Barranco, el distrito bohemio por excelencia de Lima, posee entre sus callecitas empedradas un rincón que es un santuario de la identidad afroperuana y que ha sido testigo de las más grandes voces de la música criolla: Caitro Soto, Lucila Campos, Arturo Cavero, Bartola, Pepe Vásquez, Eva Ayllón y Susana Baca son algunos de los grandes artistas que se presentaron en la Peña “Don Porfirio”.
*Este trabajo fue elaborado en el curso Taller de Crónica y Reportaje, dictado por el profesor Mario Munive.
Por Shamira Legua y Valeria Lévano
Abelardo Vásquez, descendiente de una familia profundamente arraigada en la tradición afroperuana y reconocido compositor e intérprete de la música de la costa del Perú, abrió las puertas de esta peña el 10 de febrero de 1984. Lo que para algunos era simplemente un pequeño local ubicado en sus inicios en el pasaje Tumbes en Barranco, para él y para quienes lo conocieron en vida, era el inicio de un sueño: el de preservar la esencia de la música criolla.
A inicios del siglo XX, la vida en San Luis de Cañete giraba en torno a las haciendas, grandes latifundios que extraían la riqueza de la tierra y dejaban a sus trabajadores en el polvo, con apenas lo necesario para sobrevivir. Sin agua potable, salud ni escuelas suficientes, el pueblo se mantenía en pie, pese a las múltiples dificultades.
En esta aparente desolación, la comunidad afroperuana de San Luis forjó algo mucho más profundo que la tierra misma: un sentido de identidad que fluía en sus danzas, cantos y festividades. Aunque sus voces no aparecían en los registros oficiales, San Luis encontró la libertad de ser un refugio cultural y cuna de lo que años después sería un espacio importante de la cultura afroperuana.
Ahí está clarito, compadre, que nos quieren engañar: dicen que Ramón Castilla no ha firmao la libertad. Y nos quieren engañar para hacernos trabajar.
Letra de la canción “Mi compadre Nicolás”, perteneciente a Porfirio Vásquez
Abelardo nació en San Luis en 1929 con el ritmo del cajón en el corazón y las décimas de su padre, Porfirio Vásquez, en el aire. Hijo del ‘Patriarca de la Música Negra’, creció en un hogar donde la cultura criolla era un estilo de vida. Para Abelardo, la música no era un simple arte, era un legado vivo y un tesoro ancestral que le había sido entregado por su padre, quien le enseñó que cada nota y cada golpeteo de cajón llevaba consigo la historia de la comunidad afroperuana en el país.
En 1902, año en que nació Porfirio Vásquez, el Perú vivía una época de transformación y contrastes. Eduardo López de Romaña gobernaba con la mirada puesta en el progreso económico, apoyando la construcción de ferrocarriles y promoviendo la minería. A su vez, las expresiones culturales afroperuanas, aunque reprimidas y marginadas socialmente, empezaban a encontrar espacios de preservación en comunidades como Cañete y Chincha. Porfirio no fue un músico cualquiera. Era un hombre que capturó con destreza el ritmo y la esencia de los compases del agua’e nieve, el zapateo, el alcatraz y el festejo, dedicando su vida a difundirlos.
Como profesor de danza y guitarra de la primera academia folklórica que se fundó en Lima en 1949 (hoy Escuela Nacional Superior de Folklore José María Arguedas), Porfirio Vasquez abrió el camino para otros. Si bien falleció en 1971, su influencia inspiró a figuras como Nicomedes Santa Cruz, el gran poeta afroperuano. “¡Criollo no: criollazo! Canta en el tono que rasques. Le llaman El Amigazo. Su nombre: ¡Porfirio Vásquez!”, escribía Nicomedes en un poema titulado A Don Porfirio, honra directa a su gran maestro.
Enero de 2006. Era un viernes, el único día en que la casa de los Vásquez en la calle Manuel Segura en Barranco se convierte en el centro de una noche musical y que, por designio de Abelardo Vásquez, representa el día de los criollos. Las vías del Metropolitano se encontraban en construcción en la avenida Francisco Bolognesi, al costado de la peña. De repente, la luz se fue en todo el distrito bohemio a mediados de las siete de la noche. No obstante, el show debía continuar.
Como un triste recuerdo de los apagones en la época del terrorismo, Marilú Loncharich, esposa de Abelardo Vásquez, conservaba un par de lamparines, que decidió poner en cada mesa. “Ese día había reservado una mesa el embajador de Estados Unidos, James Curtis Struble, junto con su familia. Francamente, yo pensé que no iban a asistir, pero no faltó ninguno”, cuenta entre risas. Sin equipo de sonido, sin luces y tan solo con un par de velas, se vivió una velada memorable.
Veinticinco de octubre de 2024, una semana previa al Día de la Canción Criolla. El reloj marca las diez de la noche. Es un viernes más. De pronto, entran dos grupos de cinco personas que hablan inglés y alemán. También se escuchan otros acentos del castellano, como el chileno. Se sientan a tiempo, pues las luces se vuelven tenues. Los comensales se miran entre ellos con una sonrisa en sus rostros y un par de cervezas en sus mesas. Ha comenzado la función. La voz firme y llena de sabor de Félix Valdelomar, cantante de la peña, comienza entonando “Negrita, ven, prende la vela, que va a empeza’ la cumbia en Marbella”.
El cajón retumba con fuerza bajo las manos de Pedro ‘Perico’ Díaz, marcando el compás que inunda la Peña Don Porfirio. Los acordes de la guitarra del maestro Gustavo Urbina le siguen, envolviendo el ambiente en una atmósfera que parece transportarnos a otro tiempo, donde queda únicamente aquella cultura criolla de antaño. Desde el pasadizo, al ritmo del festejo, una pareja de danzantes, Allison y Roberto, irrumpe con sus prendas llamativas, haciendo que la peña estalle en aplausos, gritos y brindis. “¡Salud!”, se oye en cada rincón. De pronto, los comensales, tomados por la magia del momento, se levantan a bailar: así se vive la jarana en esta peña.
Tras el fallecimiento de su esposo en 2001, Marilú ha mantenido vivo el propósito de la Peña Don Porfirio junto con sus hijos. Con una sonrisa y un brillo especial en sus ojos, ella destaca lo que hace única a la peña: su ambiente familiar y auténtico. A diferencia de otros lugares más orientados al negocio y al lucro, esta peña no es solo un lugar para ver un espectáculo, sino un espacio donde la gente se conecta, comparte y disfruta sin la frialdad o el afán comercial que caracteriza a otros locales. “Aquí, los cantantes no vienen contratados, sino como amigos y la gente se siente como en casa. Por lo inmensos que son otros lugares, no se sabe ni quién está a un costado. Aquí todos se entrecruzan y conversan como en una familia”, apunta Marilú.
Su testimonio se refleja en la realidad de la noche. A mitad del espectáculo, Marilú se apodera del escenario. Con una de sus manos sobre su corazón y la otra sosteniendo una pequeña hoja de papel, comienza a agradecer a cada uno de los asistentes, mencionando sus nombres y de dónde vienen, mientras el público responde con aplausos entusiastas. Este gesto de cercanía crea un vínculo instantáneo. La risa y la música se entrelazan, y el lugar se transforma en un espacio de conexión donde todos se sienten parte de algo más grande.
En esta noche, la música no solo es un fondo: es el alma de la celebración. Las melodías de La flor de la canela, de Chabuca Granda, y El plebeyo, de Felipe Pinglo, junto a Toro Mata, de Caitro Soto, y Zapateo Criollo, del propio Abelardo Vásquez, suenan con alegría mientras los comensales disfrutan de un lomo saltado y un par de anticuchos. Otros prefieren deleitarse con picarones. Todo ello acompañado por un par de piscos sour, cervezas heladas o la chicha elaborada con maíz fermentado y dulce de caña.
En las paredes de la Peña Don Porfirio, cada trofeo, diploma colgado y foto que muestra rostros icónicos del criollismo, hablan de un amor profundo y persistente por la cultura afroperuana. Aquí, el tiempo parece detenerse, resguardando en cada esquina una herencia que se niega a desaparecer. Es una declaración de identidad, donde cada detalle cuenta la historia de generaciones que han luchado por preservar lo que somos, lo que nos define y lo que amamos.
Este espacio se ha convertido en una asociación cultural, respaldada por la propia Municipalidad de Barranco, donde la música y la danza de la costa vibran con pasión. Cada fin de semana, el ambiente se llena de color y energía, atrayendo a personas de todos los rincones del mundo. La peña se convierte en un punto de encuentro donde el patrimonio se disfruta y se comparte. Quienes la visitan no solo regresan, sino que traen consigo nuevos amigos que hacen que la peña se llene de reservas cada viernes, perpetuando así la memoria de un lugar donde la cultura peruana cobra vida.