Hasta 1992, Bosnia-Herzegovina existió como parte de un solo país llamado Yugoslavia, pero luego se desbarrancó hacia el horror. ¿Cómo se encontraba pocos años después de que terminara la guerra que acabó con miles de sus habitantes? El autor de este texto, experimentado periodista y docente universitario, recorrió cuatro ciudades de esta pequeña nación de los Balcanes, a mediados de 2002.
Por: Ramiro Escobar
Era un hombre joven, de unos veinte y tantos años, con una barba medio crecida y un atuendo modesto y abandonado. Había en él una señal que avisaba que por su vida pasó una tempestad bastante más demoledora que la pobreza: le faltaba una pierna. Sus brazos fornidos se montaban sobre unas viejas muletas de madera. Poco después se sentó a mi lado en el pequeño cibercafé.
Casi no pudimos intercambiar palabras, debido a mi supremo desconocimiento del idioma eslavo, pero hice una ecuación mental para explicarme su aura de melancolía. En Lima, me dije, también podría haber alguien así, que cargara sus males en el cuerpo y en el rostro; solo que acá, en esta ciudad hermosa de pisos adoquinados, una guerra miserable había dejado miles de muertos, heridos y huérfanos.
Sarajevo…
Esa fue una de las esquinas claves de mi experiencia en Sarajevo, la capital de Bosnia Herzegovina, allá por el 2002, siete años después de que, tras más de 100 mil muertos y un horror que puso en zozobra a toda Europa, se firmara el Acuerdo de Dayton para poner fin a la guerra. Y apenas tres años luego de que la OTAN bombardeara varias ciudades serbias, entre ellas Belgrado, en donde habíamos estado unas horas antes de entrar en bus a esta dolida capital.
El muchacho del cibercafé se fue y dejó en mí una suerte de detector de la realidad social. De pronto, me di cuenta de que, como él, varios bosnios cargaban en su piel o sus extremidades el rastro del espanto. Tras este encuentro fortuito, me pareció verlos con más claridad, como si estuvieran vestidos de un blanco fúnebre en medio de la multitud que aún transitaba entre calles y paredes llenas de orificios de bala. O entre camionetas de la Misión de Paz de las Naciones Unidas.
Minutos antes habíamos caminado, campantes, por la antes macabra ‘Avenida de los Francotiradores’ (Snajperska aleja, en bosnio), cuyo nombre real es ‘Bulevar Mese Selimovica’, una arteria que, en el fragor de la guerra entre serbios y bosnios (1992-95), vio caer a por lo menos 220 personas. Más de 50 eran niños, inocentes y juguetones, como los que andaban con sus madres mientras dábamos vueltas por allí.
También estuvimos en el Puente Latino, donde el 28 de junio de 1914, el serbio Gavrilo Princip asesinó a tiros a Francisco Fernando, el Archiduque de Sarajevo, heredero del trono del ahora extinto Imperio austrohúngaro. No había nada llamativo, más allá de una vetusta placa, aun cuando, debido a ese magnicidio, estalló la I Guerra Mundial. Más impactantes entonces parecían las incontables paredes y muros salpicados de orificios de bala.
Esta ciudad fue uno de los epicentros de esa pasmosa ola de locura que sacudió el territorio antes gobernado, a pulso de hierro, por el mariscal Josip Broz Tito. A pesar de la guerra, Sarajevo sigue siendo una ciudad hermosa. En su centro histórico, en una misma calle se pueden encontrar una iglesia ortodoxa, una mezquita o un templo católico, todo ello signo de los viejos tiempos, cuando en esta urbe la convivencia era palpable y real. La guerra destrozó eso y, como me dijo Mohamed, un bosniaco musulmán, “destrozó también nuestra vida y nuestros negocios”.
La noche de la fe
Con Erno Tikovits, un colega húngaro, nos dedicamos a merodear por el centro de esta ciudad transida y, en un instante casi impensado, nos vimos metidos en una suerte de tropa de gente que caminaba por las arterias principales de la ciudad. Un dato a registrar, con ojos de reportero: en la misma calle, podías ver mujeres con minifalda o con velo musulmán.
Las últimas con falda larga, por supuesto. A una de ellas le preguntamos dónde podíamos tomar una cerveza. Con una amabilidad cosmopolita –y un inglés digerible- nos indicó un lugar preciso, situado a dos cuadras de esa calle bella y estrecha donde trabamos conversación. Al despedirnos, un impulso latino me invitó a ofrecerle discretamente la mano. Pero la muchacha retrocedió, mientras se disculpaba decorosamente. Era musulmana, lo habíamos olvidado.
No podía tener el mínimo contacto físico con un desconocido, algo que, en medio de estas calles donde muchos se atacaron con ferocidad, parecía contradictorio. No lo era, sin embargo. El signo de la ciudad era ese, la diversidad. La mezcla de construcciones religiosas, de tiendas de corte islámico y de bares bulliciosos. Un hombre, con un inglés de acento australiano casi ininteligible, nos contó cómo en un barrio, su barrio, los habitantes comenzaron a matarse entre amigos y entre parientes.
En las entrañas del conflicto había un fermento doctrinal que abonó la masacre. Lo comprobamos una tarde cuando nos tocó hablar con un obispo de la Iglesia Ortodoxa. Se mostró cortés al inicio, incluso ceremonioso, pero cuando comenzamos a preguntarle sobre las masacres que se registraron en esa ciudad se enfureció, nos miró con desprecio y terminó pronto la conversación.
En algunos serbios ortodoxos se fortalecía el sueño de ‘La Gran Serbia’. Slobodan Milosevic, ese oscuro líder político que terminó muerto en La Haya, mientras esperaba por su juicio en el Tribunal Penal formada para la ex Yugoslavia, la promovió sin contemplaciones hasta el punto de provocar en algunos devotos la idea de que cumplían una gran misión: juntar todos los fragmentos de la antigua federación en un solo nuevo país.
Que sería Serbia, por cierto. En Bosnia, la idea caló a sangre y fuego, desde que en 1992 los propios ciudadanos proclamaron su independencia en un referéndum aplastante (63% a favor), lo que provocó la aparición de la República Serbia de Bosnia, conformada por los serbios que vivían en el país. Con su propio ejército, así como los bosníacos musulmanes formaron el suyo. Y así se mataron sucesivamente, ante el pavor y casi la inacción del mundo occidental.
Del puente a la tragedia
Sarajevo quedó atrás, con su aire transido, y días después nos encontrábamos en Mostar, una ciudad de 130 mil habitantes ubicada al este de la capital bosnia. En un muro semidestruido, con letras rojas y amarillas intensas, y una estrella al lado de los mismos colores, sobrevive triunfante la palabra ‘Tito’, como salvado en una trinchera.
El grafiti histórico está en el lado musulmán, la parte donde viven los bosniacos, y en cuyas calles los niños te corretean para venderte postales del recuerdo. Acá los souvenirs son fotos de una torre caída, de unas calles bombardeadas, de una iglesia en ruinas. En alguna parte del cuadro aparece la frase esencial: “Don’t forget. No lo olvide, señor, no lo olvide, por favor.
La historia que alimenta esas postales es atroz. En 1992, luego de que los bosniacos proclamaron su independencia con una mayoría aplastante, el Ejército Popular Yugoslavo, un saldo de la desfalleciente federación manejado principalmente por los serbios, asedió Mostar y la bombardeó. Los bosniacos y los croatas se unieron para resistir el embate. Lo lograron parcialmente pues las tropas federales se retiraron hacia el este.
Poco después, en mayo de 1993, el Consejo Croata de Defensa la emprendió contra los bosniacos, a punta de morteros y otras piezas de artillería. La ciudad quedó partida en dos: en la parte occidental, los católicos croatas; en la parte oriental, los bosniacos musulmanes. Al medio el Neretva, en cuyos alrededores Tito y sus partisanos habían enfrentado a los nazis durante la II Guerra Mundial.
En una terraza que tenía detrás una pared con pinta de queso gruyere, a causa del impacto de las balas, unos monjes del monasterio franciscano de la parte croata nos contaron con detalles pavorosos lo ocurrido. “No hubo piedad –dijo uno de ellos– y nosotros no teníamos cómo llamar a la calma”. Imposible en esos tiempos donde cada tribu decidió crear su país, su bandera, su feudo, a costa de demoler a los otros.
Compré una postal en la parte bosniaca, que aún guardo en mi alforja de recuerdos viajeros y periodísticos. Y tomé una foto de la pared donde estaba el nombre de Tito, el mariscal nacido en el bucólico pueblo croata de Kumrovec, quien mantuvo unida Yugoslavia hasta que se fue de este mundo en 1980. Ese año nació una presidencia colegiada que duró hasta 1991, cuando empezaron las secesiones y todo se revolvió furiosamente.
El puente que lo cruza, que conecta a los dos lados conflictivos de la ciudad, fue construido en el siglo XVI por el Imperio Otomano. Desde 2005 es Patrimonio Mundial de la Humanidad. Es espectacular y hermoso, huele a historia, algo que no pareció importarle al comandante croata Slobodan Praljak, quien lo voló el 9 de noviembre de 1993. En 2002 ya había vuelto a la vida. Pero en sus alrededores todavía rondaba la muerte.
La virgen imposible
Siguiente estación: Medugorje, no muy lejos de Mostar, un pueblo de solo cinco mil habitantes, mundialmente conocido desde 1981 por las presuntas apariciones de la Virgen a seis jóvenes: Ivanka Ivankovic, Mirjana Dragisevic, Vicka Ivancovic, Ivan Dragisevic, Jacob Colo y Marija Pavlovic. Todos croatas, todos católicos.
Medugorje es una villa invadida por los peregrinos, por decenas de tienditas con miles de recuerdos de la Virgen supuestamente encariñada con el lugar. Ella les dijo a los videntes que rezaran, que se convirtieran, que se confesaran, que fueran a misa. Hay millones de personas que lo creen, aun cuando el propio Vaticano no ha resuelto el asunto celestial.
Los videntes afirman ver a la Virgen todos los días, o con mucha frecuencia, más que las videntes de Lourdes y Fátima. A diferencia de ellas, ninguno abrazó la vida religiosa. Iván Dragisevic vive en Estados Unidos y viaja dando conferencias sobre el tema, un oficio que le habría proporcionado no pocas ganancias.
¿Hay algo sobrenatural en estos lares? Lo único sorprendente que me ocurrió fue que, un día, cuando acudí al Monte Krizevac, uno de los lugares por donde se supone que ronda la Virgen (pero solo la ven los videntes, ojo) había una chica sentada, sola, rezando con toda seguridad y que tenía un bolso de aspecto andino. Esperé un buen rato, a ver si se producía el milagro de hablar con ella, pero no se me concedió.
No hay una sola mezquita en este pueblo al que se tiene por bendito, pero en las páginas que promueven la devoción a las apariciones marianas hay más de un guiño a las preocupaciones por la influencia musulmana o el temor a una resurrección de las ideas comunistas.
En el lobby de un hotel, momentos antes de visitar iglesias, nos detuvimos frente a una pared con varios televisores encendidos. En uno de ellos, para mi sorpresa, logré distinguir un episodio de Los de arriba y los de abajo, una telenovela que tiempo atrás había causado furor en el Perú. La historia estaba doblada al bosnio, o a algún idioma eslavo, lo cual sí me pareció un verdadero prodigio.
La paz y las palomas
Volví a Sarajevo, tras unos días de peregrinación por otros lugares como Banja Luka, la segunda ciudad del país, donde visité una iglesia monstruosamente destruida por la guerra que tenía un cementerio debajo de donde los féretros saltaron a la superficie durante los bombardeos, como si los propios muertos quisieran escapar de la matanza. Allí vi a un hombre que merodeaba por un convento, en silencio, ignorando a quienes pasan por su lado.“Se quedó así después de la guerra”, dijo un cura. Parecía imposible haber vivido en estas tierras sin haberse asomado al infierno.