A más de dos horas del campus: la odisea de vivir lejos de la PUCP

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Casi la mitad de limeños pasa entre 1 y 2 horas diarias viajando en un bus o combi. Algunos demoran más de dos horas en llegar a su centro de estudio o trabajo. Para quienes deben emprender esta travesía, el día empieza antes de que los rayos del sol asomen. Si son afortunados, tienen tiempo para desayunar algo ligero antes de salir disparados al paradero. ¿Cómo es vivir tu jornada entre bocinas, humo negro y congestión? Tres estudiantes de Comunica PUCP cuentan su travesía cotidiana.

Por Bárbara Contreras


La distancia que separa Barcelona de Valencia, dos de las ciudades más importantes de España, es de dos horas y media en carretera. Los automóviles y buses recorren aproximadamente 350 kilómetros durante ese lapso. Si bien no se consideran ciudades muy lejanas, a la mayoría de españoles les parecería una locura vivir en una y trabajar en otra. En Lima, Perú, miles de personas tardan hasta dos horas y media en llegar a sus centros de trabajo y estudio. Y lo hacen dentro de la misma ciudad.

Evelyn (26), Diana (24) y Aeylin (22), estudiantes de la PUCP, son parte de este grupo de limeños. Ellas pasan, en promedio, cerca de 5 horas al día en el transporte. Aquello equivale a 20 horas semanales, es decir, a un trabajo de medio tiempo. Pero las tres no ganan ni un centavo por esas horas. Por el contrario, tienen que soportar la incomodidad de un microbús y la ansiedad que genera la inseguridad del transporte público. 

¿Cómo luce la rutina de alguien que debe atravesar la ciudad por tanto tiempo para llegar a su destino? ¿Y qué consecuencias acarrean en su salud mental? Las historias de tres jóvenes estudiantes de la PUCP dan un rostro a esta ignorada realidad y desvelan las respuestas a estas interrogantes.

Primera parada: Lima Norte

Cincuenta kilómetros separan a Evelyn Chacón (26), estudiante de Comunicación para el Desarrollo. Vive a la altura del km. 19 de la avenida Túpac Amaru, en el distrito de Carabayllo. En un contexto normal, recorrer esta distancia le demoraría aproximadamente una hora. Su bus solo debería seguir en línea recta toda la avenida Universitaria. Pero esta crucial y demandada ruta se encuentra cerrada desde hace tres años, cuando iniciaron las obras de ampliación del Metropolitano. La promesa era que, en un plazo de doce meses, las miles de personas que se desplazan de Lima Norte al centro pudieran hacerlo en cuestión de minutos. Hoy, Evelyn se demora alrededor de dos horas y media en llegar a su centro de estudios.

Evelyn espera en el colectivo hasta que se llene de pasajeros y pueda salir de su paradero en San Felipe, Comas. Foto: Archivo personal.
Tráfico en las vías alternas por el cierre de la avenida Universitaria para construir la extensión del Metropolitano. El personal de chaleco amarillo es incapaz de solucionarlo. Minutos preciados se pierden. Foto: Archivo personal.

Los lunes se levanta entre 5:30 y 6:00 de la mañana. En invierno, el cielo aún está oscuro. Debe salir de su casa antes de las 7:00 si quiere llegar a tiempo a su trabajo en la PUCP a las 9:00 a.m. Sin embargo, en el tráfico de Lima no hay garantías, y aun saliendo temprano, podría demorarse hasta tres horas en llegar. Su desayuno suele ser avena y luego lo que encuentre al paso. Una vez que sale de su casa, debe caminar unos diez minutos para llegar a su paradero. Con el fin de reducir ese tiempo suele tomar una mototaxi, que la lleva en tres minutos y le cobra S/1.50.

Muchas líneas de bus no llegan hasta donde vive Evelyn. Suele esperar entre 5 a 10 minutos a que pasen sus unidades. Estas pueden ser la línea 3 o la F (bus rojo). Con el medio pasaje, también le cobran S/1.50. En total, gasta S/4.50 diarios. Aquellos días en que el tráfico de Lima es traicionero, se ha visto obligada a tomar colectivos. Su costo es más del triple que un bus (S/7). Odia hacerlo porque es ilegal y cuesta mucho más, pero en automóvil Evelyn llega en una hora a la universidad. Hubo un mes en el que tomó más colectivos que buses para llegar a tiempo. 

7:30 a.m. Paradero km. 19, Carabayllo. A diez minutos de su casa. Evelyn ya está tarde. Foto: Archivo personal.
8:00 a.m. Paradero San Felipe Comas. Evelyn tuvo que tomar un colectivo en el paradero más cercano, caso contrario no llegaba a su trabajo. Foto: Archivo personal.

Durante el trayecto, trata de recuperar las horas de sueño. Antes podía leer en el bus, pero ahora su cuerpo cansado le exige que en esas dos horas y media descanse. Ha visto suficientes robos de celulares en el transporte, por lo que tampoco puede chatear con sus amigos ni ver series con tranquilidad. Siempre que usa su teléfono debe hacerlo ocultándolo en su mochila. 

Evelyn confiesa que tuvo que dejar de estudiar inglés porque no encontraba un horario adecuado para llevar sus clases. Trató de hacerlo virtualmente, pero no llegaba a tiempo a casa y tenía que atenderlas en el campus, en algún lugar con buena conexión y sin ruido. Esto provocó que las postergara lo más posible: un ciclo cada cuatro meses. “Me da mucha pena porque el inglés es un idioma que me gusta. Si viviera cerca cambiarían mucho las cosas”, afirma. 

Los lunes y miércoles llega a su casa alrededor de las 11 p.m. La zona por la que vive es insegura de noche, así que sus papás la esperan en el paradero de la avenida Túpac Amaru. Debe cuidar su laptop. Un día, durante la época de exámenes finales, en el bus de regreso, entró a una reunión virtual que se extendió durante todo el trayecto. Evelyn tuvo que caminar, en pleno Zoom, esas peligrosas cuadras hasta su casa para terminar el trabajo.

11:15 p.m. Evelyn recién llega a su casa. Había salido de la PUCP a las 9 p.m. Foto: Archivo personal.
Su mamá la esperó en el paradero para que su regreso sea más seguro. Foto: Archivo personal.

Segunda parada: Lima Sur

Diana Marcelo (24) acaba de concluir la carrera de Comunicación para el Desarrollo. Vive en Villa El Salvador y nunca va a olvidar los años en que se demoraba entre 2 y 3 horas para llegar a clases. Debía atravesar siete distritos: San Juan de Miraflores, Santiago de Surco, San Borja, La Victoria, San Isidro, Magdalena del Mar y San Miguel. “Este es mi décimo ciclo”, se lo repetía constantemente todas las mañanas, entre marzo y julio, cuando se embarcaba en las travesías diarias del tráfico limeño. 

Acostumbraba salir de casa entre las 5:00 y 5:30 a.m. Sus familiares aún dormían. Tomaba un vaso de avena y metía el pan del desayuno en su mochila. Lo comería más adelante en el camino, en uno de los dos buses a los que tenía que subir. Su distrito está dividido por pistas horizontales nombradas con las primeras cinco letras del abecedario. Diana vive en la última, en la E.

Para tomar su primer bus, debía caminar durante 15 minutos hasta la letra C. Allí subía a su primer micro, de la popular empresa “Los Chinos”, que la llevaba hasta el Trébol de Javier Prado. Si salía antes de las 7, el primer recorrido duraba una hora. Llegaba a las 7:15 a.m. A esa hora, las colas para el corredor rojo, su siguiente bus, ya eran largas. El tráfico de la avenida aumentaba mientras esperaba abordarlo. Desde ese punto hasta la PUCP, le quedaba aproximadamente hora y media de viaje.

Diana tejiendo una prenda en el Comedor Central de la PUCP. Foto: Archivo personal.
Lunes 6 a.m. Con una vista aún a oscuras, Diana sale de su casa en Villa El Salvador. Foto: Archivo personal.

Antes de la pandemia, admite Diana, esas dos o tres horas se las pasaba renegando. Gran parte de su energía se iba en maldecir el tráfico limeño y en enojarse por tener que perder tanto tiempo valioso atrapada en él. Por eso, fue una de las primeras en defender las clases virtuales luego de la emergencia sanitaria. “Durante la pandemia hice más amigos que en clases presenciales porque ya no tenía la presión de tener que irme temprano. Podía quedarme conversando con mis compañeros en los Zoom. Antes no podía profundizar mucho en mis interacciones”, señala. También podía pasar más tiempo con sus padres, su hermano y sus tres perritos: Sherazade, Popocho y Newton.

Fueron dos años cómodos y tranquilos. Hasta que tuvo que volver a la realidad. Sin embargo, sabía que le quedaba poco tiempo para terminar. Y esto hizo que cambiara completamente de perspectiva. “Me di cuenta de que el tráfico era algo que no podía controlar y que enojándome solo me hacía daño a mí misma”, reflexiona Diana. Fue así que comenzó a encontrar nuevas formas de utilizar el tiempo “perdido” en el bus y comenzó a tejer. Este pasatiempo, que aprendió durante la pandemia, conseguía hacerla sobrellevar mejor aquellas horas al sentir que ya no son perdidas.

Diana ha tejido al menos cinco modelos solo en el tiempo que va en el bus. Foto: Archivo personal.

Aunque Diana había conseguido lidiar con la frustración de vivir tan lejos de su universidad, sentía que continuaba perdiéndose de experiencias debido a la distancia. “Yo amo bailar y mis amigos me animaban a que postule para bailar en la Noche Cultural de Interfacultades. Me hubiera encantado participar, pero me era imposible salir tan tarde de la universidad”, lamenta.

Tercera parada: Lima Este

“Para la próxima levántate más temprano”, le dijo una profesora a Aeylin Ocampo (22), alumna de Periodismo, cuando llegó treinta minutos tarde a su clase. Aquel día se había levantado a las 7:00 a.m. La noche anterior se había quedado hasta tarde terminando una entrega para el curso. Había desayunado rápidamente y había salido a tiempo para llegar a la universidad. Pero el tráfico de Lima es impredecible y mientras más lejos vives, más probabilidad hay de que te juegue una mala pasada. 

Aeylin vive en San Juan de Lurigancho, a la altura del paradero 5 de la avenida Fernando Wiesse, cerca a Jicamarca. Para ella es importante recalcar el punto exacto donde vive, pues su distrito es muy grande (se extiende hasta 131 kilómetros cuadrados). No es lo mismo vivir a la entrada del mismo que al fondo, como es su caso. En la hora punta, que es su horario de todos los días por sus cursos, se demora dos horas y media en llegar a la universidad. 

A pesar de las horas de movilización, Aeylin disfruta estar en el campus. Foto: Archivo personal.

La clase de aquel día era a las 10 a.m., por lo que salió de su casa a las 7:30 a.m. Tomó el corredor morado, que la lleva directo a la avenida Bolívar, cerca a la universidad. Pero al llegar a Acho, la única avenida que sale de San Juan de Lurigancho al Centro de Lima, la congestión vehicular paró el recorrido de su bus. Aeylin avisó a sus amigos en la clase para que le comenten su situación a la profesora. Llegó al campus con treinta minutos de tardanza, a pesar de haberse levantado temprano y haber salido con tiempo. Cuando se acercó a su maestra para pedirle que la considere en la lista de asistentes, recibió aquella tajante respuesta. Esto la frustró mucho, pues era algo que escapaba de sus manos. “No es mi culpa que Perú tenga un mal sistema de transporte”, pensó para sus adentros.

Debido a esta clase de imprevistos, Aeylin hace uso de todos los medios de transporte para movilizarse. En menos de un mes puede tomar el corredor, un bus, el tren eléctrico, minivans, colectivos y hasta mototaxis, con tal de llegar a tiempo. “Si hubiera mar, tomaría hasta un barco”, añade riéndose. También suele tener a la mano diferentes rutas, y las evalúa dependiendo de cuál es la más rápida o cómoda según la hora y la seguridad.

“Me da un poco de ansiedad ir por lugares peligrosos porque yo llevo mi laptop. Muchas veces con base en ese miedo es que elijo mi ruta. Por ejemplo, en vez de bajar en la estación Miguel Grau, bajo en la estación La Cultura (Javier Prado). De ahí tomo el corredor rojo. Pero solo puedo hacerlo si tengo tiempo”, precisa.

Los días en que sus cursos acaban a las diez de la noche, no puede tomar el tren eléctrico, pues el último tren sale a las 10:30 p.m. En estos casos, Aeylin toma el corredor morado, que la lleva por la avenida Brasil. Lo hace con su mamá, quien viene desde San Juan de Lurigancho para acompañarla durante todo el trayecto. Llegan cerca de la medianoche. Al bajar del bus aún deben caminar unos diez minutos más hasta llegar a casa. El camino es oscuro, vacío y peligroso a esas horas de la noche.

Lunes 8 a.m. Aeylin sale de su casa en San Juan de Lurigancho. Foto: Archivo personal.
Paradero 5 de la avenida Wiesse. Es su segunda parada en el recorrido de ida. Allí toma el corredor morado rumbo a la avenida Brasil. Foto: Archivo personal.
Lunes 9:55 a.m. Dos horas después Aeylin llega a la PUCP. Foto: Archivo personal.

Lo que el tiempo en el micro se llevó

Cuando les pregunto a las tres estudiantes qué deserían hacer si tuvieran esas cinco horas extra en el día su respuesta es unánime: dormir. Tanto Diana como Aeylin aseguran tener un promedio de 5 horas de sueño de lunes a viernes. 

Según la psicóloga educativa de la PUCP Paola Flores, esta falta de tiempo de descanso afecta directamente la capacidad de aprendizaje de los estudiantes. “Menos horas de sueño son menos horas en las que nuestro cerebro puede procesar la información y guardarla en nuestra memoria. Igual que las computadoras necesitan ser apagadas de vez en cuando para funcionar bien, nuestro cerebro necesita descansar para aprender”, explica. 

Por ello, descansar es la principal actividad que las estudiantes realizan durante sus trayectos, en especial en las mañanas. Sin embargo, esto no siempre es posible. “En las mañanas usualmente no encuentro asiento, así que voy de pie. El recorrido es largo y se vuelve muy pesado. Cuando estoy con mucho sueño me duermo parada. Luego de un rato mi cuerpo se desvanece y me despierto de golpe”, relata Aeylin.

La falta de energía de las estudiantes no solo se debe a la carencia de un buen descanso. Evelyn manifiesta que en el 2019 llegó a bajar diez kilos por no encontrar un horario para desayunar y cenar adecuadamente. “Entre comer y dormir, la mayoría de veces me gana el sueño. En las noches llego de frente a descansar a mi casa. Si como algo es ligero, porque ya es medianoche. Y en las mañanas a las justas tengo tiempo para tomar avena”, reconoce.

Más allá del impacto en el rendimiento y aprendizaje académico, la distancia entre la universidad y sus casas les roba a las estudiantes algo mucho más valioso: tiempo con la familia y consigo mismas. 

“Mi familia me odia porque siempre digo que no tengo tiempo. Mi mamá y mi hermana se molestan porque no puedo colaborar con las cosas de la casa como lavar los platos o limpiar. Pero trato de hacerlo de todas maneras en los fines de semana”, cuenta Evelyn. Sus sábados y domingos se ven ocupados por los quehaceres del hogar y las reuniones grupales que no puede tener los días de semana, aquellos en los que llega a casa directamente a dormir.

Diana no veía seguido a su hermano menor, a pesar de vivir en la misma casa. Cuando ella salía, él todavía estaba dormido. Cuando regresaba, ya se había acostado. También se perdía las cenas familiares. “Solíamos cenar juntos cuando mis papás llegaban de trabajar pero ya no podía hacerlo. Cenaban ellos tres, nada más”, indica.

Aeylin descubrió cuánto tiempo con su familia le robaba el transporte cuando le cancelaron dos clases el mismo día. “De pronto tenía cinco horas adicionales para mí. Aquella semana había sido muy tensa y no había podido pasar tiempo con mi mamá. Así que le dije para ver una maratón de El gran chef, su programa favorito. Pasamos un gran día riéndonos mucho”, rememora.

Dado que su tiempo libre es dedicado a las actividades que no pudieron hacer durante la semana, a estas jóvenes estudiantes no les quedan muchos espacios para relajarse o practicar un hobby

Evelyn tuvo que dejar de tocar la guitarra, algo que hacía desde que estaba en el colegio. A Diana le hubiera gustado poder participar de más eventos de baile en la universidad. Aeylin, por su parte, lamenta tener que despedirse de sus amigos cada vez que proponen ir a comer algo o ver una película luego de una clase en la noche. “Ni siquiera he podido ir a la mayoría de fiestas o cumpleaños de mis compañeros porque luego no tenía cómo regresarme”, comenta.

Pasar menos tiempo con la familia y amigos o no poder darse un tiempo para el cuidado personal impacta gravemente en la salud mental de los estudiantes. “Cuando uno comparte espacios con seres queridos o practica algo que le gusta, su cerebro genera serotonina y endorfina, hormonas clave para el buen humor y el bienestar mental. Privarse de estos momentos puede elevar los niveles de estrés y ansiedad, así como disminuir la motivación”, señala Paola Flores.

Si bien las tres estudiantes han considerado mudarse de casa en algún punto de su carrera, la mayoría encuentra limitaciones para hacerlo. “Sueño con la posibilidad de trasladarme a vivir a un lugar más cercano al centro. Pero debo pensar en mi hermana menor. Mis papás ya hacen un gran esfuerzo pagándonos la educación a ambas. Así que no puedo agregar un gasto más”, lamenta Evelyn.

Al final del día, las tres estudiantes han aprendido a resignarse. Saben que si quieren terminar sus estudios, no tienen otra alternativa que atravesar diariamente la odisea del transporte público limeño. 

Diana y Evelyn han encontrado consuelo en saber que este es su último año viviendo en esta vorágine de madrugadas, estrés y presiones académicas. “Trato de decirme que ya falta poco, que ya es mi último año. Si he estado seis años viviendo así, ¿qué es un ciclo más?”, se repite Evelyn. Intenta pensar que todas las cosas que le gustaría hacer –tocar música, ir a conciertos, hacer más deporte o cuidar más su salud– podrá hacerlas después. ¿Verdad?