.
-¿Qué clase de fotografías hacía para Extra?
-Empecé en la sección policiales los primeros meses del año 1996. Hacía fotos de vedettes y de delincuentes. Me paraba en la avenida España, en las escaleras de la Dirincri, y me ponía a perseguir a todos los delincuentes que salían por ahí enmarrocados. A veces tocaba ‘bingo’ y alguno había sido el “maldito” de alguna banda criminal. Al final esa experiencia duró lo que tenía que durar, que fueron como tres o cuatro meses. Llegó alguien más, con vara, un recomendado, y bueno, yo tenía que ser expectorada, porque solo era una fotógrafa que había trabajado terminado fotografiando delincuentes. Una desgracia para la familia.
-¿Qué sucedió después de dejar Extra?
-Gané un concurso de fotografía, justo con las imágenes que había tomado del Señor de los Milagros, y con esa plata me compré lentes para mi cámara y regresé a decirle a Herman Schwarz: “Ya me compré los lentes, tengo cámara, por favor, acéptame de practicante”, y empecé de practicante en El Peruano casi a mediados de 1996.
-Y el tipo de cobertura que empezó a hacer también era muy distinta.
-Me mandaron al suplemento cultural. Mi chamba era sobre todo hacer retratos de escritores, poetas, artistas, literatos, fotografías de danza, eventos, escenografías, reproducciones, premios. Cosas vinculadas a una mirada más estética. Y ese fue mi mejor comienzo. Pasé de vedettes y la calle a comenzar a entender cómo funcionaba la luz, el color, la forma, en todos estos otros espacios. Fue una experiencia muy grata y yo estaba feliz porque me quedaba a los espectáculos de danza, de teatro. Pero llegó diciembre y tenían que decidir si quedaba yo o la otra practicante y ella se quedó. Su papá era amigo de la gerente general y bueno otra vez a la calle.

-¿Cuál pensó que era el siguiente paso luego de que, de alguna manera, sucediera lo mismo que hacía un año?
-No me molesté, solo pensé “ay, otra vez”. Herman habló conmigo y me dijo anda a que te prueben en Domingo, que era una revista de La República. Antes de eso hice un viaje con el papá de Paulo, mi hijo, para ver danzantes de tijeras en Huancavelica. Hice un texto sobre el tema y también traje fotos. A Mario Munive, que era el editor central de Domingo, le pareció grato que yo pudiera escribir y hacer fotos, pero creo que sobre todo le parecieron buenas las fotos. Era el primer reportaje que yo hacía. La respuesta que me dieron fue que no había plaza, pero que me diera la vuelta por ahí en un par de meses. Creo que pasaron una o dos semanas y me llamaron para ir a practicar. En el fondo siempre considero a Domingo como mi casa. Fue hacer un equipo con el que yo siento que hasta ahora somos grandes amigos. Fue un equipo precioso, no he encontrado un medio con la misma mística.

-¿Qué más se lleva de la experiencia de vivió en Domingo?
-El aprendizaje fue muy grato y sobre todo darme cuenta del profesionalismo con el que debía de trabajar, con el sentido crítico y autocrítico. Llegué a La República en enero de 1997, como practicante, y ya en junio me contrataron. Para mí fue un gran reto porque no era un medio diario. Ahí comprendí que la foto para revista es una síntesis. Mi referente era ver Caretas, era ver lo que los diarios publicaban para saber qué cosa no tenía que hacer. Domingo era un medio que lo hacíamos todos, desde el editor hasta el coordinador o el asistente. Las reuniones eran frecuentes, no para decir quién la fregó, sino para ver qué cosas estaban funcionando y cómo mejorarlas. Mario era un editor incansable. Incluso yo trabajando en la revista Somos me enteré, años después, que Somos le tenía un temor a Domingo porque le hacíamos la pelea.
-Para este momento usted ya tenía la seguridad de que quería hacer fotoperiodismo. ¿Hubo algún registro que la haya marcado?
-Hubo un registro que me marcó y que de ahí dije yo no quiero hacer este tipo de fotos. Fue el atentado en el centro comercial El Polo. Esto fue en 2002, cuando yo estaba en El Comercio. Nunca me gustó la edición diaria. Los accidentes tampoco, porque me parecía que eran hechos muy dolorosos. Estaba cubriendo un turno de cuatro a doce de la noche. Fui la segunda reportera en llegar al centro comercial. Había pocas sirenas. Todo estaba oscuro. No había luces. No había nada. Y había que fotografiar, ¿no? Es muy difícil cuando no tienes ese hábito. Yo no venía de fotografiar tragedias. Tuve que fotografiar cadáveres y caminar entre ellos para entender qué podía hacer yo pese a que sabía que el diario no iba a colocar la foto de un cadáver en la portada. Entonces, ¿dónde estaba la noticia? Cuando caminaba entre los fallecidos me ponía a pensar que uno de ellos podía ser mi hermano, mi amigo. Fue mucho el impacto emocional y luego ver cómo mis colegas de otros medios tenían que fotografiar eso porque era lo que les pedían. Sentí que mis colegas eran como una especie de salvajes. Tomé la foto de la portada que eran los dos coches bomba con el fondo de los vitrales destruidos del centro comercial.
Enfrentarse al dolor ha sido para Flor un debate, una disputa entre lo que se esperaría de un profesional a través de la frialdad del flash y su sentir. Para ella, no hay momento en el que deje más al desnudo su sensibilidad que cuando se decide a tomar la cámara y hacer una captura de la realidad. Luego de nueve años de viajar junto a Álvaro Rocha, en una fantasía de ensueño que empezó en noviembre de 2011, llena de parajes hermosos y aves de tantos colores que es imposible nombrarlas, y de por lo menos tres viajes por mes, llegó la pandemia. El mundo cambió y Flor también: después de años de hacer crónicas de viajes para la revista Somos, Flor decidió mostrar un Perú distinto, “un Perú que duele”. Ahora escribe y toma fotos de historias que poco interés despiertan en los medios peruanos, pero que sí llaman la atención de la prensa extranjera. En el último año ha colaborado con la BBC como fotógrafa y video reportera. Vender sus fotos ha pasado a un segundo plano. Flor prefiere ser fiel a sus pasiones que perseguir el éxito. “Siempre me he interpelado mucho. Podría haberme quedado dónde estaba, pero siempre es importante preguntarnos en qué parte de lo que estás haciendo te la estás jugando”.