En el Mercado de Magdalena hay un lugar donde las melodías nunca descansan. Se encuentra en el cruce del jirón José Gálvez con Leoncio Prado. Baladas, boleros, cumbias y hasta música clásica acompañan los vaivenes de quienes transitan sus veredas. Las canciones provienen de músicos de todas las edades y lugares de origen. Ellos convirtieron la calle en su escenario. ¿Qué historias, además de armonías, alberga este espacio?
Por Bárbara Contreras
Es mediodía en el Mercado de Magdalena. Aunque estamos en junio, el sol aún ilumina el cielo de Lima. Se escucha el bullicio de todo emporio comercial. Las alarmas de los camiones retrocediendo. Se cuelan hasta la calle las conversaciones sobre los amores y traiciones de las telenovelas turcas. También el llanto de unos niños cansados de esperar a su madre, las bocinas de los carros atrapados entre el gentío y el ruido de los motores. Pero a la altura de la cuadra 8 del jirón Leoncio Prado se escucha algo más que un torbellino de sonidos confusos. En medio de este paisaje de constante caos y movimiento, se distinguen melodías contagiosas.
Durante todo el día (y también la noche) decenas de cantantes y músicos ocupan este cruce iluminado de ritmo y añoranza. Su puesta en escena es sencilla: dos micrófonos, dos parlantes, una guitarra y un cajón les basta para montar un espectáculo. Por un instante, la lista de compras y los recados caseros pasan a segundo plano. Y las baladas de José José, los boleros de Los Panchos y las notas sofisticadas del Danubio Azul toman el protagonismo y se imponen sobre el ruido.
Los inoxidables: boleros y valses para despertar la nostalgia
Si preguntas por ellos, te dirán que son los “abuelitos” de la esquina. Pero quítales treinta años de encima, y serían los rompecorazones del barrio. Esa es la impresión que te dejan Carlos Sandoval (77), Vicente Rojas (64) y Antonio ‘Pacho’ Ñahui (75), cuando los ves tocar juntos en la calle. De vez en cuando, Roberto ‘Mechón’ Moreno (67) los acompaña.
Llegan todas las mañanas al mercado, entre las nueve y diez. Vienen cargando sus instrumentos, tres banquitos de plástico y una guitarra acústica. Las canas que sobresalen de sus gorras revelan que son personas mayores, pero cargadas de energía y vitalidad.
Los tres componen el grupo musical “Los Inoxidables”. Un amigo suyo, ya fallecido, los nombró así en honor a los boleros de antaño y los valses criollos que tocan. Pero también al espíritu empeñoso y chacotero que los distingue.
—También nos llaman ‘Los Adolescentes’ —me dice Antonio.
—¿Por qué? —le pregunto.
—Porque adolecemos de la próstata, de la presión, de la espalda —me contesta riéndose.
A las diez y veinte de la mañana ya tienen listo el escenario. Vicente con la guitarra a punto. Carlos se ha colocado en frente de uno de los micrófonos, en el otro se escucha la voz de Antonio. Roberto ha escogido sentarse sobre el cajón. Los cuatro se miran y, tan solo asintiendo con la cabeza, acuerdan empezar el concierto mañanero con un clásico criollo: “Mal paso”, de Los Kipus.
Una señora que pasa con sus bolsas del mercado y una cremolada voltea curiosa al escuchar los primeros acordes del vals. Mueve los labios al ritmo de “Sabiendo que te amaba… me pagaste mal”. Al mismo tiempo, un niño se detiene y también los observa. Aunque no conoce la letra ni mucho menos la importancia de la canción, no puede evitar mover sus hombros al compás de la música.
No han pasado ni veinte segundos y ya hay otra niña atraída por la música. Va de la mano de su hermana mayor, que está vestida con uniforme escolar. «¿Quieres bailar?», le pregunta la hermana. La niña se pone a dar vueltas. Un señor que se ha sentado a mi costado comienza a grabarlos con su celular. Al rato me dice: “Qué bonito tocan”. Me cuenta que él emigró a Tampa, Florida, Estados Unidos, pero que la mayor parte de su vida ha vivido en Magdalena y que estas canciones le recuerdan al Perú de su infancia y juventud. Las graba porque dice que se emociona cada vez que las escucha.
Carlos, Roberto y Vicente son chalacos. Cuando eran más jóvenes, en sus veintes, llegaron a tocar en orquestas de cumbia tropical. En 1961, Carlos salió en televisión, en el programa dominical del ‘Tío Juan Cedón’. Treinta años más tarde la vida los puso en el mismo rumbo. Carlos tocaba el cajón en la esquina del jirón Cochrane, en el Callao. Y Vicente necesitaba un cajonero para su grupo. Carlos aceptó apoyarlo.
Antonio ‘Pacho’ Ñahui se unió a ellos mucho después. Hace un año, para ser exactos. Acababa de jubilarse y solía venir al mercado para hacer las compras de la semana. Un buen día se quedó escuchando a los ‘maestros’. Sabía apreciar el sonido de una buena guitarra. Él también había sido cantante y músico de valses en peñas criollas, pero por cuestiones de la vida había terminado siendo administrador en Concytec. Desde entonces pasaba a verlos seguido y les colaboraba con lo que podía.
—Maestros, yo también canto y toco guitarra —les dijo un día.
—A ver, cántese algo, acompáñenos en esta canción —le dijeron Carlos y Vicente.
Antonio ‘Pacho’ pasó el casting, y se convirtió en un inoxidable más.
Para ellos, lo más bonito de cantar en la calle es que las personas recuerden a sus abuelitos, sus padres, sus lugares de origen. Les gusta cuando la gente les pide una canción y la tararean con ellos. O cuando los graban dedicando la letra a una sobrina que está lejos, fuera del país. Planean seguir tocando hasta que, inevitablemente, terminen por oxidarse. Por ahora, se mantienen fieles a su nombre.
De las aulas a la calle
Unos pasos más a la izquierda, frente al local de Inkafarma, llega a mis oídos un sonido diferente. Consigo distinguir que es música clásica y que lo que suena son los inconfundibles acordes de un violonchelo. La melodía proviene de la fricción de un arco de madera sobre las cuerdas del instrumento, manejadas por un joven de cabello oscuro y ojos claros.
Me aproximo para escuchar mejor la melodía. El joven está tan concentrado en sus movimientos que apenas nota mi presencia, y la de las señoras que se agolpan a mi alrededor para oír el mágico sonido de las cuerdas.
Su nombre es Sebastián y tiene 23 años. Es de Chimbote y viene a Lima todas las semanas para sus clases en el Conservatorio Nacional de Música. Este es su tercer año. Descubrió el chelo a los trece, cuando se unió a un programa de orquestas llamado Da Capo, allá en Chimbote. Fue amor a primera melodía.
Nadie recuerda a un músico en el pasado de su familia, y al inicio sus padres no estaban de acuerdo con que dedicara su vida al arte. Pero Sebastián me cuenta que el chelo que está tocando en este momento se lo regalaron ellos, hace cinco años. Para él fue cuestión de mantenerse firme en su decisión hasta que sus padres aceptaran su vocación: quería ser músico.
A los pocos segundos, nos interrumpe una mujer con harto maquillaje. Quiere que Sebastián toque un vals, un bolero. Que toque La flor de la canela. Sebastián le dice que no sabe, que no va a poder. “Sí puedes”, responde tajante la señora y se aleja un poco para grabar con su teléfono. Y en efecto, aunque dudando al inicio, Sebastián pudo. A mi costado, la señora se balancea de un lado a otro tarareando contenta:
—Jazmines en el pelo y rosas en la cara, airosa caminaba la flor de la canela.
Sebastián toca en el Mercado de Magdalena porque vive al lado. Hoy tiene examen a las siete de la noche, pero ha venido a practicar. Toca en la calle porque lo ayuda a mejorar su técnica. Pero también porque le permite compartir su música con otras personas. Las colaboraciones que recibe lo ayudan a costear sus pasajes de ida y vuelta a Chimbote. Me cuenta que piensa pausar sus estudios en Lima para irse a Alemania de intercambio. Irá como profesor para enseñar a niños a tocar el chelo.
Dos amigos, una flauta y un violín
Cuando Carlos (27) y Julio (34) llegaron a Perú desde Venezuela, no tenían forma de adivinar que pronto sus vidas se entrelazarían. Mucho menos imaginaban que lo harían tocando sus instrumentos favoritos en plena calle, y que encontrarían en actividad su sustento diario.
Ambos conocieron la música en el mismo lugar, en el Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela. Por aquellas épocas, en la primera década de este siglo, estudiar música en Venezuela era gratuito. A cada alumno se le daba el instrumento de su preferencia y se le enseñaba a tocarlo. Julio se inclinó por el violín, mientras que Carlos optó por la flauta traversa.
Quince años más tarde, la mayor crisis económica y social que enfrenta su país los obligó a migrar. Fue así que en el 2018 llegaron a Perú. Como había que encontrar alguna forma de ganarse la vida, Carlos comenzó a vender café con su hermano en el mercado. Julio subía a buses a vender chocolates. Aunque aquello les permitía subsistir, la ausencia de su instrumento, de su compañero de vida, les dolía. Era como si le faltase una de sus extremidades.
Pero pronto conocieron a otros músicos que tocaban en las calles del mercado. “¿Por qué seguir vendiendo café y no dedicarnos a lo que más disfrutamos y sabemos hacer mejor?”, se preguntó Carlos un buen día. La interrogante se contestaba por sí sola. Carlos volvió a coger su flauta y regresó a las calles, esta vez para compartir su arte. Julio hizo lo mismo. No pasó mucho tiempo para que ambos se encontraran. Como tocar juntos parecía más razonable que hacerlo separados, decidieron unir sus talentos.
Julio y Carlos llegan a tocar al mercado los fines de semana. Hoy se han colocado frente al local del BCP, en el jirón José Gálvez, y las personas hacen fila para ser atendidas. No es una actividad particularmente entretenida y aquello se dibuja en sus rostros malhumorados y aburridos.
En aquel ambiente tenso y estresante, los dos músicos comienzan a tocar. Han elegido Hoy de Gianmarco para iniciar el día. Con los primeros acordes, las personas voltean a mirar, curiosas. El sonido de un violín y de una flauta traversa no es común en un mercado. Poco a poco, y como por arte de magia, en los rostros de aquellos seres apáticos se vislumbran sonrisas. Algunos sacan su teléfono para grabarlos. Otros se balancean al compás de la canción. Los más pequeños se animan a bailar.
Julio y Carlos llaman a ese instante “la cápsula”. Es ese momento cuando logran que las personas se olviden de lo que están haciendo y se sumerjan en la armonía de las notas musicales. Aunque solo sea por unos segundos.
También hay quienes se les acercan para contactarlos para eventos privados. Mostrar su talento en el mercado los ha llevado a tocar en lugares como el Country Club de Lima y salir en el programa de ‘Una y mil voces’ de Bartola.
—La música nos ha salvado una vez más —me dice Carlos—. Yo prefiero hacer algo que amo y no tener tanta bonanza a ser infeliz y tener mucho dinero.
Tras terminar su última canción, guardan sus instrumentos y recogen la ganancia del día. No son solo las monedas que se acumulan en el pequeño cuenco que tienen a sus pies. Julio y Carlos también recogen el reconocimiento y el aplauso del público.
***
Ya es de noche en el mercado, pero el bullicio continúa siendo alumbrado por las luces neón de los negocios. La luz fosforescente trata de llamar la atención de las ajetreadas personas que compran alimentos, prendas de ropas o algún accesorio que hace falta en sus casas. En el cruce del Jirón Gálvez con Leoncio Prado ya se dibujan las siluetas de los nuevos cantantes y músicos que dan relevo a los personajes de esta crónica. Los recién llegados deben continuar con la misión: lograr que la ocupada y diligente multitud se detenga e ingrese al mundo donde las listas de compras se rinden ante sus melodías. Aunque sea solo por unos minutos.