Emprendedora de zapatos Karla Gómez: “Mi hija es mi amuleto, la pobreza fue mi incentivo”

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Para Karla Gómez Quispe (40), abogada de profesión y emprendedora de oficio, los zapatos representan mucho más que calzados diseñados con fascinantes accesorios. Junto a su familia, compartía una diminuta casa de esteras en el asentamiento humano José Carlos Mariátegui, en San Juan de Lurigancho. Su sueño, desde muy pequeña, era escapar de la precariedad y la incertidumbre. Sin embargo, un embarazo adolescente estuvo a punto de desbaratar sus proyectos. Actualmente su negocio cuenta con cuatro sucursales y planea abrir dos más a fines de año. A continuación, Karla cuenta algunos de los momentos más difíciles que atravesó, incluyendo la explotación laboral que sufrió al principio. 

Por Romina Enriquez



Con paso firme, pese a la numerosa cantidad de cajas de zapatos que carga, la veo llegar. Ingresa por la puerta principal de vidrio de una galería miraflorina y el vigilante se le acerca con la intención de ayudarla. Con la respiración agitada y una gran sonrisa, Karla me saluda: “Buenos días, buenos días”, sin detener el paso. Se aproxima a la puerta de su local, seca el sudor de su frente y coloca una pequeña escalera en posición para subirse en ella y así abrir las puertas de una de las sucursales de su cadena de zapaterías.

Viajemos por un momento a su pasado. El mercado más cerca de su casa estaba a cuarenta minutos, pero para Karla, de solo ocho años, ese no era impedimento para ganarse cinco soles diarios ayudando a la dueña de un puesto de ropa a vender su mercadería. “Karlita es bien chamba, llegará lejos”, recuerda que escuchó decir a su papá, orgulloso, mientras hablaba con un vecino. Afirma que contar con la confianza de sus padres la hacía sentir que algún día alcanzaría sus sueños.

La situación económica de su familia no era buena. A pesar de ello, nunca faltó un plato de comida en su mesa. Sus padres siempre se esforzaron para que, dentro de sus carencias, no les falte educación, alimento ni cariño. “Mis padres eran muy respetados en nuestro barrio, siempre aspiré a ser como ellos”, confiesa, mientras voltea el cartel colgado en la puerta. Ahora el local está “abierto”. 

Un golpe de realidad 

Karla se describe a sí misma como una persona muy soñadora. A los 17 años se mudó a Villa El Salvador y comenzó a prepararse en una academia para postular a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Pese a que consideraba que lo suyo eran las ventas, sus padres le inculcaron desde pequeña que “solo estudiando llegaría lejos”. Para Karla siempre estuvo claro que debía ir a la universidad y eligió la carrera de Derecho para poder defender a su familia ante cualquier injusticia. Sin embargo, un embarazo adolescente truncó su objetivo. 

—¿Qué significó llevar un embarazo a una edad tan temprana?

—En un principio, lo tomé como una salida, también tenía miedo, pero pensé que por fin dejaría atrás la pobreza. En ese entonces, salir embarazada era igual a familia, casa y estabilidad. Yo estaba segura de que todo iba a ser más fácil desde ese momento, pero no fue así. Mis padres, pese a que estaban decepcionados de mí, no me pidieron que me vaya de la casa. Por el contrario, me dijeron que me apoyarían para que pueda seguir estudiando. Por otro lado, mi pareja se alejó y no continuamos con la relación.

Pocos minutos después de haber colgado el letrero que indica que su local está abierto al público, los clientes empiezan a llegar y, aunque Karla sigue narrando su historia, sus ojos vacilan entre los míos y los clientes que se muestran interesados en su gran variedad de calzados. Me hace una señal para que la espere un momento y, mientras se acerca a una adolescente que ha escogido unas sandalias, coge unas de un modelo similar, las pone en una mesa de vidrio cercana a la joven y le dice “también tengo estas”. A la adolescente le cambia el rostro, sonríe y las toma.

“Ella no es de usar sandalias con frecuencia, solo zapatillas”, le dice quien parece ser la madre, pero Karla ya había notado que la joven no se sentía segura con las sandalias sin correa que se estaba probando y por eso puso cerca de ella unas que pensó, correctamente, le serían de mayor comodidad. “Las ventas no pueden parar”, me dice luego de haber realizado exitosamente la primera del día. Se sienta en uno de los cinco sillones de color pastel y continúa su relato: “Pasé la mayor parte de mi embarazo tallando una puerta en el taller de mi padre, esa fue mi penitencia”, ríe. 

Llegó el día del parto y Karla narra que fue un evento traumático. Tardó dos días y su hija tomó líquido amniótico, por lo que estuvo internada en el hospital María Auxiliadora durante 15 días. “Mi comunicación era solo con las enfermeras y no me decían mucho, solo que debía esperar, por eso es que no sabía qué responderles a mis padres cuando me preguntaban por la situación de mi hija”. Recuerda que su papá se sentó en una esquina de su cama y le dijo: “Pobre criatura, no sabe a dónde ha venido». Karla tiene ahora la voz entrecortada, unas lágrimas corren por su rostro y baja la mirada. “Pasar de ser admirada por mi padre a sentir la decepción en su voz fue algo que nunca olvidaré”, sentencia.

Buscaba cobre, pero encontré cueros

Poco más de un mes de haber dado a luz, Karla salió con engaños de su casa a buscar trabajo en el Parque Industrial de Villa El Salvador. Sus padres no querían que hiciera mayores esfuerzos, pues todavía su cuerpo se estaba recuperando del difícil parto. Sin embargo, ella sentía la necesidad de aportar económicamente en casa. Su primer trabajo fue en un restaurante, al cual tuvo que renunciar luego de cinco días, puesto que el esfuerzo físico de trapear pisos y lavar ollas le provocaba fuertes dolores. Cuando solicitó el pago de su trabajo, el dueño le dio cinco soles, “un sol por cada día de trabajo, me dijo. Era mi orgullo o mi necesidad, los tomé y me fui sin mirar atrás”. El segundo fue en una sastrería donde pasaba largas horas planchando y cosiendo. Fue entonces cuando sufrió de mastitis, una infección de las mamas. Renunció luego de dos semanas y el dueño no quiso pagarle. 

—¿Cómo descubres el rubro de los zapatos?

—Ya estaba cansada de hacer tanto esfuerzo físico y necesitaba el dinero, cada día veía a mis padres más cansados. Me acerqué a una zapatería para solicitar trabajo como vendedora, pero no estaban contratando personal. Les pedí que me pongan a prueba sin remuneración y aceptaron. Empecé a ordenar y desempolvar todos los pares de zapatos de ofertas que estaban en un rincón amontonados. Decoré las cajas de cartón de los calzados con lo que tenía a la mano y logré vender todos los pares. Me contrataron y empecé a trabajar de ocho de la mañana a ocho de la noche. Era una tienda grande, tenían zapatos olvidados en el almacén, pensaban que ya no se podían vender, eran los que venían con fallas. Yo los ponía en la zona de ofertas. Empecé a vender tanto que le dieron más atención a esta tienda que a todas las sucursales que tenían, incluso le hicieron una remodelación. 

—Trabajé ahí por dos años, junté dinero y aprendí mucho sobre la fabricación de zapatos, porque me mandaban a su fábrica a llevar cueros. Siempre he sido curiosa, así que me hice amiga de los maestros. Ellos me enseñaron todo el proceso de elaboración. Además, gracias a que mis padres no me pedían ni un sol, pude ahorrar para estudiar Derecho en una universidad particular. Cuando se acabaron mis ahorros me di cuenta de que tenía el conocimiento necesario para solicitar la fabricación de mis propios modelos de zapatos. 

Karlita es bien chamba

Karla tenía que juntar capital para mandar a hacer los modelos de zapatos que ella sabía se venderían más, por lo que debía dejar los estudios para volver a trabajar.  Por ello, regresó al Parque Industrial de Villa El Salvador y se dio cuenta de que ya había creado una marca personal: era conocida por ser una excelente vendedora. Los dueños de las tiendas no tardaron en ofrecerle trabajo y ella sentía que era valorada y que podía vender zapatos en cualquier lado. Fue entonces cuando le ofrecieron trabajo en una zapatería de Lima Centro, lo aceptó y entabló amistad con una de sus clientas. Era jueza y trabajaba en la sede Abancay del Poder Judicial. “Me agarró mucho cariño. Le conté que era estudiante de Derecho y me llevó a hacer prácticas a su juzgado. Renuncié a mi trabajo en la tienda de zapatos, pero ya había juntado un capital así que podía mandar a fabricar zapatos, yo nunca dejé de vender”, me cuenta, mientras se para de su asiento para nuevamente hacer una pausa, ya que otro cliente ha llegado.

Karla Gómez en la sucursal de Miraflores de Dara Cueros ayudando a una clienta a probarse uno de los modelos de su colección de verano. Foto: Archivo personal.

Continúa: “Me considero una persona muy sociable y cordial”. Por eso logró entablar amistades y futuros clientes en el Poder Judicial. En su mochila siempre llevaba pares de zapatos para ofrecerlos en la oficina. En el 2012 abrió su primera tienda y le puso “Dara Cueros” en honor a su hija. Los clientes nunca faltaron. En el 2019 renunció al Poder Judicial tras once años. Quería dedicarse enteramente a la venta de zapatos, su verdadera pasión. 

Karla narra que, afortunadamente, la pandemia no quebró su negocio. Por el contrario, le permitió expandirse al incursionar en la venta online. En la actualidad, refiere con orgullo, ella está presente en todas las funciones de su emprendimiento: “Hasta el día de hoy si tengo que cargar un montón de cajas de zapatos, lo hago. Si tengo que quedarme hasta tarde porque quiero llegar a la meta que me propongo en el día, lo hago. Creo que eso ha sido elemental para todo lo que he conseguido”, declara. No obstante, revela que el verdadero secreto de su éxito es su familia: “La unión familiar ha hecho que el negocio pueda florecer. Mis hermanos están muy inmersos en la empresa y mi hija también”. 

Mientras ve por la gran ventana de su local acercarse un grupo de aproximadamente siete chicas se da una palmada suave en una de sus piernas y exclama: “¡Ay! Me has hecho acordar cuando Dara y yo íbamos a distintos distritos a ofrecer zapatos, casi todos nuestros clientes eran por recomendación. Yo le ponía algunos zapatos en su mochila y se le veía graciosa al caminar, tendría cuatro añitos, ella feliz de acompañarme. A veces se dormía mientras yo conversaba con los clientes. ¿Quién diría que ahora me ayuda a administrar las cuentas de la empresa?”, ríe.  

Sigue observando por la ventana y logro entender que no solo está observando a las clientas que se aproximan y pienso que a lo mejor está en el asentamiento humano que la vio crecer. “Recuerdo que cuando tenía cinco años veía llorar a mi madre casi a diario porque no teníamos dinero. Ella se ganaba la vida vendiendo emoliente. Y yo le decía que no llore porque cuando yo sea grande ganaría mucho dinero y nada nos volvería a faltar”, le cuesta terminar la frase, se aclara la garganta tosiendo un poco y sonríe emocionada.

Karla Gómez y su madre en la sucursal de Miraflores de Dara Cueros. Foto: Archivo personal.