Hay una historia del conflicto armado que apenas ha sido contada. Da cuenta de la agresión sexual que sufrieron miles de mujeres, en su mayoría campesinas y quechuahablantes. En Manta y Vilca, dos distritos de Huancavelica, se registraron cientos de violaciones entre 1984 y 1998. Nueve víctimas han logrado denunciar a catorce militares por esta práctica atroz que trastocó sus vidas.
Por: Alejandra Baluarte Martínez
Portada: Giovanni Tazza
Cuando me desperté me dolía todo. Mi cabeza me dolía. Me dolía mi cuerpo, me dolía mi parte íntima, adelante y atrás. Estaba desnuda. Entró un soldado al lugar donde estaba y le pregunté: ¿qué ha pasado? El soldado me dijo: ¿Eres o te haces? Todos los soldados han pasado por ti.
M.A.E. era una adolescente cuando los militares abusaron de ella por primera vez. Buscaban a su hermano mayor, ella aseguró no saber dónde estaba. La amenazaron y se la llevaron a una base militar. Allí un suboficial apodado “Ruti” la obligó a ingerir un líquido blanco. No recuerda más, solo el dolor que sintió al despertar. Ocurrió en 1984. No sería la única vez que esta mujer fue violada en medio del conflicto armado; a causa de estas agresiones quedó embarazada y tuvo dos hijas.
Muchas comunidades fueron asaltadas por Sendero Luminoso en los ochenta. Sus pobladores, sometidos al terror, eran obligados a unirse a la “lucha armada”. En respuesta el gobierno instaló bases militares en zonas como Manta y Vilca, al norte de la empobrecida Huancavelica. En ambos distritos la presencia de Sendero parecía fantasmal. Poco se sabía de quienes perpetraban sus acciones de terror y esa incertidumbre perturbaba a los militares.
Mientras los secuestros y asesinatos atribuidos a las fuerzas del orden y los atentados terroristas captaban la atención de los medios, de la población y del Estado, las violaciones sexuales se daban, una y otra vez, pero en silencio, no trascendían, nadie las denunciaba. Así lo explica Mercedes Crisóstomo, antropóloga y docente de la PUCP.
Ella recogió el testimonio de 28 víctimas de violencia sexual en Manta y Vilca. “Llegué (a las comunidades) a decir que iba a investigar cómo el conflicto armado había afectado a las mujeres. Pero los hombres no paraban de decirme: ‘A las mujeres no les ha pasado nada, a nosotros sí nos han torturado, nos han secuestrado, nos han matado, a ellas, no”. En su investigación: “Mujeres y fuerzas armadas en un contexto de violencia política. Los casos de Manta y Vilca en Huancavelica”, da cuenta del rechazo a la existencia de estas violaciones por parte de las comunidades involucradas.
La verdad es que en el fragor del conflicto, muchas mujeres de estas zonas fueron ultrajadas más de una vez. “Sus cuerpos eran utilizados como un insumo de guerra, para obtener información. Aquí tenías a niñas, adolescentes, a mujeres adultas; todas eran violadas. En Manta, la mayoría de ellas fueron abusadas”, afirma Mariel Távara, psicóloga de Demus, quien acompaña a tres de las nueve mujeres que hoy son parte de un juicio emblemático contra miembros del Ejército Peruano.
Las violaciones en el contexto del conflicto armado tienen características particulares que las convierten en parte del fenómeno de la guerra. “Muchas violaciones fueron colectivas, es decir, toda la tropa pasaba encima de una y de otra. Además, estas mujeres eran víctimas del racismo y la discriminación”, explica Távara.
Tropas compuestas por alrededor de veinte reclutas ultrajaban a una o dos mujeres en cuestión de horas. A continuación, ellas podían “descansar” y luego eran puestas en libertad, pero días después eran buscadas en sus viviendas para ser violadas de nuevo.
Fui a la base acompañando a una amiga. Yo pensé que no iba a pasar nada, era de día, había gente afuera, era la feria. Nos amenazaron. Nos agarraron. Nos torturaron. A mi amiga le pegaban, le decían terruca y la violaron delante mío. Fue Ruti. Él mandó a otro soldado a violarme, pero no me hizo nada. Ruti se dio cuenta, me quitó la ropa y me violó.
Mariel Távara explica: “Una violación sexual es una cuestión de imposición de poder. Son ellos queriendo decir que eran más hombres que los hombres de la comunidad, los cuerpos de las mujeres se convirtieron en un campo de batalla. Ellas estaban en medio de estos tres grupos de hombres, incluyo a los senderistas”. Era una forma de reforzar la hombría, de ‘marcar territorio’. Esto se puede observar en el trato cruel y amenazante que Ruti, uno de los agresores de M.A.E, tuvo con su víctima cuando estaba frente a otros reclutas.
Los militantes de Sendero Luminoso también violaron a campesinas en medio de los operativos de “reclutamiento” que realizaban en zonas rurales. Abusaron, además, de las mujeres que encontraban en las casas donde se refugiaron huyendo de los militares.
Las mujeres de estas comunidades andinas no tenían escapatoria. Era usual y normalizado que fuesen violadas en repetidas ocasiones. Los oficiales a cargo de las bases militares sabían lo que estaba pasando. Como afirma Crisóstomo: “Los familiares iban y tocaban la puerta del capitán. Le decían lo que había pasado, en ese momento ellos lo negaban y además ocultaban al soldado (o soldados), los cambiaban de base”. De esta manera, el Estado le daba la espalda a las mujeres y amparaba la violación sexual.
Entraron tres y me violaron. Les pedí que me mataran: quítenme la vida, les suplicaba. Ellos decían que me gustaba. Les pedía que me dejaran salir. Empecé a gritar.
Cada episodio de violencia sexual dejó en estas mujeres consecuencias físicas y psicológicas que siguen pesando en sus vidas. “Ellas te van a decir: ‘Me duele aquí, me duelen los ovarios, la cabeza’ y si contrastas esos dolores que tienen ahora con los testimonios de cómo fueron violentadas, vas a notar que existe un vínculo entre los lugares donde las golpearon y las dolencias que sienten ahora”, explica Crisóstomo.
Tres décadas después de las agresiones, todas las víctimas tienen dos elementos en común que dan la autenticidad a sus relatos en el contexto del proceso judicial. Ninguna pudo concretar un proyecto de vida sólido, en especial aquellas que fueron violadas durante su niñez o adolescencia. Y todas han sufrido depresión y estrés postraumático, precisa Távara. “Cualquier evento de violación sexual irrumpe en el proyecto de vida y lo daña. La posibilidad de planificar un futuro (ser profesional, por ejemplo) a tener sueños, se desestructura por completo”, sentencia.
Hasta ahora hay gente que piensa que nosotras fuimos por nuestra voluntad a la base, que nos gustaba que nos violaran. Escuchar eso es feo. Yo me fui de mi comunidad para olvidarme de todo. Me daba pena.
Para M.A.E y la mayoría de víctimas, la relación con su comunidad se quebró. Según Távara: “Se da una desapropiación del sentido de pertenencia al país o a su pueblo. Dicen que esa ya no es su comunidad. Todavía hoy son tratadas con hostilidad, como a “mujer de moroco” (expresión utilizada para referirse a los militares). Sus propios familiares y vecinos las han estigmatizado, las culparon de la violación o incluso encubrieron al agresor.
Las investigaciones y audiencias que organizó la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) permitieron a las víctimas contar por primera vez sus testimonios. “Ellas dicen que jamás hubieran hablado si no hubiese sido por la comisión. Ellas entienden este vínculo como un tenue reconocimiento del Estado, una manera de hacerles saber que sus historias son válidas”, explica Távara.
Pese a que el informe final de la CVR busca justamente “reconciliar”, es evidente que el Estado no ha sido capaz de ayudar a las víctimas. Durante las entrevistas realizadas por la comisión, se preguntó a las mujeres: ¿Qué es lo que esperan del Estado? La mayoría pedía reconocimiento, reparación y justicia. Así lo constata Crisóstomo y añade: “El Estado tendría que tener una reparación con perspectiva de género”.
Las nueve mujeres de Manta y de Vilca representan a las miles que fueron violadas durante el conflicto armado; a las que contaron su historia, a las que murieron antes de ser escuchadas, a las que asesinaron luego de ser ultrajadas y a las que todavía prefieren callar. Un primer paso para reivindicarlas sería sentenciar a quienes hicieron de los abusos sexuales una política de la guerra.
Un litigio histórico
El informe final de la CVR consideró las violaciones sexuales en Manta y Vilca como uno de los casos más emblemáticos.
Luego comenzó un proceso hacia la judicialización. Nueve mujeres han denunciado a catorce militares por abusos sexuales registrados entre 1984 y 1998.
En el 2007 la fiscalía penal de Huancavelica formalizó la denuncia. Finalmente, el 8 de julio del 2016 se inició el juicio oral a cargo del colegiado B de la sala penal nacional en Lima. Las nueve mujeres son representadas por IDL y Demus. Es la primera vez que se busca condenar a militares por crimenes de violencia sexual bajo la modalidad de delitos de lesa humanidad.
Una serie de inconvenientes ha dificultado el camino hacia la justicia. Rosy Salazar, abogada de Demus, explica: “el ministerio de defensa no quiso dar la relación de los integrantes de las bases militares. Fue una de las víctimas la que pudo identificar a la mayoría de los agresores. Otro problema es que el ministerio público no tiene un enfoque en derechos humanos”.
Según Salazar y Cynthia Silva, también abogada del caso, los magistrados Otto Verapinto Márquez, Alfonzo Payando Barona y Emperatriz Pérez Castillo se han parcializado con los acusados.
Tienen actitudes discriminatorias, usan estereotipos durante el juicio oral y tratan las violaciones como un delito común, cuando se trata de crímenes de lesa humanidad. Si la sala califica el caso como delito común prescribirán todos los cargos contra los militares.
Una maternidad forzada
Me violó otro militar, entró a mi casa por la ventana. Producto de esa violación nació mi hija mayor que hoy tiene 27 años”, recordó M.A.E. ella pensó que la situación ya no podía empeorar, pero se equivocó, la volvieron a violar y quedo embarazada, tiempo después. Tras varios episodios de abuso, volvió a suceder…
Estaba embarazada cuando me fui de la comunidad y me llevé a mi hijita. Luego volví, pero me tuve que ir.
Deje a mis hijas con mis padres. Ellas no entienden porque las abandoné. Es muy difícil querer a los hijos producto de violación”.
La violencia psicológica a la que eran sometidas día con día, mientras llevaban sus embarazos o a sus niños en brazos, las obligó a desplazarse.
“Salieron expulsadas de la comunidad porque no las aceptaban, las insultaban y las estigmatizaban. Les decían: “mujer de moroco”, “ah ya, chibola, tú habrás querido”, “te has acostado con militares”. El desplazamiento era su única opción”. Explica, Mariel Tavara.
Muchas de estas mujeres registraron a sus hijos con “apellidos” como: Moroco, Sinchi, Militar. Estos niños nacieron sin padres.
Como M.A.E muchas decidieron abandonar a los hijos que nacieron del abuso y salieron de sus comunidades. Trataban de olvidar y volver a empezar. Esos hijos, que ahora son adultos, sufrieron por el abandono y falta de pertenencia. “Los niños escuchaban la historia de su nacimiento y callaban, se sentían rechazados”, explica Mercedes Crisostomo en su investigación.