Fue ministro de Justicia, secretario general de la Fiscalía de la Nación, candidato presidencial y líder de un partido hoy extinto. Reclama la autoría de la debacle del fujimontesinismo. Cada cierto tiempo lucha por no quedar en el olvido. Aquí la crónica de la reciente y fallida incursión electoral de Fernando Olivera.
Por: Miguel Loayza
Portada: perú.com
La Plaza de la Bandera luce apacible y oscura. Son las 9 y 45 de la noche. Las personas que transitan por aquí pueden contarse con facilidad. Son doce, pero ninguna viene a escuchar al hombre que asestó el golpe mortal al régimen de Alberto Fujimori.
Según la nota de prensa, aquí y ahora, Fernando Olivera cerrará su segunda campaña presidencial. De pronto, se estacionan dos camionetas. De ellas bajan ocho personas. Una lleva una escoba de bruja. Luego llegan dos grupos más: todos se juntan y toman la vereda frente al colegio 10 de Octubre. Buses por cuyas ventanas desbordan banderas blancas con estrellas rojas asoman por la calle Pantoja Castillo. Son las portátiles apristas. Retornan a sus bases luego del mitin de cierre de Alan García en el óvalo de la avenida Brasil. Observan con curiosidad a los seguidores de Olivera. “¡Apristas! ¡Jodan, jodan!”, grita uno de ellos. “¡Popy presidente, Popy presidente!”, claman los demás.
– ¡Ya llega Popy! – vocifera un muchacho.
Treinta segundos después de que la caravana aprista se pierde, como en un acto calculado, aparece Fernando Olivera sobre la tolva de una Toyota Hilux forrada de banderas y almanaques. El polo morado cubre su torso grueso y su abdomen abultado. El pelo es abundante, como en sus años mozos, pero completamente blanco. Lleva, incólume, esa sonrisa que contrasta con un ceño siempre fruncido. A esa distancia no se puede ver la característica cicatriz que une su nariz y su labio superior.
Olivera al fin baja de la camioneta. Todos se agrupan en torno al líder y forman una especie de callejón. ‘Popy’ sabe que esos veinte individuos no son suficientes para armar la fiesta de cierre electoral. Pero son los costos de una campaña como esta, la más austera que ha tenido.
“Antes no me enteraba de los asuntos económicos. Pero esta vez debí preocuparme de hacer chanchas para ir a provincias o de que no me cortaran la luz”, nos diría Fernando Olivera más tarde.
Pero ahí, frente a la Plaza de la Bandera, su mirada busca micrófonos, algún tumulto improvisado, no ya de seguidores sino, aunque sea, de meros curiosos. Mira insistente hacia el centro de la plaza. Siguen las mismas doce personas de hace unos minutos. Entonces parece comprender: ese otro grupo no está ahí para arengarlo en su cruzada contra la corrupción. Tampoco hay una sola cámara de televisión. ¿Cómo es la política? El domingo 3 de abril Fernando Olivera fue tendencia en Twitter luego del debate presidencial. Pero así es la política: ahora le hace morder el polvo. Así que ‘Popy’ guarda su escoba, sonríe desafiante e hincha el pecho como el hombre que en el fondo se esperaba todo.
– Sigamos con la caravana. Suban a los carros. Vámonos, carajo.
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En la avenida Colmena, a dos cuadras de la Plaza San Martín, unas 30 mil personas abarrotan las vías en doble sentido. Han pasado dos días desde el debate presidencial en el que estuvo cara a cara con uno de los principales antagonistas de su vida política, Alan García. Y ahí, en medio de las protestas ciudadanas contra su otro gran enemigo político, el fujimorismo, Fernando Olivera es alzado en hombros. El recuento de las acusaciones históricas contra el ex presidente, lanzadas como quien recita un poema en televisión nacional, le ha valido un cariño que –está convencido– no es pasajero, sino la consecuencia imperecedera de una trayectoria de servicio al país.
“Siempre hemos tenido respaldo, como puedes ver aquí, pero el debate fue una oportunidad para que la gente se entere de que estamos postulando”, aseguraba Fernando Olivera.
Le había pedido a sus colaboradores que evitaran cualquier muestra de entusiasmo durante la marcha por el 5 de abril, pero, una vez en hombros de los espontáneos, se le hace inevitable entregarse al agasajo.
La gratitud de la gente es esquiva y efímera, como el poder que te otorga. Antes de iniciar su autoexilio, en 2006, su imagen se había desplomado junto a la credibilidad de su aliado político de entonces, Alejandro Toledo. En esos días llegó a preguntarse si lo que había hecho en política había valido la pena. Por eso es posible que, ahora en la avenida La Colmena, ya no recuerde lo que era recibir la gratitud de una muchedumbre entusiasmada. Por eso parece aferrarse al momento.
La carrera política de Fernando Olivera se remonta a 1984, cuando en la ribera del río Mantaro, en Pucayacu, a 20 kilómetros de Huanta, Carlos Valdez Medina, periodista de “La República”, encontró fosas comunes. Fernando Olivera, secretario general de la Fiscalía de la Nación, encabezó la comitiva encargada de exhumar los cuerpos de cincuenta campesinos asesinados. Entonces tenía 26 años.
La prensa quiso difundir de inmediato las fotos registradas de la exhumación. Sin embargo, el joven secretario de la fiscalía no lo permitió, alegaba que era un secreto de Estado. Ya entonces estaba forjando el perfil que se le conocería luego como actor político: impetuoso y confrontacional. De su temperamento hay ejemplos de sobra: en los ochenta, cuando era diputado, acusó de recibir coimas a Rómulo León, ministro de Pesquería del primer gobierno aprista. Enfurecido, León atravesó el hemiciclo del Congreso, quería golpearlo, pero fue detenido a tiempo por otros parlamentarios. Solo consiguió jalarle el cabello.
Olivera era el diputado más joven del Movimiento Convergencia Democrática. En esos cinco años, a base de polémicas con los funcionarios de gobierno, cultivó una popularidad que lo llevaría a ser el diputado más votado en la campaña de 1990. Sus discursos eran incendiarios, su voz, nasal e inconfundible y su perfil, excéntrico. Ahí nació el mítico Frente Independiente Moralizador (FIM).
A esta época se remonta el sobrenombre de ‘Popy’, que llegó por una imitación del cómico Carlos Álvarez, inspirada en el payaso venezolano Diony López, con quien Olivera compartía un peculiar (ridículo, dirían los más sinceros) corte de cabello. “Yo me llamaba Fernando y tú me cambiaste el nombre”, le diría una vez Olivera a Carlos Álvarez. Con el transcurrir de los años, él mismo se encargaría de convertir a ‘Popy’ en una marca personal.
LA CAÍDA DEL RÉGIMEN
Era el 14 de setiembre del 2000. En el Hemiciclo del Congreso un joven Luis Iberico, congresista del FIM, se acerca a Olivera y lo lleva a un lado. Cubriéndose la boca, para evitar que le lean los labios, le habla al oído. Germán Barrera Inany, recordado años después como ‘El Patriota’, le había ofrecido un video en el que se veía a Vladimiro Montesinos sobornando al congresista Alberto Kouri para que se pase a las filas oficialistas.
¿Qué fue lo primero que pensó en ese momento?, le pregunto: “Que teníamos que actuar rápido”, responde. “¿Si tuve miedo? No –prosigue–. El primer fiscal de la Nación, Gonzalo Ortiz de Zevallos, me dijo una vez: ´Fernando, ni siquiera la vida está por encima del deber de servir al país”.
El empresario Francisco Palacios Moreyra, familiar político de Gonzalo Carriquiry, secretario general del FIM, les prestó US$ 100 mil para comprar el primer ‘vladivideo’. Luego de hacer cuatro copias de seguridad, la dirigencia del partido convocó a una conferencia de prensa para difundirlo.
“La Marcha de los Cuatro Suyos no derrocó al gobierno de Fujimori. Fue el ‘vladivideo’ que emitimos el que lo tumbó”, afirma Olivera con convicción.
En los años posteriores, la hazaña del ‘vladivideo’ le traería un capital político que el propio Olivera se encargaría de dilapidar: Fue ministro de Justicia de Alejandro Toledo y, más tarde, canciller de la República por unas horas. Así saboreó el poder después de tanto combatirlo.
Pero la noche del último 5 de abril, mientras participaba en la marcha No a Keiko, nadie le recordó el portazo que le asestó a una periodista radial; nadie le recriminó el “Cállese la boca” contra un reportero que hacía preguntas incómodas; nadie le mencionó aquel gesto obsceno, mostrando los dos índices, que le dedicó a la prensa que lo esperaba al salir de una reunión partidaria. Esa noche Fernando Olivera era el hombre que había desnudado en el debate al imbatible coloso aprista.
“Mis rivales han caído, yo sigo de pie. Y por eso vamos a derrotarlos. Es como la historia de nuestros héroes, ¿no? Grau, Bolognesi, todos ellos peleaban sin importar la adversidad”, asegura con optimismo conmovedor.
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Pero volvamos a la noche desierta en la Plaza de la Bandera. Olivera me pregunta desafiante. “¿Lo ves? ¿lo ves? Es lo que yo decía”. Desde su Toyota Hillux devuelve los saludos a quienes lo reconocen. “¡Estas son las verdaderas encuestas! No estábamos locos, ¿no?”, agrega, antes de que la luz del semáforo cambie a verde. Algunos se acercan y estrechan su mano y le dan aliento, otros lo obligan a bajar para la fotografía respectiva. Un par de chicas que pasan lo animan:
– ¡Grande, ‘Popy’! ¡Barre a la china! –alienta una de ellas.
No falta quien espera que la camioneta reanude su marcha para mentarle la madre. Pero Olivera luce satisfecho. Alza los brazos y recibe la energía de simpatizantes y curiosos. La camioneta deja la avenida Sucre y toma La Marina.
EL ENCUENTRO
La política peruana ha albergado incontables rivalidades. Pero la animosidad entre Alan García y ‘Popy’ Olivera ha sido intensa y constante, como el buen amor. Olivera ha sido más que un perro de presa, un obseso y fiel persecutor de García. Desde su rol como miembro de la comisión investigadora del primer gobierno aprista en 1990, Olivera inició una empresa que duró más de veinticinco años. El esperado desenlace se dio, por fin, y ante los ojos de todos, el pasado 3 de abril.
Una vez que supo que el azar le daba la oportunidad de confrontar a su escurridizo enemigo, ‘Popy’ se convenció de que no era posible que desperdiciara los pocos minutos que tendría en televisión nacional para exponer su plan de gobierno: debía decirle lo que él, y tal vez todo el Perú, querían decirle. “Quería tomar la voz de los sin voz”, explica Olivera.
“¿Qué has pensado decirle a Alan?”, le preguntó por teléfono una amiga cuando se supo que en el debate tendría que confrontar con García. “Se me ha venido a la mente comenzar con “Solo le pido a Dios que el crimen y la corrupción no me sean indiferentes…”, pero no sé con qué continuar”, fue su respuesta, según cuenta.
Entonces, cuando su amiga completó la canción, que él mismo no había logrado identificar, todo quedó muy claro: “Es un monstruo grande y pisa fuerte”.
“¡Caía a pelo! –reflexiona ahora–. Luego de ello me han dado una condición de héroe que nunca había tenido ni había esperado, pero que espero no deshonrar”.
Para Olivera, en todo ello nada tuvo que ver el azar, sino más bien la voluntad de Dios.
– ¡Popy, mata a Alan! –grita una señora.
– ¡Gracias, gracias!
– ¡Basura! –clama un transeúnte.
– ¡Gracias, gracias!