José Carlos Agüero y las sombras del pasado

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Es activista de derechos humanos, historiador, poeta e investigador en temas de violencia política y memoria. Dice que no busca humanizar a Sendero Luminoso ni mucho menos hacer apología porque sería infame. Ama a sus padres, pero reconoce que cometieron crímenes. Se siente marcado por la historia de ellos como un estigma que nunca se borrará. Este perfil se basa en una entrevista virtual con el autor, en los testimonios que él ha dejado en su libro “Los rendidos” y en un podcast de Radio Ambulante titulado “El hijo”.
Por: Jimmy Leonardo
Portada: Fidel Carrillo


La crisis sanitaria en la que se encuentra atrapado el mundo redefine el valor de lo importante que es la vida. José Carlos tuvo muchos cambios en la suya. O tal vez muchas vidas. Es delgado, su cabello oscuro y rizado acaricia su mandíbula cada vez que habla. Se mantiene ecuánime, no es muy expresivo, no tiene que serlo, cada palabra que sale de él carga de significado los momentos que tuvo que pasar hasta hallarse en el nuevo mundo que le tocó vivir. 

Dos vidas se unen

José Manuel Agüero nació en Puno. Siempre fue el blanquito de la familia, la promesa y, sobre todo, el engreído de mamá. Vestía jean, botas y casaca de cuero. Carismático, inteligente y enérgico: un tipo político, así lo resume la gente que lo conoció. Fue su liderazgo estudiantil lo que, irónicamente, impidió que se convierta en un ingeniero de la UNI. No fue el único que no terminó la carrera, su generación se sumergió en la política radical de la época y dejó todo para ser parte de la lucha y el activismo izquierdista. 

Pasó a ser obrero en las fábricas de Lima. Durante esa estancia proletaria fue líder sindical, obviamente tenía condiciones para destacar. Defendió a sus compañeros de labor frente a los abusos de la patronal. Esta lucha le costó perder su puesto de trabajo. Cumplió un papel principal en el histórico paro nacional del 19 de julio de 1977, fue despedido por participar en esta protesta (que remeció al régimen militar), y fue incluido en la lista negra de obreros que no podía trabajar porque eran los ‘rojos’, los comunistas. Nunca más fue contratado y se ‘cachueleaba’ para sobrevivir. “Era muy empeñoso, hacía cosas, pero no le salían tan bien. Fue un emprendedor fracasado”, recuerda José Carlos, su hijo, con cierta ternura.

José Manuel tuvo tres hijos con Silvia Solórzano. Se conocieron cuando ambos hacían trabajo político y sindical en Huancayo, Junín. Él por la Federación de Trabajadores de la Industria Metalúrgica (FETIM), ella por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Tal parece que ambos se quedaron varados allí, y debieron compartir el mismo alojamiento que les ofreció una familia. Congeniaron rápidamente e, inevitablemente, se hicieron pareja.

Silvia creció en Lima. Cariñosa, solidaria y voluntariosa. Era pequeña, tenía el cabello negro y largo, que sujetaba con una cola. Le decían “la flaca”. Le gustó la música desde niña, tuvo una fuerte influencia por parte de su familia, cantaba de todo: baladas, valses, música criolla y huaynos. Así la recuerda José Carlos. “No teníamos radio, pero sí una rockola: ella. Le hacíamos pedidos. Su voz es de las más hermosas que he escuchado”.

El sueño de Silvia era ser cantante profesional, empezaba a abrirse paso en el ambiente musical peruano. Pero todo cambió con la llegada de un familiar: un tío con ideas de izquierda que vivía en Brasil. “¿Tu quieres ser puta? Porque eso es lo que vas a ser dedicándote a la música y yendo a esos programas de televisión. Tienes que dedicarte a los demás, a la política: la lucha, le dijo”, narra José Carlos en un podcast de Radio Ambulante titulado “El hijo”. Fue así que estudió para ser secretaria, apenas se graduó consiguió trabajo como asistente de una alto mando del Partido Comunista Peruano. Esa fue su manera de apoyar la causa, iba todos los días a la oficina ubicada en la Plaza 2 de Mayo, del Centro de Lima.

Silvia estableció su hogar con José Manuel en un barrio de clase obrera de San Martín de Porres. No disfrutaba de las labores domésticas, pero las tenía que hacer porque no quedaba otra. “No por ser de izquierda te vuelves feminista, ¿no? La mujer también puede ser militante, pero tiene que cubrir los asuntos de cuidado del hogar”, recuerda un crítico José Carlos. 

La infancia de José Carlos se resume en una vida de barrio, como las muchas que hay en este país. Él y sus hermanos tenían que levantarse temprano para ir a comprar el pan, siempre poquito pan, como les decía su madre. Hubo momentos de mayor o menor acceso a recursos. Cuando peor estuvieron tenían que conseguir agua con baldes en algún pilón público. 

Siempre estuvieron en colegios públicos de mala calidad. José Carlos jugaba mucho al fútbol. El barrio era su vida, hasta que sus padres llegaban de trabajar. Una familia convencional en gran parte, pero diferente al fin y al cabo. Desde muy temprano la situación política del país fue parte de las tertulias familiares.

Él  hizo muchas preguntas: “¿Qué están haciendo? ¿Qué significa este papel? ¿Por qué hacen esa reunión? ¿Quiénes son los que vienen?” Sus padres le explicaban lo que consideraban pertinente para su rango de edad. Su casa siempre estuvo llena de gente por las reuniones sindicales que ellos realizaban al ser militantes de la izquierda radical legal. Sin embargo, todo estaba a punto de cambiar. Así lo cuenta con detalle en su libro “Los rendidos”. 

Portada del libro «Los rendidos». FOTO: Lancom Perú.

En 1982 José Carlos tenía siete años y empezó a darse cuenta de que sus padres estaban metidos en algo inusual. “Menos normal que antes», aclara con cierta ironía. Años atrás, José Carlos contó la siguiente anécdota en el podcast de Radio Ambulante. Un día, mientras revisaba los bolsillos de la chaqueta de cuero que su padre solía usar, encontró un volante político, logró identificar algunas letras. 

— ¡Tú eres del PPC!

Su padre lo vio y empezó a reír. Para después corregirlo.

— No, no, no. Soy del PCP. 

Siglas del partido que fue conocido como Sendero Luminoso.

Ese mismo día le contó todo con sencillez: le explicó los matices del lenguaje del folleto que encontró y las diferencias entre ese partido con el resto de partidos de izquierda. Con la misma paciencia con la que, alguna vez, le enseñó cómo parar una pelota para que no diera bote, en los arduos ensayos que tuvieron en una losa deportiva cerca de su casa.

Los entrenamientos cambiaron de escenario. El Frontón, penal ubicado en una isla de la costa peruana, fue el lugar en el que José Carlos y su padre jugaban fulbito y contemplaban el atardecer sentados frente al mar, cada vez que había horario de visita. “Tomábamos una lancha (con sus hermanos) en el Muelle Dársena en El Callao, junto a los familiares de otros reclusos», cuenta.

José Carlos tenía nueve años cuando su padre fue arrestado junto a cuatro militantes de Sendero Luminoso. Habían atacado una comisaría en el Centro de Lima para robar armas, pero fueron sorprendidos por los uniformados. El fuego cruzado dejó una víctima: un policía.

Los senderistas, entre ellos José Manuel, habían hecho de El Frontón una de sus “luminosas trincheras de combate”. Lograron que las rejas del pabellón permanecieran abiertas, que ningún celador suba al torreón de vigilancia y ganaron el acceso a la playa. Decoraron las paredes con murales. Sus hijos los visitaban los fines de semana. Los familiares entonaban canciones que ensalzaban la lucha armada iniciada por Sendero Luminoso cada vez que visitaban a sus presos, relata José Carlos. 

En junio de 1986 José Carlos vio por última vez a su padre, él le advirtió lo que pronto iba a pasar. «No solo fue conmigo, todos los presos se despidieron de sus familiares», recuerda. El 18 de junio los reos se amotinaron, dominaron a los guardias y los hicieron rehenes. Horas después, el presidente de entonces, Alan García, ordenó  retomar por la fuerza el control del penal. La Marina y la Guardia Republicana atacaron El Frontón, y después de unas horas los senderistas se rindieron. Más de doscientos internos acusados o sentenciados por terrorismo fueron asesinados de manera extrajudicial, entre ellos José Manuel Agüero.

Los hermanos de José Manuel se sentían responsables de haberlo introducido a la izquierda radical. La madre culpó a su nuera, Silvia Solorzano. “Cuando la gente está sometida a tanta presión busca un culpable, quiere encontrar explicación a tanto sufrimiento. Quién torció la vida de mi padre, que parecía ser la de un ingeniero, para que acabara enterrado en una isla”, reflexiona José Carlos.

José Carlos ama a sus padres, pero reconoce que cometieron crímenes. FOTO: La República.

Una vida continúa

Comenzaron los años más duros, se mudaron a El Agustino, a una casa de esteras, robaban electricidad de los postes de luz y vivían de favores. «Aunque mi casa fuera una choza, seguía siendo centro de activismo de Sendero Luminoso. Lo mismo de siempre: llegaba gente a dormir y comer», narra José Carlos. Para él no todos los que llegaban a su casa eran iguales, habían perfiles muy diferentes; estaban los más dogmáticos, gente más simple que no se cuestionaba; otros, al contrario, tenían una cultura crítica, daban sus puntos de vista sobre las directivas del partido, las incoherencias de lo que decían arriba y lo que ellos vivían en la localidad, siempre con humor.

En 1988 su madre consiguió trabajo en un puesto frente a la Universidad de San Marcos. Vendía lapiceros, cartulinas y tipeaba los trabajos de los alumnos de dicha casa de estudios. Parecía que la situación iba a mejorar, pero un día llegó con una noticia: uno de los senderistas que frecuentaba su casa fue detenido. 

Silvia, viuda de un senderista, no podía quedarse quieta. Sabía lo que debía hacer: coger las pocas pertenencias que tenía e irse con sus hijos. Retornaron solo después de varias semanas. En su ausencia, la policía revolcó todo e interrogó a los vecinos. Cuando los vieron regresar, algunos los acogieron y otros los miraron con recelo.  

Una vecina tenía dos niños pequeños y no tenía trabajo. Era de esas personas que vive de lo que puede. Silvia la había ayudado con comida y dinero en muchas oportunidades; sin embargo, fue la que los acusó. “Esa es la lideresa. Es terrorista. Es mala», dijo la vecina de Silvia. «El pobre no es tonto, simplemente es pobre. Sabes que no tienes, que posiblemente eres poca cosa. Ella sintió que podía haber alguien más pequeño en esa escala de miserias», cuenta José Carlos en “Los rendidos”.  

Es abril de 1992, José Carlos tenía dieciséis años, iba a postular a San Marcos. Su familia carecía de recursos económicos, no podía darse el lujo de prepararse en una academia preuniversitaria. Su madre estaba muy entusiasmada y nerviosa por el examen de admisión, no estaba segura de si su hijo iba a lograr ingresar a la universidad. “Me gusto que viviera ese momento”, confiesa José Carlos.

Los resultados fueron publicados. Silvia no quería pensar mucho en el tema, quizás para no generarse una expectativa. José Carlos la observaba con ternura, se veía muy ansiosa. Pasaron unos días, su madre agarró coraje y preguntó.

— ¿Qué pasó? Si no entraste no hay problema. 

— Ah. Sí ingresé.

Su madre se alegró mucho. Lamentablemente esa fue la última alegría que tuvo. 

Silvia estaba desencantada de su lucha. Estaba cansada, no era tonta, sabía que su guerra no iba para ningún lado. Sendero Luminoso era contrario a lo que predicaba, mataban gente inocente. Sus tres hijos eran críticos de su revolución y la querían sacar como fuera, usaron todo tipo de recurso para que ella saliera: chantaje emocional, pataleta, el argumento político. Para todo su círculo cercano era claro que la iban a matar, cualquier día y en cualquier lugar. Sus hijos le pedían que se fuera del país, ella no hacía mucho caso. “No sé por qué nunca se salió. Esa será mi pregunta eterna”, confiesa José Carlos, con cierto desconsuelo en “El hijo”, el podcast de Radio Ambulante

Mientras José Carlos estudiaba en San Marcos, Silvia trabajaba en uno de los puestos de la universidad. Se encontraban para comer en casa, esa era la rutina. Pero un día de mayo Silvia no llegó a la cita y tampoco al puesto. José Carlos abrió el local y esperaba a su madre, era normal que a veces no apareciera. Se encontraba esperándola hasta que ingresó un hombre, un militante senderista.  

— ¿Acá trabaja Silvia Solórzano? 

— Sí. 

— Ha muerto. 

— Está bien. Muchas gracias.

Minutos después alguien le avisó de una noticia difundida en Buenos Días PerúEl cadáver de su madre apareció en la playa La Chiratenía tres disparos en la nuca y a su lado un cartel con este mensaje: “Así mueren los traidores”.

Le esperaba una escena difícil y no tenía ganas de enfrentarla. Retrasó la llegada, no quería hablar con su familia. Es un largo trayecto ir de la universidad a su casa. En el viaje, lo que sintió inmediatamente fue alivio. Por fin su madre había muerto. Sabía que en algún momento tenía que suceder y esa espera era angustiante. «Es la persona que más he amado en la vida, ese alivio egoísta me generó la culpa más grande que he podido sentir”, confiesa José en los testimonios que ha dejado de esta experiencia.

El emerger de una nueva vida

Una semana después de la muerte de su madre, José Carlos se encontraba camino a San Marcos. Su habitual recorrido fue abordado por alguien que nunca había visto, así lo relata en “Los Rendidos”el primer libro que publicó. Ese personaje le dijo:

— Su madre ha sido asesinada por la represión, por el Estado. Le corresponde tomar su lugar para reivindicar su nombre.

— Quiero acumular información adecuada de cómo murió mi madre, pudieron haber sido ustedes —respondió José Carlos. 

Se lo dijo sabiendo que era mentira, pero fue una estrategia para que lo dejaran en paz; sin embargo, el partido volvió a insistir con el mismo emisario.

—Yo haré mis averiguaciones por mi cuenta.

— ¡El único canal que tienes con el partido soy yo!

— Yo veré con quién hablo y con quién no hablo.

A José Carlos le resultó inaceptable que lo quisieran reclutar apelando a la venganza y el resentimiento. “Rechacé la oferta. Mis padres no me habían educado así. Querían cambiar el mundo, a su manera, no cobrarle revancha a nadie”, cuenta en su libro. No volvieron a contactarlo nunca más, ya no tenía un vínculo sentimental ni racional con el partido

Los siguientes años resultaron confusos. Tenía que empezar un nuevo mundo sin referentes, le costó volver a encontrar un orden. Intentó tener una vida universitaria. Y la tuvo, aunque esta estuvo marcada por la lectura, la pobreza y los buenos amigos. Era un sanmarquino más, solo que con una historia más dramática.

Cuando estaba por terminar la universidad, en los primeros años del siglo, empezó a practicar en una ONG, le encargaron una investigación sobre derechos humanos. Ese fue su primer acercamiento al activismo a favor de los derechos humanos, una vocación que lo llevó a ser parte del equipo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación que elaboró el conocido Informe Final de la CVR.

Alguna vez intentó disculparse con las víctimas del conflicto del que fueron parte sus padres. “Fue un acto ingenuo”, confiesa. Años después, el 2015, publicó “Los Rendidos”un libro testimonial en el que explora el tema del perdón. 

En el 2017 José Carlos publicó “Persona”, libro en el que amalgama narrativa, poesía, imágenes e historietas para abordar nuevamente el conflicto armado interno. Fue por esta publicación que ganó el Premio Nacional de Literatura en la categoría categoría No Ficción en 2018.

Su canal de YouTube se llama «Huayruro», como el que solía usar su madre. FOTO: Captura de pantalla.

Este año abrió un canal de YouTube en el que reflexiona sobre los textos que lee. Cree que es oportuno y espera que le pueda ser útil a las personas en este momento tan difícil de aislamiento y ansiedad. ¿El nombre del canal? “Huayruro”, como el que solía usar su madre para evitar el mal de ojo. “No le trajo mucha suerte, pero para mí fue importante ver a una marxista con su huayrurito”, recuerda un emocionado José Carlos.