En la esquina de la panadería Belgravia, en el cruce de la avenida Arenales con el jirón Joaquín Bernal, un hombre llega todas las tardes, con su acordeón y una silla plegable, para tocar a cambio de las monedas que los transeúntes le dejan. Su nombre es Roberto Chávez Gutiérrez, pronto cumplirá ochenta años y ha pasado más de la mitad de su vida tocando el acordeón.
Por: Michelle Iturrizaga
Portada: Michelle Iturrizaga
Es viernes por la tarde. La fila de clientes de la panadería Belgravia se va formando rápidamente. Roberto empuja con dificultad un carrito de carga. Allí lleva un estuche negro y una silla plegable. Coloca la silla en la esquina de la entrada principal de la panadería. Abre el estuche y sujeta las correas del acordeón sobre sus hombros. Comienza a tocar y las monedas, al principio esporádicas, van cayendo con frecuencia regular en el estuche abierto colocado al lado.
Simpático, elocuente y dueño de una memoria increíble, Roberto cuenta que estudió en el colegio italiano “Antonio Raimondi”. Fue el mayor de seis hermanos. “Fuimos cuatro de padre y madre. Pero también tengo una hermana de parte de mamá, sin que se dé cuenta mi papá. Y de mi papá tengo otra hermana, sin que se dé cuenta mi mamá”.
Roberto viaja en el tiempo y se ubica en 1965, cuando ingresó a la Universidad de Lima para estudiar Administración de Empresas. Recuerda que era un estudiante aplicado y que, en mérito a su desempeño académico, su asesor de tesis, un profesor llamado Carlos Rizo-Patrón, le regaló un pasaje a los Estados Unidos, donde le habían ofrecido un empleo. Más tarde viajó a Suiza, país en que residía uno de sus hermanos, y se quedó cinco años viviendo con él. Problemas de salud y una depresión muy fuerte, de la que prefiere no dar detalles, lo llevaron a tomar la decisión de volver al Perú.
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Su memoria se enfoca de pronto en el pasado reciente: “Yo tocaba en el Swissotel y en El Piombino, en San Miguel. Eran trabajos formales. Vino la pandemia, todo se cerró y tuve que buscar un lugar donde seguir tocando. No podía conseguir un trabajo formal y decidí tocar en la calle. Como vivo en Santa Beatriz y tengo unos amigos que conocen al dueño de la panadería, me instalé en esta esquina. Además, aquí viene gente de clase media y me dan muy buenas propinas”, dice con una pícara sonrisa.
Roberto recuerda con orgullo y nostalgia que los estudiantes de la Universidad de Lima le hicieron un reportaje, y que también recibió el reconocimiento de su casa de estudios. Ciertamente, no es un personaje desconocido. Fue él quien abrió el Primer Festival de Acordeonistas del Perú el último 24 de junio. Los acordeonistas locales tienen una asociación que busca enseñar la ejecución de este instrumento musical. Es una tarea difícil. “El acordeón no es un instrumento muy difundido en nuestro medio. Uno de buena calidad puede costar mil dólares”, explica Roberto.
Su pasión por el acordeón nació durante una celebración de su cumpleaños. “Recuerdo que cumplía doce y trajeron a mi casa a un joven acordeonista llamado Nino Mezarina. Creo que desde ese día quedé enamorado de su sonido”. A los catorce años Roberto ya tocaba sus primeras piezas clásicas. “Mi madre me incitaba a estudiar música, pero mi padre hacía todo lo contrario”. Su madre era hermana de todo un personaje de la vida cultural de mediados del siglo pasado. Nos referimos a Sérvulo Gutiérrez, destacado pintor peruano. Roberto dice que ese vínculo explica su inclinación por el arte. Más adelante, por esos azares de la vida, conoció a dos músicos notables, Domingo Rullo y Rodolfo Coltrinari.
Empezó tocando música clásica, pero al comprobar que este género no despertaba mucha atención en el público, armó su propio repertorio. Un mix de música popular internacional, valses, boleros, tangos y otros ritmos. “Robertorum”, como se hace llamar, tiene experiencia tocando en diversidad de eventos: bautizos, cumpleaños, matrimonios, ritos eucarísticos y otros. A punto de cumplir ochenta años, siente verdadera pasión y gratitud por la música. “Me ha dado amigos, viajes y recuerdos. La música me ha solucionado todos los problemas”.
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Luego de una jornada de cuatro horas tocando en su esquina de la suerte, Roberto regresa a casa en taxi porque la espalda no le da más: tiene la columna lesionada. Vive con su sobrina y los hijos de ella. “Me gusta estar acompañado. Prefiero mala compañía que estar solo”, bromea. Luego añade otro dato revelador, “soy un padre soltero” y precisa que nunca se casó, pero sí tiene hijos que lo visitan siempre que pueden. Dice que su medicina para la vida ha sido Dios y el “Jajaja”.
Luego de la cena Roberto se sienta frente a la computadora a leer todo lo que puede. “Me paso cuatro horas en la computadora viendo noticias y buscando información de todo tipo. Me gusta practicar mis facultades cognitivas porque he tenido principios de Alzheimer”.
Me dice que no lo deje hablar tanto porque luego se dispersa. Pero es muy agradable escucharlo contar, con tantas ganas, fragmentos de su vida. Habla inglés, francés e italiano y no tiene reparos en probar sus conocimientos. De pronto recuerda que antes de volver de Suiza, en los ochenta, tuvo que vender su preciado acordeón. “Yo tenía el mejor, el Hohner Atlantic IV Deluxe, pero lo tuve que vender allá. Prácticamente lo regalé. Era muy costoso traerlo hasta acá”.
Ahora me explica las partes del instrumento, cómo funciona y lo difícil que resulta ejecutarlo. Roberto empieza a tocar La flor de la canela. Al principio el sonido brota del teclado blanco y negro. Luego el fuelle se elonga y se acorta, la mano derecha crea la melodía que evoca la voz de Chabuca Granda y la mano izquierda marca el compás de ¾, que más de una vez ha provocado un rápido y ligero movimiento de pies en los veteranos transeúntes que lo han escuchado.
El Covid-19 ha traído mucha incertidumbre a la vida otoñal de Roberto. Sin embargo, para mi sorpresa, él no tiene ningún interés en vacunarse. Sus ‘investigaciones’ nocturnas en la web lo han terminado de convencer de que las vacunas no son confiables y él no quiere correr riesgos. “Tengo miedo de no haberme vacunado, pero si me hubiese vacunado creo que sentiría terror”, dice.
Son las siete de la noche, Roberto está inquieto. Me pregunta si puedo cuidar su acordeón mientras va a comprar medicinas a la farmacia. Coge algunas de las monedas que le han dejado y se marcha rápidamente. Lo esperamos con el acordeón en la esquina durante un buen rato. Las luces de la panadería se encienden mientras la tarde se apaga poco a poco. Roberto ya está de regreso. Sus pequeños lentes y su acordeón brillan en tonalidades doradas. Ambos están unidos, cuerpo a cuerpo. Es una escena muy agradable de contemplar. Parece como si Roberto y su acordeón se estuvieran dando un abrazo fuerte, intenso, en cada ejecución musical. Esa es la última imagen que conservo de este hombre que ahora vive aferrado a su pasión frente al incierto y gris panorama que lo rodea: Lima en pandemia.