Magaly Blas terminó el colegio a los 14 años y acabó la carrera de Medicina a los 22. Luz Gómez era una de las 5 mujeres de una promoción de 100 alumnos que estudió Agronomía. Silvia Ponce fue presentada por los medios como una de las científicas más reconocidas del país. Las tres investigadoras fueron ganadoras del Premio L’Oréal Por las Mujeres en la Ciencia, pero para merecer esta distinción tuvieron que luchar por el respeto que se merecen. Estas son sus historias y Alizon Rodríguez, socióloga especialista en género y ciencia, las acompaña en este recorrido.
Cuenta la leyenda que entre los siglos XV y XVI en Europa existían seres sobrenaturales con poderes inimaginables. Los hombres no entendían cómo realizaban sortilegios de todo tipo y por miedo a sus insospechadas facultades las cazaban y quemaban en la hoguera. Se susurraba que eran criaturas mágicas que no creían en la Iglesia Católica, que fraternizaban con el demonio en sus aquelarres y musitaban hechizos bajo la luz de la luna con un caldero burbujeante y un sombrero negro y triangular.
Pero al remover el encantamiento de este relato se puede llegar a una conclusión que la historia androcéntrica quiso esconder bajo siete candados: las pociones que preparaban no servían para maleficios, eran ensayos químicos con fines curativos, y las criaturas no eran brujas, eran las primeras mujeres que se interesaban por el conocimiento científico.
¿Por qué se torturaba hasta la muerte a las mujeres en la Edad Moderna? “Eran figuras sabias que habían accedido al conocimiento de manera clandestina y hacían uso de la razón para cuestionar los dogmas católicos”, explica la socióloga Alizon Rodríguez, docente universitaria y experta en género y ciencia. En ese entonces, desde la mirada patriarcal, se asumía que las mujeres carecían de pensamiento racional y que estaban dominadas por lo emocional. Su incursión furtiva en las ciencias era considerada un delirio digno de castigarse en la hoguera. Pero para la fortuna de la humanidad, esta herejía perdura hasta el día de hoy en los laboratorios de investigación científica.
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Para combatir la discriminación de género en el mundo científico, en 1998 se creó el “aquelarre moderno” llamado Premio L’Oreal Unesco Por las Mujeres en la Ciencia, iniciativa que cada año premia a cinco investigadoras de todo el mundo por sus avances en el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la innovación tecnológica.
La Dra. Silvia Ponce fue una de las ganadoras de este reconocimiento en el año 2016. Su proyecto de procesamiento de desechos agrícolas para la obtención de combustibles que puedan ser utilizados en las cocinas de zonas rurales andinas, con menor impacto ambiental doméstico, fue valorado en su real magnitud por el jurado que otorga este premio.
Silvia Ponce, especialista en nanomateriales, de 53 años, revela que no esperó ganar esta distinción. “Fue gratificante recibir este premio, no solo porque reconocen mi trabajo, sino también porque destacan la labor de la mujer”, afirma la científica.
Su pasión por la química empezó cuando era pequeña y su papá sintonizaba un programa de radio sobre los avances científicos de la época. El ser humano ya orbitaba por la luna y la aparición de internet estaba cada día más cerca. “Yo tenía un kit de laboratorio con elementos reactivos y las cosas que explotaban me parecían espectaculares”, recuerda Silvia.
Esa curiosidad se potenció cuando en 1988 ingresó a la especialidad de Química de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Silvia recuerda su facultad como un espacio en el que había más mujeres que hombres. Alizon Rodríguez explica que el predominio de las mujeres en esta rama profesional no debería causar sobresalto. La Química, junto con la Ingeniería Industrial, son las dos ramas ‘feminizadas’ de las ciencias. “Es curioso que justo las carreras profesionales donde hay más mujeres sean soslayadas por las otras ramas de la ciencia, que las consideran cualquiercosa”, advierte la especialista.
Luego de haber obtenido un Doctorado en Ciencias Químicas en la Universidad Autónoma de Madrid y un Posdoctorado en Berlín, Silvia supo que era el momento ideal para tener hijos. Ella recuerda que dejó de trabajar por unos años hasta que Nicolás y Sofía pudieran ir al nido.
La científica rescata que la labor de cuidar a los hijos era compartida de manera equitativa con Juan, su esposo. Lo conoció luego de sus estudios doctorales, cuando ella enseñaba en una maestría en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), y fue inevitable ignorarlo: “Yo estaba dictando clase y un día él entró a mi salón advirtiendo que se equivocó de aula, mis alumnos estaban muertos de risa. Después admitió que lo hizo solo para conocerme”, sonríe Silvia, mientras relee su caja de recuerdos.
El caso de Silvia Ponce es excepcional. Ella recuerda que en su familia nunca hubo una diferenciación entre los roles que se asignaban a las mujeres y a los hombres. Para ella no existieron las trabas de género, pero eso no le impidió salvarse de comentarios despectivos. En un congreso al que fue para presentar su tesis de licenciatura un investigador de mayor edad levantó la mano y empezó su pregunta con un “Niña, a ver…”. Silvia sintió que la estaban rebajando.
Alizon Rodríguez señala que estos prejuicios sexistas son reforzados en las carreras universitarias de ciencias. La socióloga evidencia lo que muchos pasan por alto: “La publicidad en los medios sobre las carreras científicas y técnicas siempre está relacionada a los hombres”, lo cual refuerza el arquetipo de un “científico”.
-¿De dónde surge la idea de que las mujeres no son capaces de desarrollar conocimiento científico?
Alizon Rodríguez se remonta a la creación de la parábola bíblica de Eva y Adán. Ambos están en el paraíso y es la figura femenina la tentada por el demonio para comer la manzana prohibida. “Se afirma que el conocimiento era ajeno a la feminidad, pero en realidad, la manzana mordida es un símbolo de la curiosidad y fueron las mujeres las primeras en acceder al conocimiento”, sostiene la especialista.
La tendencia a excluir a las mujeres del saber científico se acentuó en la Edad Media, cuando los monjes, ‘preservaban’ en manuscritos escritos en latín, y acumulados en monasterios, el conocimiento, la historia y la cultura. Además de los sacerdotes, sólo los nobles (hombres blancos y poderosos) podían acceder a estos saberes. Pese al gran salto histórico que significó la Revolución Francesa, en 1789, esta gesta no derivó en el reconocimiento de derechos para las mujeres. Ellas no calificaban como ciudadanas porque se creía que no tenían control de sus emociones y, en consecuencia, tampoco controlaban su cuerpo.
Estas creencias han subsistido a lo largo del tiempo y formularon la narrativa de que la mujer es patrimonio de otros. La Dra. Luz Gómez, agrónoma, de 73 años, y ganadora del premio L’oreal Unesco en el 2010, ejemplifica este comportamiento en las aulas de la Universidad Nacional Agraria La Molina.
Antonio y Maximiliana, los padres de Luz, eran agricultores. Cultivaban cereales y granos nativos en una finca en Andahuaylas. El interés por conocer más sobre la forma cómo sus padres se ganaban la vida se potenció con el tiempo, y cuando llegó el momento de elegir, ella orientó su vida hacia un solo objetivo: encontrar algo que pudiera mejorar los cultivos y la agricultura en el sur andino.
Luz tenía 17 años y en 1964 había llegado a Lima para estudiar Ingeniería Agrícola. La científica, que hizo una maestría y un doctorado fuera del país, recuerda con vivacidad: “Mi papá me decía, ‘Luz, tú tienes que trabajar y tener independencia económica porque la mujer no tiene que sujetarse al esposo”, un consejo que la mantuvo esforzándose para ser la mejor de su clase.
Entre los 100 estudiantes de su promoción, solo 5 eran mujeres. En los 10 semestres de estudios solo tuvo una profesora mujer. Luz no se sintió intimidada por los hombres porque sabía que tenía la suficiente capacidad intelectual para competir y destacar. Además, creció en una familia formada por 9 hermanos, 7 de los cuales eran hombres.
-¿Cómo recuerda su paso por una universidad llena de hombres?
-Llegar tarde a un salón de 100 alumnos era lo peor que podía pasarle a una chica, oías todo tipo de piropos. Como éramos solo 30 mujeres en toda la universidad, teníamos una atención preferencial. En el comedor nos daban el almuerzo primero porque se escuchaban silbidos en la cola. En el bus los cuatro asientos de adelante los dejaban libres para las chicas. La universidad nos protegió muchísimo del hostigamiento.
Luz revive sus historias y destaca una situación inquietante: Ella entró a la universidad y un profesor separó al reducido grupo de mujeres del resto. Les advirtió que tenían que atenerse a las consecuencias de querer estudiar una carrera donde prevalecían los hombres: su esfuerzo debía ser el triple.
El prejuicio machista
Alizon Rodríguez advierte que en ocasiones se asumen las características biológicas de las mujeres como un obstáculo para la ciencia. «Me han dicho que las mujeres son muy complicadas porque necesitan un baño. Que en la menstruación se ponen de mal humor. Y si se quedan solteronas está mal visto, como si el tener o no familia es parte de su mandato», señala la especialista.
Al revivir esos días puede escuchar los rumores que circulan en los pasillos: las mujeres solo entraban a la Universidad Agraria para buscar marido. Este prejuicio machista la impulsó a querer demostrar que en la lucha permanente de las mujeres por acceder al conocimiento científico sí se puede ganar.
“Los hombres aceptan a otros hombres sin dudar si son capaces o no, pero las mujeres tenemos que demostrarlo”, señala Luz Gómez.
La ingeniera agrónoma resalta con orgullo su investigación premiada: “Estudio de la respuesta al estrés salino en quinua e identificación de los mecanismos de tolerancia”. Para ella lo importante no fue tanto la satisfacción personal, sino asegurar que sus investigaciones tengan un impacto social: “He tenido la oportunidad de entregar a los agricultores variedades de trigo, de cebada, de quinua y de kiwicha. Desde hace 20 años estoy a cargo del programa de cereales de la universidad, y al principio era difícil conseguir fondos para seguir investigando”, refiere.
Ciertamente, no todas las científicas tienen la oportunidad de conseguir recursos para financiar una investigación. Y cuando se es madre investigar es más difícil. Para las mujeres resulta todo un desafío hacer investigación durante los primeros años de crianza de los hijos. “Lo que ocurre es que una mujer dedicada a la ciencia tiene que publicar artículos académicos dos o tres veces al año. Necesitas mucha exposición y eso se toma en cuenta cuando juzgan tu trabajo, y publicar es una competencia”, explica Alizon Rodríguez.
La socióloga aclara que la mayoría de científicas que son madres cuidan de los hijos, por lo que tienen que dejar de investigar y, en consecuencia, abandonan la producción académica. “Aquellos que financian una investigación esperan que exista un equilibrio entre la vida profesional y la vida personal, pero eso no es posible en el caso de todas las mujeres que tienen hijos y se dedican a la investigación”, explica.
-¿Cuál es el factor que impide que las mujeres científicas sigan adelante con sus investigaciones cuando se convierten en madres?
-La mayoría debe dedicarse a los hijos o en ellas recae el cuidado de sus padres u otros adultos mayores en casa, y no tienen tiempo para la investigación. Eso no suele ocurrir en el caso de los hombres, ellos siguen investigando. Por tanto, las condiciones de competencia no son iguales. Las mujeres están en desventaja.
Como no hay una política afirmativa para apoyarlas en este proceso, ese periodo postnatal es visto como un “hueco” en la carrera científica y profesional de muchas mujeres.
La cultura androcéntrica
Las políticas afirmativas son iniciativas que ayudan y promueven investigaciones realizadas por mujeres. Algunas científicas se niegan a recibir esta ayuda porque creen que no la necesitan. Rodríguez entiende que esto se debe a que son las mismas mujeres las que ignoran que existe un desnivel en la competencia, pues tienen la cultura androcéntrica muy arraigada en sus pensamientos.
Consciente de las dificultades que debe afrontar una investigadora cuando decide ser madre, Magaly Blas, planeó junto al padre de sus hijas tener a Silvana y Ariana, a los 33 y 35 años, respectivamente, cuando ya era médica titulada por la Universidad Peruana Cayetano Heredia y doctora en salud pública por la Universidad de Washington, Estados Unidos. Magaly es ganadora del premio L’oréal-Unesco-Concytec en el 2016, por su trayectoria como investigadora y su contribución social con el proyecto Mamás del Río.
“Era médica y tenía la licenciatura, la maestría y el doctorado, pero después de que nació mi hija me di cuenta que no podía competir. La lactancia consumía mi tiempo, era como un trabajo a tiempo completo. Es imposible publicar a la misma velocidad cuando tu mente está en otro universo. Hay tanta literatura que estar un año fuera de la investigación académica es como si pasaran 20 años en la vida normal”, explica Magaly Blas.
Magaly tenía 14 cuando terminó el colegio, cuando estaba en primer grado la adelantaron un año porque Carmen, su madre, sentía que su hija sabía más que el resto. Postuló a la Cayetano Heredia para estudiar medicina e ingresó en 1995, a los 15 años. Gracias a la disciplina que su madre le inculcó desde pequeña y a las habilidades de concentración que la natación competitiva le brindó, dedicó 8 años a sus estudios y terminó la carrera a los 22 con honores: ocupó el segundo puesto de su promoción.
La familia de Magaly es de Ancash, departamento que ella solía visitar debido a que su madre era ingeniera y trabajaba en proyectos sociales, como la construcción de escuelas y postas médicas en zonas rurales de bajos recursos. Esta fue una experiencia crucial para Magaly. Luego, cuando era estudiante universitaria, y debía visitar comunidades amazónicas, se activaron los recuerdos de la infancia y se dio cuenta que su misión estaba en el campo, no en un consultorio en la capital.
“Yo quería trabajar más en las comunidades, con poblaciones y no solo con individuos. Quería promover la salud y no solo curar la enfermedad, por eso decidí dedicarme a la salud pública. Entonces mi mentora me recomendó para una beca de maestría y luego un doctorado en salud pública en la rama de epidemiología en la Universidad de Washington”, relata Magaly.
Sus conocimientos sobre la vida de las mujeres en las áreas rurales y su experiencia en maternidad la impulsaron a crear el programa Mamás del Río. “Esta iniciativa busca mejorar la salud materna y neonatal en zonas rurales a través de una intervención que consiste en el entrenamiento de agentes comunitarios, parteras y personal de salud que usa tecnología”, explica Magaly. Ahora espera que el Estado ayude a desarrollar este proyecto en otras zonas rurales del país y que Mamás del Río se pueda extender a países vecinos que comparten el mismo desafío.
Así como Magaly, Silvia, Luz y Alizon, las brujas que murieron en la hoguera también querían revolucionar el mundo. Fueron presentadas como aberraciones perversas de la noche, que nacían de la oscuridad y danzaban por los aires nebulosos con una escoba. Durante siglos nadie escribió sobre la perseverancia de estas mujeres, su empeño por seguir adelante con sus ideales y prácticas, su interés por la experimentación y el descubrimiento científico. Así como las investigadoras de hoy, mujeres que no se dejaron quemar por los prejuicios y la discriminación, y decidieron tomar las riendas del mundo de la ciencia con ambas manos. Antes eran cazadas y ahora son premiadas, una metamorfosis en la historia que sí debería estar incluida en los cuentos.