Voces desde Raucana: un ‘pueblo’ de Sendero Luminoso en las afueras de Lima

Loading

Ilustración: Killa Cuba

En 1990, el grupo terrorista Sendero Luminoso planificó la invasión de un fundo agrícola de 15 hectáreas en el distrito de Ate-Vitarte. Cientos de migrantes se instalaron allí. Hoy, más de 32 años después, tres testigos recuerdan cómo fue vivir en aquel poblado senderista conocido como Raucana. Describen las rígidas normas que impuso la banda subversiva más sanguinaria y letal de América Latina, y relatan lo que ocurrió después de que las Fuerzas Armadas ocuparan el asentamiento humano, en setiembre de 1991.




Eran las dos de la madrugada del 28 de julio y estaba por desatarse una invasión en el kilómetro 8.8 de la Carretera Central en el distrito de Ate-Vitarte. Sobre la tierra húmeda 500 personas, algunos con frazadas en mano, reciben esteras, palos, fierros y vinagre de miembros del grupo terrorista Sendero Luminoso. Frente a ellos se erige una imponente muralla de dos metros y medio de alto que resguarda el fundo de la familia Ísola Lavalle. Los testimonios cuentan que una impetuosa voz se alzó por encima del resto y los obligó a formarse: “Compañeros, la toma está al mando del partido. Si desean pueden quedarse o si no se retiran ya”. Todos se quedaron. Siguiendo las órdenes de los senderistas, el siguiente paso fue dividirse en siete grupos y rodear todo el perímetro del terreno. Con combas y picos hicieron pequeños agujeros que atravesaron las paredes que rodeaban el fundo. El sector II, que rodeaba la entrada principal, forzó la puerta e ingresó antes de que los demás invasores siguieran destruyendo las paredes. En ese momento la toma se había consumado.

Para el historiador Carlos Castillo Vargas, Raucana era el lugar perfecto para desarrollar una primera base de apoyo en Lima y Sendero lo tenía claro. Según el historiador, el éxito de las bases de apoyo estaba en la identificación de poblaciones abandonadas por el Estado, y donde, en consecuencia, la subversión terrorista podía instaurar allí un “nuevo poder”. Sobre este punto Castillo precisa: “En 1990 Ate contaba con una gran población obrera de estrato social bajo, en su mayoría de origen andino, que pertenecía a las últimas oleadas que lo poblaron a fines de la década del ochenta. Estas características pueden considerarse beneficiosas para el PCP y su trabajo político, pero mi investigación descubrió un dato más importante aún: el lugar elegido colindaba estratégicamente con vías de acceso vitales a Lima: Ferrocarril del Centro y la Carretera Central”, dice Castillo Vargas en su tesis Rompiendo el silencio: Raucana, historia de una posible base de apoyo del Partido Comunista del Perú, o de cómo se formó el “nuevo poder”.

Para la Policía Nacional, Sendero Luminoso lo tenía todo planeado. Ocupar el fundo, crear una nueva base de apoyo con los invasores y, a modo de proyecto experimental, crear una “ciudad modelo” o escuela popular que pudiera replicarse en otras ciudades periféricas de Lima.

Como menciona Castillo, la invasión del terreno era decisiva. Solo invadiendo ese fundo podrían bloquear la Carretera Central e impedir que los alimentos llegaran a la capital. Pero a Sendero no le bastaba con eso. Su plan consistía en seguir creando bases en los asentamientos humanos de Lima y articularlos con los de la sierra central para formar un cordón alrededor de Lima y ‘ahorcarla’ definitivamente.

Durante catorce meses los invasores de Raucana digitados por Sendero Luminoso bloquearon la Carretera Central con coches bombas y explosivos molotov. Organizaron secuestros y protagonizaron tiroteos y enfrentamientos con la policía y el ejército a fin de conservar los terrenos invadidos. Finalmente, el 6 de septiembre de 1991 camiones porta-tropas y 14 tanquetas llegaron a Raucana. Alrededor de 1000 soldados del Ejército se atrincheraron al interior de Raucana y otros 1000 se quedaron afuera resguardando. Ese día el ejército tomó la base de apoyo popular que SL había creado a las puertas de Lima.

El secuestrado

Miércoles 21 de agosto de 1991, a un año de la invasión.
-Relato de Cesar Aníbal Basauri García, exagente de inteligencia y detective de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP).

Agentes de la policía y del ejército presentados a la prensa durante su liberación. Los nombres de izquierda a derecha son: Capitán de infantería del Ejército Peruano: Luis Alberto Vílchez Vera. – Capitán de la Policía Nacional del Perú: César Aníbal Basauri García. – Suboficial del Ejército Peruano: Richard Daniel Mesmer Talledo.

En la Comisión de la Verdad hay solo un párrafo que habla de nosotros.
Yo trabajaba apoyando a una unidad de inteligencia del Ejército en el fuerte Rímac. Nuestra tarea, igual que otras veces, era ir a la zona, corroborar y tomar algunas fotografías de la presencia de elementos subversivos. En esta oportunidad nuestra comisión era en el asentamiento humano Raucana.

Se decía que había un local cercado en la Carretera Central. Teníamos que ir a verificar. Se hablaba de gente armada dentro de torreones vigilando cada esquina del cerco. Podíamos hacerlo de lejos, no había necesidad de acercarnos, pero fuimos. Fuimos por la Carretera Central y volteamos hacia la derecha, como quien va a Chosica y vimos el inicio del cerco. Y ahí empezó todo.

Había huecos en la otra mitad de la pista, huecos de tierra. No podíamos dar la vuelta y regresar así que íbamos a ir hasta el final del cerco, tomar algunas fotos desde el auto, dar la vuelta e irnos. Al llegar al final del cerco de un portón salieron un montón de personas. Los niños iban adelante, las mujeres le seguían y detrás hombres con fierros de construcción. Nos detuvieron. Los pobladores gritaban: “Compañeros, estos han venido a cometer un genocidio”. Gritaban tonterías.

Niño viendo uno de los torreones de vigilancia Foto: El Comercio,sección policial. Lima, 9/9/1991.

Nos hicieron bajar. Un señor gritó: “Tienen que explicarles a todos nuestros compañeros que es lo que hacen por acá”. Entonces me subí a una roca grande, saqué mi placa y me identifiqué. Les dije: “Somos de la policía y venimos a ver si hay gente terrorista por acá que está tramando algo contra ustedes”. No les importó.

Nos dijeron que en unos minutos iba a haber una reunión y que mejor pasáramos a explicarle a sus demás compañeros. Por supuesto nos negamos, les dijimos que no era parte de nuestra competencia ingresar al local. La gente empezó a insistir, nos sentimos presionados por los fierros en punta que sostenían. Nos dijeron que lo mejor era que pasáramos de forma tranquila. Caminamos hasta un portón grande de fierro, a mitad del cerco, e ingresamos. Nos sentaron a los tres en una banca, uno al lado del otro. Nos empezaron a revisar y a mis dos compañeros les quitaron sus armas. No pasó mucho tiempo hasta que alguien vino por atrás, nos tapó los ojos y nos amarró las manos hacía atrás.

Minutos después estábamos caminando en círculos. Caminamos cerca de tres horas y, aún vendado, sabía que habíamos pasado muchas veces por el mismo lugar. Pero ellos decían que ya íbamos a llegar. Pasé el mismo puente 50 veces. Por fin paramos y nos alojaron, por separado, en chozas de esteras. Pasamos la tarde vendados y amarrados, pero aun así podías ver por debajo de la venda y a través de la caña de la choza: vi gente caminar con mochilas llenas de armamento. Se podía ver de forma clara la punta salirse por las esquinas de las mochilas. No comimos nada durante ese día.

Por la noche realizaron una reunión a la que llamaban asamblea popular. La chompa que llevaba puesta la voltearon sobre mi cabeza para taparme mejor los ojos. Nos sacaron de las chozas porque la asamblea era afuera, a campo abierto. Solo podía oír a la gente gritar con furia: ‘Son genocidas, hay que eliminarlos’. No decían ‘matar’, eso lo recuerdo bien. La palabra que usaban era ‘eliminarlos’. Eso en el léxico de los subversivos significa desaparecerlos. Había algunos, en cambio, que con voz más serena intentaban calmar los gritos y decían que no. Al final se acabó la reunión y nos tiraron en una colchoneta y nos dieron de comer sopa de pescado.

El jueves a las 3 de la mañana llegó alguien para interrogarme. Sentí que era una persona importante para ellos, porque de pronto todos estaban en movimiento.  Estaba vendado, pero igual me tumbaron contra el suelo y me agarraron de las manos para que él entrara. En ese momento encontraron mi arma escondida a la altura de mi bragueta: un revólver Magnum 357. Él solo me preguntó si era de inteligencia, le respondí que sí. Yo no tenía nada que ocultar. Él salió de la choza y no lo volví a escuchar.

Por la tarde, de rato en rato, entraban personas a conversar con nosotros. Pero todo era distinto: ya no se escuchaba a nadie decirse ‘compañero’. Ahora se llamaban vecinos unos a otros. Y ese mismo día, horas después, volvieron a interrogarme, pero esta vez con los ojos descubiertos. Me mostraron fotos de mi cuadra, de mi casa, de la construcción que había iniciado. Me dijeron que eran fotos que se habían tomado recién y que tenían bien ubicado donde vivía. Me volvieron a vendar y se fueron.

El viernes estábamos de nuevo caminando en círculos. Lo hicimos por tres horas hasta que paramos. Debajo de la venda vi una mesa con mis documentos y mi revólver destrozado.  Nos quitaron las vendas y nos entregaron nuestras cosas. Lo siguiente fue soltarnos a una nube de periodistas. Salimos en primera plana en La República. En ese momento terminó nuestro secuestro. Lo interesante es que a mi arma le cortaron el martillo que es el percutor para que salga la bala. Eso no lo hace una población cualquiera con simples vecinos. Para nosotros, con todo lo que vimos adentro, esa era una Escuela Popular.

El invasor

Sábado 28 de julio de 1990. Día de la invasión.
-Relato anónimo de M.G.S. (61). Omitimos su nombre real, a pedido de la fuente, quien prefiere que su testimonio se conserve en el anonimato.

Soy albañil. Yo llegué acá como todo joven que necesitaba un techo. En los noventa tenía 29 años. En ese tiempo vivía con mis papás, pero ya tenía señora y dos hijos. Me enteré de la invasión por unos amigos del barrio, cuando llegué la toma estaba liderada por el Partido Comunista. Ya estaba dentro, no me quedó de otra que seguir para adelante. ¿Me arrepiento de algo? No. Gracias a ellos hoy tengo un techo y vivo acá con mi familia. No nos desalojaron gracias al partido. Si hubiéramos sido gente común nos sacaban en un dos por tres. Ellos tenían peso porque les temían.

La idea de planificar la invasión para un 28 de julio era sencilla: aprovechar que las fuerzas policiales y militares iban a estar ocupadas en el cambio de mando. Yo era uno de los tantos inscritos. No sabíamos cuántos éramos ni quiénes, pero esa noche fueron llegando más y más. Al final se formaron siete sectores. Era gente del Nuevo Vitarte, del Agustino, Nocheto y Perales. Lo que puedo decir es que los líderes tenían sus cosas y su gente aparte. Cuando llegué el lugar parecía un cuartel, todos estaban formados. Rápido nomás nos hicieron saber que la toma estaba al mando del partido. La gente que lideraba vestía igual que nosotros. Los diferenciamos porque entre ellos se decían ‘compañeros’. Me quedé dormido en el suelo en plena llovizna. La policía apareció a las tres de la mañana. Vinieron a desalojarnos, pero no lograron entrar. Nos veían desde afuera del cerco. Nuestra estrategia fue sacar a los niños, a las mujeres y ponerlos adelante. Era una forma de protegernos. Nos estábamos jugando el todo por el todo. La policía solo disparaba al aire y es así como muere el señor Raucana. Fue una confusión, una bala perdida. Él era un hombre alcohólico y estaba mareado ese día. Lo pasaron como héroe porque fue el primer costo. Y por eso le pusimos su nombre al pueblo: Raucana. Al día siguiente los del partido no nos dejaron salir. Siempre vivíamos con la expectativa del desalojo.

A los 20 días ya era una obligación conocer a todos los de tu sector porque si no estaba tu familia, cuidando tu terreno, y nadie te reconocía, el vigilante no te dejaba pasar por el portón. Éramos un promedio de 70 pobladores por sector y esa era una forma de cuidar el lugar. El que salía a trabajar debía dejar 50 céntimos para la olla común, de esa olla comíamos todas las familias y así nos alimentamos un tiempo. Los compañeros, al principio, lotizaron 120 metros por familia y nos dijeron: «60 se construyen y 60 para el huerto». Parte de la ideología del partido era que no dependiéramos de nadie de afuera. De ningún «miserable» que era como llamaban al Estado y a los policías.  En el huerto se empezó a sembrar arveja, papa y lechuga.

Los fines de semana eran un poco distintos porque eran los juicios populares. Los del partido traían a pirañitas de las zonas aledañas y los detenían en un cuartel de esteras. El día sábado recién lo sacaban para su juicio frente a los demás pobladores. El castigo, lo decidimos entre todos, casi siempre era azote, pero también podíamos votar por el trabajo forzado y el ‘aniquilamiento’.

¿Casos de ‘aniquilamiento’? Sí hubo, pero entre ellos. El primer líder que tuvimos, un crespito al que le decíamos “José”, lo mataron y lo enterraron aquí mismo.  A él, una semana antes de la toma, se le había ordenado matar al empresario Antonio Rosales. El ‘trabajo’ lo hizo disfrazado de emolientero en la avenida La Molina. José llevaba su carretilla y su compañero iba en un volquete. Ambos bloquearon la pista y desde el auto de Rosales tocaron el claxon. José, el emolientero, sacó su metralleta y mató a Rosales y a su seguridad personal, pero recibió un impacto de bala en el brazo. Su compañero lo llevó a un lugar donde le dieron asistencia médica. Dicen que, en esas circunstancias, él quiso sobrepasarse con una enfermera y que por eso lo mataron. Se dijo que su comportamiento no era el de un líder, pero nosotros sabíamos que había sido por una lucha de poderes. Cuando se hizo su juicio popular, la población lo sentenció a trabajo forzado y lo estaba cumpliendo. Pero al tiempo desapareció y nadie nunca preguntó por él. Él era un líder que venía de la selva y quería ser presidente acá.

Al año siguiente se da el secuestro de los agentes de inteligencia. Los guardias los vieron pasar por el sector de San Antonio y notaron que tomaban fotos a las torres de la vigilancia y los detienen. La guardia los interroga y al final los traen a Raucana confinados. Eran tres:  uno de la Fuerza Aérea, otro era de la Guardia Civil y un detective de la PIP.  Los retuvimos tres días y luego los entregamos a la prensa. Me acuerdo que ese día vinieron un montón de periodistas, entre ellos la señora Mónica Chang del canal 2. Y ahí es que recién nos hicieron caso y se empezó la negociación.

Lo del coche bomba fue el 7 de agosto, cuando supuestamente nos iban a desalojar. Ese día hubo un enfrentamiento con la policía y se tomó la Carretera Central. Todo lo que hicimos fue para impresionar a la prensa y presionar a la alcaldesa de Vitarte, que era la intermediaria del señor Ísola. Ya habíamos empezado a negociar con él, pero no se llegaba a un acuerdo en el precio. Él quería 10 dólares por metro cuadrado de terreno. No podíamos pagar eso. Al no llegar a un acuerdo, nos dijeron que iba a haber un nuevo intento de desalojo. Como respuesta bloqueamos la Carretera Central para impedir que llegaran a nosotros. Esa fue una idea de los vecinos, no del partido.

Aunque ya habíamos aprendido de ellos cómo debíamos prepararnos para una represión. En los torreones, por ejemplo, hacíamos una T (como una cruz) con cohetes avellanas y las prendíamos cuando venían los ‘tombos’. También nos enseñaron a preparar molotov casero con gasolina y mechero y los tirábamos para hacerlos retroceder. Me acuerdo que había un señor de edad que juntaba sus heces en una botella y las lanzaba cuando ellos llegaban.

Después de todo eso, el mismo el señor Ísola Lavalle vino a hacernos la compra y venta. Yo recién lo conocí era medio crespito, italiano. Vino con sus muletas, era discapacitado. Nos entregó las propiedades. En ese momento sentimos un alivio porque, ya prácticamente, estábamos más seguros. No había nada más que hacer, pero luego llegaron los militares.

Las tropas llegaron por la mañana. Venían a pie y en tanqueta, y entraron por los cuatro lados del perímetro: San Gregorio, San Andrés, Amauta y Santa Clara. Nos hicieron formar. El ejército ya tenía identificados a los del partido, algunos lograron escapar y otros cayeron. Afuera también encontraron a algunos y también cayeron. Algunos delegados se quedaron aquí en Raucana, pero nadie nunca dijo nada.

Hijo de invasor

-Relato de Hernán Aguirre.

Condiciones de vivienda de los niños de Raucana. Foto: El Nacional, sección policial, 24/8/1991. p. 11

Tengo 32 años, igual que Raucana, y desde que tengo conocimiento siempre ha estado cercado por paredes de barro y custodiado por militares. Había solo dos puertas de ingreso y en cada esquina había torreones con militares vigilando. Hoy una de sus bases es un colegio.

Lo que recuerdo es que se levantaban temprano y salían a las cinco de la mañana a marchar, luego patrullaban casa por casa. Se encargaban también de la vigilancia de cada portón y de los torreones que estaban en cada esquina. El toque de queda empezaba a las siete de la noche y ambas puertas se cerraban. Después de esa hora no había forma de entrar. Entre las reglas que teníamos en Raucana era que estaba prohibido usar prendas rojas o tenerlas porque los militares entraban, en cualquier momento, sin permiso a las casas y hacían requisas. A mí casa entraron varias veces. Una vez se llevaron a mi papá por tener un VHS con la canción Flor de Retama. Yo tenía siete años. Lo regresaron al día siguiente.

Siendo niño vi cómo se hacían torturas y castigos. Los castigos, casi siempre, eran por problemas de pareja. Al hombre que le pegaba a su mujer lo llevaban a la base por abusivo y le daban su castigo. Lo soltaban al día siguiente. En esa misma base, según los vecinos, mataban personas porque había gente que entraba y no salía. Los vecinos sabían quiénes eran del partido, pero nadie quería hablar. Había miedo. Los militares, encapuchados, traían a las personas a rastras a la base. Se tapan los rostros para que los vecinos no los identificaran. No sabíamos si salían vivos o no. Aunque de eso no me acuerdo mucho. Creo que mi infancia ha sido tranquila gracias a ellos. Con ellos, aquí ­ presentes, hasta he tenido un aire de seguridad.

Ahora que lo pienso el control también era positivo por el tema del terrorismo, pero también en general. Cuando se retiran, la imagen de Raucana empieza a cambiar. Hay pandillaje, robos, se abren bares y cantinas y se ve drogadicción. Los índices de robos también crecieron un montón. Se retiraron en los 2000, se llegó a un acuerdo con la población, incluso se llegó a hacer una despedida. Me acuerdo que en diciembre se hizo una chocolatada, nos regalaron juguetes y nos hicieron un agasajo. Su imagen era buena y mala, pero a los niños siempre nos decían que era para cuidarnos y protegernos y que tenían que buscar a los responsables de las muertes: los terroristas. Una vez que entraron los militares, la población se puso las pilas. Se organizaban los militares, la junta vecinal y se trabajaba de la mano. Hoy ya no hay torreones, ni cerco. Lo que hay hoy es un mercado propio, un policlínico y un estadio que se sigue construyendo. Lo que sí queda es que siguen organizando reuniones, pero ahora son de campeonatos y de fiestas de aniversario. Hemos decidido no hablar del pasado, ya ni se menciona. Los chibolos ya ni se acuerdan nada y las nuevas generaciones ni saben lo que ha pasado. Está tranquilo hoy. Si hablamos de ideologías pasadas, ya no existe nada.