Fascinada por el arte de crear atmósferas envolventes y perdurables, descubrió en el teatro su gran pasión. Escritora, actriz y directora, Rocío Limo (36) ha presentado sus obras en festivales de Lima, Cusco, París y Frankfurt. El año pasado interpretó a la misteriosa ‘Mujer de Negro’ en la novena temporada de la teleserie nacional Al fondo hay sitio. Actualmente, es una de las gestoras de Tejido Abierto Lima, compañía que difunde el valor de las artes escénicas para la introspección y el descubrimiento personal. En esta entrevista, nos habla de su recorrido en la escena teatral, así como de los desafíos que asumió y los sueños que conserva.
Por Elena Sandoval
El público permanece inquieto. Los más curiosos se atreven a levantarse de sus asientos. Todos quieren saber quién se esconde detrás de unas blancas sábanas, sacudiéndose como una serpiente. En un gallinero montado sobre el escenario, solo son reconocibles montones de paja y la figura de una niña con su muñeca en brazos. Parece petrificada por lo que se mueve frente a ella. En pocos segundos, el cúmulo de sábanas desaparece. Es Rocío, está envuelta en un vestido blanco con pliegues. Una cresta de un rojo carmesí cuelga de su cabeza. Lista para demostrar que, en el teatro, hasta las gallinas pueden volar.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Rocío abre la puerta de su departamento en el octavo piso de una torre ubicada en el corazón de Miraflores. Adentro solo hay un par de sillas de plástico y madera, y una pequeña mesa plegable. De inmediato, explica que aquí se van a dictar clases de teatro y que todavía se encuentra amoblando el espacio. “¡Al menos hay café!”, exclama mientras prepara dos tazas. Así es Rocío Limo. Dispuesta a encontrar lo positivo de cualquier situación.
Ha escrito obras como Incendio, El Canto del Monstruo, Casa de Naipes, Todas las gallinas vuelan, Comer manzanas y, recientemente, María Pizarro. Ha actuado en Perro Muerto, La cocina y Cacúmenes. También ha dirigido Hice una obra sobre ti y al fin viniste a verla, Nuestra gran aventura en las ciencias y Pacamambo. Obras aclamadas por el público y valoradas por los críticos.
Ser “teatreraza”, como se define, no fue sencillo. Pasearse por las aulas del Escola Superior d’Art Dramàtic de Barcelona, la Escuela de Jorge Eines en Madrid, o el Royal Court Theatre de Londres, no estaba entre sus planes. Ni cuando eligió estudiar periodismo en la Universidad San Martín de Porres en lugar de literatura en San Marcos. Ni cuando, por fin, dejó atrás el periodismo y apostó definitivamente por el teatro.
Una serie de pequeñas locuras…
—Cuando piensas en el origen de tu interés por el teatro, ¿qué viene a tu mente?
—Recuerdo que de chica jugaba con mis primos y hacíamos shows para la familia. También fui evangélica durante un montón de tiempo. Creo que el evangelismo es súper histriónico y eso ya era una obra de teatro en mi vida. El teatro tiene que ver con el juego y con la exposición a la que me vi enfrentada desde la infancia. En mi familia, como en muchas familias del Perú, no se consumía teatro cotidianamente. Yo lo descubrí en la televisión. Cuando pasaban obras, vi un montaje de Mariana de Althaus y dije: “¡Manya!, qué chévere que las mujeres puedan hacer esa chamba”.
—¿En qué momento la escritura comenzó a ganar más terreno en tu vida?
—Como a los doce años tuve mi primera computadora, de esas gigantes. La usaba para escribir sobre todo. Era lo que más me gustaba. Mi primera opción era estudiar literatura en San Marcos, pero mi familia no quiso. Todas mis decisiones han sido pequeñas locuras. Entonces, empecé a estudiar periodismo como mi plan B. Dije “Bueno, si no es literatura, será periodismo”, pero lo que yo realmente quería era escribir ficción. En realidad, yo no estaba enfocada en el periodismo.
—¿Cómo te diste cuenta de que el periodismo no era lo tuyo?
—Conocí a una amiga de otro colegio y, en el suyo, hacían teatro y, en el mío, no. Me dijo que asistiera como si fuese alumna del colegio y que le pidiese permiso al profesor, quien me aceptó. Entonces, yo iba por las tardes. Ganamos unos juegos florales y me pifiaron porque yo ni siquiera era alumna. Cuando terminé el colegio, este profesor me invitó a participar en una obra con unos chicos de San Marcos. Así me acercaba, cada vez más, al teatro. Luego, comencé a estudiar periodismo en la San Martín y también estaba inscrita en su grupo de teatro. En algún punto, me percaté de que estaba estudiando periodismo, asistía al grupo de teatro de la universidad y al grupo que tenía Leonardo Torres Descalzi en Miraflores. Todo al mismo tiempo. Mis horas, definitivamente, eran mucho más entregadas al teatro que a la universidad.
—Realizar tantas actividades en simultáneo debió dejarte exhausta…
—Sí, en segundo ciclo, falté a un examen de marketing para ir a un ensayo. Ahí me pregunté: “¿Qué estoy haciendo?”. Claramente, mi prioridad estaba en otro lado. Primero pensé en cambiarme de universidad. La Ruiz de Montoya había abierto un diplomado en Periodismo de Investigación. Entonces, dije: “Voy a pasarme a la Ruiz y a la Escuela de Arte Dramático (ENSAD) a la vez”. Me parecía que podía hacerlo, además de que hacía prácticas en la Defensoría del Pueblo. Era una locura estudiar en dos lados y hacer prácticas. Fue agotador. En un punto dije “algo tengo que soltar», y solté periodismo.
Así lo hizo, sin pensar mucho en las consecuencias. El periodismo estaba ya fuera de su radar. Aunque Rocío quiso mantenerlo en secreto, una clase de expresión corporal en la ENSAD terminaría por ponerle fin a la pequeña ficción que montó. Con el pie roto, fue imposible que su madre no sospechara de la decisión que su hija había tomado. Un año le duró la mentira…
Estudiar, escribir y crear lejos de casa
Gran parte de la carrera artística y profesional de Rocío ha transcurrido en el extranjero. Además de sus estudios en el Conservatorio del Centro Cultural Británico, la Escuela Nacional Superior de Arte Dramático del Perú y el Centro de Teatro Aranwa de Lima, ha ganado becas de estudio para importantes escuelas en ciudades como Madrid, Londres, Francia y Barcelona.
—¿Por qué decides viajar al extranjero?
—Escribir era doloroso para mí. Antes de irme, acababa de montar la primera obra que escribí, El canto del monstruo, dirigida por Daniel Amaru. Sentía que me estaba exponiendo. Era muy personal. Nadie sabía, pero yo sufría mucho. Y me fui a estudiar un máster de guion a Barcelona porque dije: “¡Quiero despersonalizar mi escritura!”. Fue mucho aprendizaje. No solo por las clases, sino por lo que implicaba alejarme de mi madre y mis amigos. Tuve que generar otras redes de apoyo, otros espacios. Luego me fui a Madrid a estudiar con Jorge Eines, maestro de actores. Cuando regresé a Lima, él me alentó a crear una escuela y con mi socia Vera Castaño comenzamos Tejido Abierto Lima. Ahora le agradezco un montón a la dramaturgia. Me ha dado la posibilidad de viajar para escribir, hacer residencias, conocer gente y encontrar lo que quiero decir. Para mí, escribir es buscar.
Rocío reconoce que Lima es una ciudad dura. En la que las flores crecen en medio del cemento. Cuando estaba fuera, leía mucho a Ribeyro. Sus reflexiones en torno al sentirse (auto)exiliado la estremecían. “¿Por qué me tengo que ir de mi país? ¿Por qué no puedo encontrar esto allá?”, se interrogaba en medio de la incertidumbre. Siempre le ha sido más complejo volver que irse. Quizá por eso, a veces, se atrapa en busca de alguna beca en el extranjero.
—¿Reconoces una influencia foránea en tu escritura?
—Creo que eso sí atraviesa mis obras. Mis personajes siempre quieren irse de donde están. Desde pequeña, he visualizado un mar y pienso mucho en cómo cruzar la orilla. Ahora lo manejo con más calma, me digo que hay que sembrar tomates, echar raíces…
—¿Cuál es la mayor dificultad que afrontas para el montaje de tus obras?
—Lo más difícil es buscar fondos. Antes yo gestionaba mis propias obras, pero no es sostenible a largo plazo. No tengo tanto dinero. Tampoco me gusta llamar a mis amigos para hacerlos trabajar gratis. Se trata de su tiempo y esfuerzo.
—Si se consiguen los fondos, ¿cuánto puede demorar la obra en montarse?
—No se tarda mucho, pero es necesario ser autogestor. Sé que tengo mis horas de escritura, creación, ensayo y…gestión, que es prácticamente todo el tiempo. Si escribo un monólogo, me la paso pensando qué hacer para que exista. Empiezo a socializarlo, a preguntarme sobre quién podría dirigirlo. Es organizar el proyecto en la medida en que los vas creando para poder alucinar que, en unos años, se monte. Requiere de mucha disciplina y consciencia de que no es inmediato, pero reconozco que ese tiempo de espera te da algo que no puedes conseguir de otra forma. Así seas brillante, darle tiempo a la creación es como sembrar una planta. Sin importar los fertilizantes que emplees, la planta se tomará su tiempo para crecer. La creación es así. Necesitas darle vueltas, equivocarte, volver a empezar y esperar.
No sabe bien si adoptó esa filosofía de vida porque vive en Perú y es la única manera de mantener los pies sobre la tierra. De lo que Rocío sí está segura es que asumir retos es preferible a vivir preguntándose por el qué hubiese sucedido. Optó por confiar en que los vientos están a su favor.

Un duelo con el duelo desde el teatro
El duelo, para Rocío, ha sido una de las mayores (re)lecciones de vida. A los ocho años, perdió a su padre. Y cuando, por fin, había entendido que su hermano mayor era su protector, también lo perdió. En abril, perdió a Atenea, la gata de sus días y sus noches. Al hablar de sus obras y su proceso de creación, no puede evitar recordarlos.
—¿El teatro te ha servido para afrontar el duelo?
—Sí, creo que la muerte es un tema que también atraviesa mis obras. De manera diferente, claro. Ver a mi hermano enfermo tanto tiempo y ver lo que es estar en un hospital público fue una pesadilla. Por eso, en casi todas mis obras hay alguien en hospitales o salas de emergencia. Mi hermano falleció cuando estaba embarazada, tenía dos meses y medio. Creo que yo tenía 22. El embarazo, para mí, fue una fortaleza. Lo tomé como un regalo de vida ante tanta muerte. No creo que tuve depresión postparto, pero sí duelo. Mi hija me acompañó, demostrándome vida. Es algo que todavía veo ahora que ya es una adolescente. No sé cómo habría sido mi reacción si no hubiera estado embarazada…
—A partir de estas experiencias, ¿en tus personajes hay algo de ti o te desvinculas completamente?
—De todas maneras. Hay cosas o deseos míos. De pronto, no lo que ocurrió, pero lo que yo hubiera querido. Últimamente, estoy dándoles a mis protagonistas más carácter. Uno que yo no tengo, necesariamente. Pienso en algo que me hubiese gustado y digo: “¡Ya, venga, le toca!”. Siempre hay un nivel de conexión con el protagonista, los personajes. Por ejemplo, en María Pizarro, obra en la que también actuaré, ocurre así. La primera mujer exorcizada del Perú. Yo tuve un rollo con el evangelismo de chibola. María Pizarro, que no tiene una madre evangélica, pero sí católica de la colonia, me atrapó mucho. A mí mi madre me parece un personajazo. Le he hecho 25 entrevistas, creo. “La palabra existe y transforma”, me dijo una vez. “Yo también la tengo”, pensé.
—Con tu regreso a la actuación consolidándose cada vez más, ¿qué pasará con la escritura y dirección?
—Se trata de un balance. Para montar mis obras, yo necesito dirigirlas. Creo que sacrifiqué un poco a mi yo actriz en ese proceso. Por mucho tiempo. Prioricé a mi yo dramaturga y directora. Empecé a dirigir obras que no eran mías y comenzaron a identificarme más como directora. En un punto, además, empecé a distanciarme voluntariamente de la actuación porque me sentía vulnerable. Quería más control y la dramaturgia y la dirección me lo daban. De pronto, dije: “Se acabó”. Primero, antes que todo, soy dramaturga. No necesito plata para escribir ni a nadie a mi alrededor. Lo haría pase lo que pase. Incluso si no tengo un lugar donde escribir. En mi cabeza. Ahora, diría que estoy volviendo a darle el valor y cariño a mi yo actriz. Siento que es un oficio que, a veces, se trivializa. A las actrices y actores. Cuando en verdad son maravillosos y tienen tanto que dar para la creación.

Siempre en escena. Es como Rocío disfruta encontrarse. Desde practicar pole fitness hasta entretenerse escribiendo un monólogo. La fuerza de sus pensamientos la asalta y le encanta. “Escribir es mirar”, concluye decidida. Con talleres como “Hagamos un drama”, busca que mediante la dramaturgia lo que se ha mirado –y lo que no– encuentre un lugar. El café se terminó, pero Rocío todavía sonríe.