La gracia y simpatía contagiosa del peruano Kiko Ledgard, esa que lo encumbró en la televisión de Perú y España en los años setenta; también lo llevó a morir triste y desmemoriado.
Por: Abelardo Sánchez León
Enrique Ledgard Jiménez fue uno de los primeros peruanos en crear un personaje mediático: Kiko Ledgard. Cuando boxeaba, como amateur, se hacía llamar, más bien, Enrique Jiménez. Era un boxeador de pegada potente y ninguna de sus peleas llegó a durar los tres rounds reglamentarios. En la televisión, en cambio, era conocido como Kiko Ledgard, el gran animador de los programas de concurso más sintonizados en la historia de la televisión en el Perú.
La creación de su personaje iba más allá de la pantalla televisiva. Toda su vida estaba teñida de su personaje al punto de vivir con dos o tres personalidades a la vez. El personaje público, televisivo, era estrafalario, exótico, cómico, siempre buscando un punto de equilibrio y cordura. Llevaba una media roja y otra amarilla, llevaba tres o cuatro relojes, su vestimenta era siempre deportiva y le puso los nombres más raros del mundo a casi todos sus hijos. Y eso que tuvo diez u once hijos. Vivía en Los Cóndores, en las afueras de Lima, rumbo a la sierra, en una casa que daba justo a una de las vueltas de la subida al club, y todos los domingos, religiosamente, se sentaba a leer los diarios en su pequeña terraza del segundo piso, pero lo hacía con el solo propósito de saludar a cada uno de los autos que pasaba delante de su casa. Kiko Ledgard cuidaba a su audiencia. La quería tener cerca, conocerla, y hacerse querido por ella. Su gran virtud era el trato con la gente, un trato abierto, democrático, deportivo, podría decirse, y lograba granjearse la simpatía de la mayoría. Kiko era así: de sonrisa fácil, de personalidad chistosa, de genio gracioso, de temperamento travieso. Ese fue su personaje al que le dijimos adiós cuando se marchó a tentar suerte en España, a raíz de la llegada del gobierno de Velasco al poder, y cuando se cayó, décadas más tarde, más viejo, pero con las mismas medias dispares y los dos relojes en cada muñeca, por hacer una de sus travesuras en el segundo piso del Hotel Country, en Lima.
En España fue un éxito total. Su personalidad vistosa, su gracia innata, su talento para las pruebas y los concursos llenó un vacío que el franquismo jamás podría haberlo hecho. España era, en aquellos años setenta, un país sumido en la tristeza y su color preferido era el negro de sus mantillas. No había motivo para el juego, no había ningún vínculo con la noción del espectáculo proveniente de los Estados Unidos, porque el show time llegó a la televisión de España con Kiko Ledgard. El peruano se ganó el afecto de todos y así como en Lima era reconocido en todas las calles, igual situación llegó a vivir en las calles de Madrid. Kiko Ledgard, en el fondo, solo se comportaba como Kiko Ledgard, una persona talentosa que no tuvo educación superior porque su padre, un hombre austero, un banquero que conocía la estrechez económica desde muy joven por la prematura muerte de su padre, no le dio una segunda oportunidad una vez que desaprobara el año en sus estudios de ingeniería. Kiko era bueno con los números, era hábil en los juegos, era astuto y de inteligencia despierta. No era profundo, no era lector, no era un intelectual. Todo lo contrario: la ligereza de su personalidad iba de la mano con la ligereza de los programas de la televisión. Kiko y la televisión tuvieron un romance a primera vista, porque lo suyo era la televisión. En esa medida se anticipó a Jaime Bayly, otro monstruo del set, dos décadas antes.
“En la televisión, en cambio, era conocido como Kiko Ledgard, el gran animador de los programas de concurso más sintonizados en la historia de la televisión en el Perú”
Como todo en la vida, Kiko tuvo su contrario: Pablo de Madalengoitia, el animador serio, de saco y corbata, culto, crítico de ballet, de teatro, del buen cine, de personalidad cosmopolita y refinada. En aquellos años trabajaban los dos en la televisión y el público debía escoger cuál de los dos estilos gustaba más, cuál de las dos personalidades era la preferida. El consenso estuvo dado desde un principio: Kiko era más simpático, más popular, más querido, y Pablo era más respetado, más serio. A diferencia de Pablo, no fue locutor, no fue animador de programas culturales, no trabajó en los programas de noticias. Kiko era el concurso, la gente, el diálogo, la chispa, el ingenio.
Kiko, sin duda, le quitó el saco y la corbata a la televisión; le llevó la sonrisa, la mirada viva, la agudeza; la noción del concurso y del dinero: Kiko andaba con miles de billetes en sus manos, en sus bolsillos, y los mostraba y los ocultaba, era el capitalismo, el mercado, la ganancia, la osadía, el atrevimiento. Con Kiko no se paraba nunca. Era un súper activo. Era un torbellino. Seguirlo no era fácil. Hasta que se cayó del segundo piso del Hotel Country por hacer una de sus gracias, uno de sus chistes, por repetirlo, más bien, porque ya lo había hecho, y después del accidente vivió muchos años en un mundo extraño, desmemoriado, sin saber bien dónde estaba o quién era. Cuando venía a Lima, fuera ya de los reflectores, sus familiares le ponían en un bolsillo del saco su nombre, su dirección y el teléfono. Si se perdía, alguien, siempre alguien, lo reconocía, lo trepaba a su auto y lo dejaba en su casa. Así era Kiko: un ser querido por su audiencia a la cual le dedicó sus mejores habilidades envueltas en un corazón generoso.