Siempre a la caza de íconos, la industria de los medios ha sabido construir referentes de carne y hueso para sostener la atención y la preferencia de sus audiencias.
Por: Juan Gargurevich
Portada: H. J. Myers
Nos preguntamos si los héroes pueden existir en el imaginario popular sin los medios masivos de información y es tentador decir que no, que no es posible. Porque el producto más importante de los medios masivos, la cultura de masas, ha hecho más por la popularidad de los héroes que cualquier historiador de cualquier época.
También podría afirmarse que si un héroe no tiene película de Hollywood tampoco es conocido masivamente. Durante su desarrollo, de cien años largos, la gran industria cultural de los países del norte nos ha propuesto visiones muchas veces distintas de las historias oficiales que nos habían planteado los libros.
Los héroes de Troya, la reina Cleopatra y Julio César, entre otros, han sido popularizados por el cine, así como también por el mercadeo (merchandising) que acompaña a las grandes producciones cinematográficas, incluidos los medios masivos que participan activamente en el proceso.
Hollywood nos mostró muy temprano, por ejemplo, vía Robin Hood, que era lícito asaltar y robar para hacer la justicia que la legalidad no podía. Desde entonces los profesores de ética deben asumir que los jóvenes recibirán y cultivarán un doble discurso a la vez, el que aquellos plantean como conjunto de valores universales y el que proponen los medios masivos, incluido el cine.
La visión crítica sobre la industria cultural no supone necesariamente que la consagración de héroes vía los medios masivos sea negativa. Después de todo, a partir de la creación de la prensa popular masiva, el periodismo ha sido indispensable, insistimos, para dar a conocer los hechos heroicos, sus protagonistas y lecciones.
La prensa popular norteamericana de finales del siglo XIX propuso los primeros héroes y antihéroes mediáticos cuando, en su afán por convocar cada vez más lectores consumidores de historias, no vaciló en inventar personajes dotados de los rasgos privilegiados que caracterizan a los héroes.
Un caso paradigmático es el de William Randolph Hearst y la joven cubano-española Evangelina Cisneros. A fines del siglo XIX, el magnate y fundador del periodismo amarillo exigía a sus periodistas historias apasionantes con personajes a los que los lectores llegaran a amar. La guerra de independencia de Cuba no le había interesado mucho; le parecía que más y mejores noticias podían encontrar en la guerra entre Grecia y Turquía, en 1897, por lo que envió allá a sus mejores reporteros.
Pero la paz se firmó y Hearst enfocó su atención en Cuba, recogió a sus periodistas de Europa y los envió a La Habana. Uno de estos descubrió que las autoridades españolas habían encarcelado a la hija de un insurgente y propuso al magnate explotar su historia.
Las primeras páginas de los diarios de Hearst fueron para la joven. La llamaron: “La bella Juana de Arco cubana, de largo y negro cabello largo…”. Era la perfecta heroína de los melodramas que amaban los lectores de Hearst. Este redactó una carta a la Reina de España pidiendo clemencia para la joven. Todos sus corresponsales, cientos en Estados Unidos, recabaron firmas y ni el Presidente pudo evitar estampar su rúbrica en el dramático pedido.
Uno de sus corresponsales de Hearst en Cuba sobornó a los carceleros, sacó a Cisneros de la cárcel y la llevó a Nueva York. Allí fue recibida como una auténtica heroína, lo que incluyó el clásico desfile a coche descubierto por la Quinta Avenida, un baile en el Waldorf Astoria y finalmente una entrevista con el presidente McKinley, en la Casa Blanca.
La invención de Hearst fue una sabia lección para los políticos norteamericanos que aprendieron bien que una buena campaña mediática podía lograr, en algunos casos, mucho más que el asalto de una división acorazada.
Como contraparte citaremos brevemente que el competidor más significativo de Hearst, el otro magnate de la prensa, Joseph Pulitzer, comprendió la importancia del protagonismo femenino y su influencia en las masas, y promovió a la famosa reportera Nelly Bly, a quien envió a dar la vuelta al mundo en menos tiempo que los personajes de Julio Verne. La hizo una heroína de las de tinta y papel que las feministas de la época apreciaron de manera singular.
Desde los tiempos modernos y mediáticos de Evangelina Cisneros hemos visto cómo la propaganda ha elevado a categoría de héroes a personajes con historias útiles para fines determinados, mayormente políticos, hasta el punto de desvirtuar y aligerar el contenido el vocablo. Muchos años después, en 2003, los Estados Unidos nos propusieron una nueva heroína: la soldado Jessica Lynch. Efectivamente, en plena invasión norteamericana a Irak, nos llegó la noticia de la captura, las torturas y el rescate de Jessica.
Como en los viejos tiempos de Hearst y con la eficaz ayuda del gobierno, los periodistas no vacilaron en convertirla en heroína de una guerra en la que se enfrentaban el bien y el mal. Luego de su captura, según publicó la prensa de su país, Jessica fue torturada por crueles carceleros y su rescate fue espectacular.
«Las primeras páginas de los diarios de Hearst fueron para Evangelina Cisneros. La llamaron: ‘La bella Juana de Arco cubana’. Era la perfecta heroína de los melodramas que amaban sus lectores»
Todo era mentira, un invento de las redacciones combinadas de las oficinas de propaganda norteamericana y las redacciones de las agencias de prensa. La propia Jessica declaró enfáticamente: “Nadie me torturó, abofeteó, nada, toda esa historia es falsa”.
Pero la aclaración no tenía ya importancia pues la soldado fue de gran utilidad. Durante cuatro o cinco días los Estados Unidos lograron mantener la noticia en las primeras planas de la prensa, incluyendo aquí a los principales noticieros de televisión.
Los héroes son en verdad cautivantes y más todavía si son humanos como nosotros, es decir, con defectos, debilidades y errores graves. Como el caso de los delincuentes elevados a categorías de gran prominencia mediática, los llamados antihéroes. En los años cincuenta, el tabloide vespertino Última Hora encontró en un delincuente común e personaje ideal para proponerlo a sus grandes masas lectoras como el antihéroe perfecto. El personaje se llamaba José Dunián Dulanto y ha pasado a la historia del periodismo por su apelativo de ‘Tatán’.
Limeño, criado en los Barrios Altos, con una historia corriente de malhechor, saltó a las primeras planas como una especie de vengador de los pobres; su juicio público reunió multitud de admiradoras dentro y fuera de los tribunales. Muchas le enviaban cartas y regalos y hasta su trágico fin -lo asesinaron en la cárcel de El Sexto- fue lamentado con un entierro apoteósico. Como si hubiera sido un héroe.
¿Por qué un personaje como ‘Tatán’ alcanzó semejante categoría? Nunca fue campeón de la justicia o salvador de los oprimidos, aunque reclamó ser una víctima de la sociedad. Probablemente los reporteros que lo ubicaron y promovieron estaban recogiendo aspiraciones populares de la necesidad de héroes urbanos que fueran como sus lectores, simples, con defectos, con líneas divisorias borrosas entre lo bueno y lo malo.
Pero ‘Tatán’ no tuvo cámaras de televisión para acusar a la sociedad, una oportunidad que sí se le otorgó en los ochentas al ‘Loco Perochena’, un hampón que preocupó a sectores acomodados de Lima por sus asaltos a residencias. Fue capturado y presentado ante cámaras periodísticas como todo un personaje permitiéndole alegar que era una víctima social.
Lo anterior nos lleva a la necesidad de diferenciar entre heroísmo promovido legítimamente por los medios y la popularidad simple y transitoria. Una diferenciación muy difícil porque las calificaciones de este tipo son absolutamente arbitrarias.
Los medios masivos están siempre a la caza de héroes de papel y ensalzan futbolistas, reinas de belleza, policías del año, bomberos, heroínas de telenovela, niños excepcionales, madres abnegadas, poblando el panteón mediático criollo de historias de personajes a quienes envidiar, imitar o admirar. Son sin embargo tan transitorios como el papel que los ungió y desaparecen con él.