Durante años, su forma de sobrevivir fue callar. Hace dos, decidió levantar la voz. En su libro De silencios y otros ruidos (2022) habla sobre su padre, Rafael Salgado Castilla, un militante de la agrupación terrorista MRTA que fue asesinado por el Estado en 1993. Callar se había vuelto una carga muy pesada. Testimoniar, una necesidad. Pero más allá de una historia marcada por ser un ‘hijo de la guerra’, ¿quién es Rafael Salgado Olivera?
Esta entrevista fue elaborada en el curso Taller de Crónica y Reportaje, dictado por el profesor Mario Munive.
Por Valeria López
Rafael, ‘Rafo’, se encuentra en Bruselas, Bélgica. Vive allá desde 2017. Nos separan miles de kilómetros y diferentes zonas horarias. Pero algo nos une: una historia compartida que él experimentó en primera persona y de la que yo solo he oído hablar. Como tantos otros, quienes nacimos en este siglo hemos escuchado poco o casi nada sobre el conflicto armado interno*. Hay que ser autodidacta: nadie quiere hablar sobre una historia de violencia.
A este tabú se suma que el número de quienes (realmente) han sido escuchados son una minoría. Hay voces sobre las que pesa más el estigma, otras que son silenciadas y excluidas. La memoria, sus memorias, incomodan. Sin embargo, cada vez se van integrando más interlocutores a una conversación que fue relegada del espacio público durante muchos años.
El testimonio de Salgado, compartido en su libro De silencios y otros ruidos (2022), se incorpora a los diálogos iniciados por voces como la de José Carlos Agüero en Los rendidos (2015) y Renato Cisneros en La distancia que nos separa (2015). Hablan los hijos de quienes fueron actores en el conflicto. Hablan los hijos de la guerra.
—Una parte de tu identidad está ligada a ser hijo de tu padre. ¿Cómo asumes este vínculo?
—Creo que depende mucho del contexto. En Perú, esa identidad cobra fuerza: todo lo que haga o diga está permeado por ella. Condiciona mi cotidianidad. Esto se agudizó a medida que fui un personaje más público. Sobre todo en redes sociales, donde expreso abiertamente que mi padre perteneció al MRTA. Las personas rápidamente van a hacer alguna referencia a mi historia familiar.
—Tu libro se suma a los de José Carlos Agüero y Renato Cisneros. ¿Qué diferencias y semejanzas encuentras con sus testimonios?
—Hay emociones compartidas, pero la diferencia sustancial es que mi punto de partida no es la vergüenza. Yo no crecí con vergüenza de mi padre. Yo crecí en un país que no me permitía elaborar la historia de mi papá tranquilamente. Agüero es una persona a la que estimo mucho, pero él parte de ahí. Aunque sí, ambos experimentamos emociones similares como las distancias y los silencios.
Rafael Salgado Castilla, a quien desde ahora llamaremos ‘el padre’, fue más que un militante del MRTA. Nació en Lima pero creció en Huacho. Desde joven participó activamente de la vida religiosa: quería ayudar a otros y mejorar sus condiciones de vida. Para su hijo, “fue la fe cristiana la que definió el camino que escogió”. A los 17 años, el padre se mudó a la capital para estudiar Economía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Conoció a Carmen, ‘la madre’ y pronto tuvieron a ‘Rafo’, el hijo: ambos tenían 20 años. Aun así, la vida política era importante para ‘el padre’, quería confluir la religión cristiana con la lucha política.
Eran los años ochenta. Los movimientos guerrilleros estaban en auge en Latinoamérica e inspiraban a miles de jóvenes que querían cambiar el mundo. La vida cristiana no se quedaba al margen: la teología de la liberación unía sus valores con la participación política en pos de estos cambios. En este contexto, ‘el padre’ se acerca al MRTA y empieza a militar dentro de él.
17 de abril de 1993. Efectivos de la División de Investigación de Secuestros (Divise) de la Policía Nacional detienen a Rafael Salgado Castilla. Lo torturan y luego lo asesinan. Su hijo tenía 9 años. El caso es emblemático: el único donde se puede comprobar una muerte por tortura en la Divise-Lima. Han pasado 31 años y ninguno de los acusados ha sido sancionado.
—¿Por qué sigues luchando contra la impunidad?
—A nivel personal, lograr algo de justicia sería muy importante para mí y mi familia. A nivel colectivo, denunciar y contar es una forma de luchar por estos cuerpos que nadie quiere defender. La impunidad de las violencias ejercidas sobre quienes formaron parte de Sendero Luminoso o el MRTA funciona como una suerte de pedagogía del terror donde quienes son llamados ‘terroristas’ pierden sus derechos. En todo el mundo se justifica matar al ‘terrorista’, véase el caso de Palestina. Mi lucha es intentar romper con esa verdad. Mi intención es que el Estado reconozca que los derechos humanos sean realmente para todos. A mi papá le correspondía ser apresado y juzgado, no torturado ni asesinado. Lamentablemente, para muchos hablar de derechos humanos de integrantes de movimientos subversivos es un sinsentido.
En su libro, Rafael cuenta que inicialmente ver a su padre como un héroe que murió por sus convicciones lo ayudó a aceptar la pérdida. Después, esta visión se volvería una dificultad para procesar sus emociones y la relación con su progenitor. Empezó a cuestionarse y a esbozar algunas respuestas: “Me tomó muchos años aceptar que la sensación de ausencia y abandono no se debe solo al hecho de que lo mataran cuando yo tenía 9 años. Esto comenzó antes, desde que su militancia terminara siendo lo central en su vida”. No obstante, también reconoce que su papá hizo todo lo posible por estar presente en su vida e intentó conjugar paternidad y militancia.
—En Del silencio y otros ruidos (2022) intentas rescatar la figura de tu papá como sujeto político y como tu progenitor. Señalas que es clave contextualizar. Teniendo en cuenta que en nuestro país hay heridas abiertas, ¿qué tan difícil es esto?
—Básicamente imposible. El poder de la articulación economía, política, militares y clero es demasiado fuerte. Ellos marcan la hegemonía del discurso. En América Latina está sucediendo algo peligroso: se pasa de negar que ocurrió el terrorismo de Estado a reivindicarlo. El discurso de derechos humanos se está debilitando. Yo intento aportar otra forma de ver el conflicto a partir de mi historia. No soy el único pero sí de los pocos que han publicado. Mis reflexiones se nutren del diálogo con compañeros y compañeras que no hablan en la esfera pública.
—También hablas sobre tu madre. ¿Cómo forma parte de tu identidad?
—Ella es una pieza fundamental en mi vida. Se quedó a mi lado siempre, en parte por decisión, en parte por el machismo de la época. Esto no anula su decisión de estar conmigo. Mi mamá viene de una generación muy politizada que quería transformar la realidad. Ella militaba en un partido pero cuando se volvió madre lo entregó todo por sus hijos. Tuvo errores y aciertos, como cualquiera. Durante mucho tiempo fue el centro de mis reclamos: la responsabilizaba por las violencias que viví. Mucho después y desde el feminismo, empecé a reevaluar lo que significaron para ella los cambios que tuvo que enfrentar.
Más que un hijo de la guerra
El asesinato de su padre desencadenó una serie de violencias en la vida de Rafael. Sin embargo, durante mucho tiempo no habló sobre ellas. Callar era una forma de sobrevivir pero también una carga. Finalmente, en 2017, Rafael denunció públicamente en redes sociales que fue abusado sexualmente por Juan Borea Odría, director del colegio Héctor de Cárdenas. A partir del caso, otros estudiantes compartieron sus testimonios de violencia. Las denuncias fueron archivadas. Según la legislación de entonces, habían prescrito. Aun así, estos testimonios aportaron a que el Congreso modificara en 2018 el Código Penal para declarar imprescriptibles los delitos de abusos sexuales.
—Eres un sobreviviente. ¿por qué decidiste contar tu testimonio?
—Se podría decir que soy un sobreviviente. Yo todavía no sé cómo se define uno después de que has vivido un acto de violencia. En un inicio yo no nombraba como abuso sexual lo que me sucedió de niño. Cuando mis amigas me empezaron a contar sus propias experiencias de violencia pude catalogarlo. Pero el detonante fue la necesidad de parar de quejarme y culpar a mi mamá por lo que viví. Tuve la posibilidad de estar rodeado de personas que me dieron fuerza y contención. Luego, le di a mi denuncia un sentido más colectivo: que no le suceda a otros. No obstante, como ya dije, fue principalmente la necesidad de sacar algo que me pesaba y no me permitía avanzar.
‘Rafo’ lleva siete años viviendo en Bélgica. Trabaja en ITECO, una ONG que promueve la cooperación con países del sur global, a los que se considera en vías de desarrollo. En dicha institución, él se encarga de organizar talleres sobre ecología, feminismo y colonialidad desde la perspectiva de la educación popular, una pedagogía que propone un proceso de aprendizaje participativo y emancipador.
Aunque estudió Ingeniería Química, ha encontrado en este trabajo su pasión: “En Cuba me formé como ingeniero pero también conocí la educación popular. Lo técnico y lo ambiental están ligados con territorios y sociedades. Uno no puede hacer nada técnico sin pensar en cómo va a impactar en las personas”.
—Los silencios, el ‘terruqueo’… ¿la situación cambió cuando viajaste fuera del país? ¿Encontraste mayor libertad?
—Creo que incluso al salir de Lima, una ciudad conservadora y ‘terruqueadora’, ya sentía más libertad. Pero sí, mi primera experiencia en el extranjero estudiando en Cuba me llevó a elaborar mi historia lejos del estigma y ‘terruqueo’. En Bélgica, por otro lado, lo relaciono a que soy un ‘equis’. No ser alguien conocido me permite construirme, presentar lo que quiero presentar. Acá hago muchas cosas. No solo hablo sobre memoria. También sobre extractivismo, territorio, educación popular o simplemente paternidad. Creo que todos deberíamos tener derecho a ser más que la identidad que se nos asigna por ser hijos de nuestros padres. El derecho a existir libremente.
—¿Quién es Rafael Salgado Olivera?
—Es algo que también me pregunto. Actualmente soy una persona de 40 años, padre de un hijo y una hija. Me encanta vivir intensamente, a veces mucho. Cuando estoy muy calmado busco cómo generar intensidad. Una persona que ha vivido cosas muy duras en la vida que condicionaron los caminos que tomó.
Trascender en la memoria
—Cada vez aparecen más productos culturales relacionados con la memoria del conflicto. Para Enzo Traverso o Juan Carlos Ubilluz, muchos de estos son pensados o consumidos solo como mercancías. ¿Qué opinas de este nuevo panorama?
—Creo que es muy político despolitizar la memoria. Buscan hacerte sentir que se trata de una cosa del pasado y no algo que se repite en el presente como otras formas de violencia. Además, mucha de esta producción memorial tiene un discurso único bajo la lógica del monstruo de Sendero Luminoso y el Estado que comete excesos. Esto está muy desligado del factor económico: la guerra como un motor para la introducción de políticas neoliberales relacionadas con el extractivismo, el narcotráfico, etc. Hay toda una lógica económica que queda relegada cuando solo se toma en cuenta el discurso memorial centrado en las víctimas.
—¿Qué esperabas aportar al publicar tu libro?
—Al principio tenía nervios por aparecer públicamente pero no pasó gran cosa. No podría decir qué impacto ha tenido. Me quedo con una frase de Laura Arroyo en la presentación de mi libro en España: “Nosotras las feministas siempre decimos ‘Cuánto patriarcado tengo en el cuerpo’. Después de leer el libro de Rafael digo: ‘Cuánta verdad oficial tenía en el cuerpo’”.
—Eres padre, ¿cómo ha sido esta experiencia y de qué forma le hablarías a las nuevas generaciones sobre la guerra interna?
—Cuando me enteré de que iba a ser papá me llené de angustia pensando en cómo le iba a contar a mi hija la historia de su abuelo. Mi psicólogo me dijo que esa respuesta la buscaba más que para ella, para mi niño interior: cómo explicarle todo lo que vivió. A mi hija le permito preguntarme lo que desee y le respondo de acuerdo a su edad. En general, creo que necesitamos tratar de entender por qué llegamos a momentos donde las personas ven la violencia como una vía. No solo para aproximarnos al pasado, sino porque entender esa violencia nos permite luchar contra las que actualmente se están generando. Finalmente, pensar la violencia de forma global y más allá de los actores armados: las familias, las instituciones, la sociedad entera fueron atravesadas por diferentes violencias.
*Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), el periodo de conflicto armado interno (1980-2000) involucró el enfrentamiento de principalmente tres actores armados: Sendero Luminoso, el MRTA y el Estado peruano. Los tres violaron derechos humanos.