Sayuri Espinoza, la baterista que impone su tempo

Loading

Las mujeres lo pueden todo: desde tocar batería profesionalmente hasta dirigir una academia con 21 años, como lo hace Sayuri Espinoza. Se va a graduar de la carrera Música en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) como la única baterista mujer de su promoción, pero lejos de desanimarla, esto la motiva a abrir nuevos caminos y empezar por descomponer algunos estereotipos, como el de “las chicas solo cantan”. En su taller de música ‘Clave de Fa’, se dictan clases virtuales de batería, percusión, guitarra acústica y eléctrica, órgano electrónico, violín y canto para niñas y niños de Ate. Actualmente involucrada en varias bandas y cantantes de la escena indie limeña como Los Lagartos, Somontano y Fantasma, este verano, antes de la llegada del COVID-19, al fin se pudo sumar a Warmi Rock Camp, un campamento de música de una semana para niñas, organizado solo por mujeres y fundado por un grupo de músicas, entre ellas su gran maestra Gisella Giurffa. Sayuri, a sus 21 años, toca piano, órgano eléctrico, tarola, violín, percusión y batería, pero quiere más. 
Por: Andrea Morales Salazar
Portada: Archivo personal


Mide metro cincuenta, es delgada, los ojitos jalados, enmarcados por cejas pobladas y de un negro intenso, como lo es también el color de su pelo que contrasta con su piel. Parece una japonecita, sus amigos le dicen china, pero en verdad es peruana o, mejor dicho, nikkei. Tiene una voz muy dulce, muy suave, no habla con lisuras o jergas, pero cuando algo le molesta dice sin problemas me jode. “Podemos ser muy buenas, pero por ser mujeres debemos demostrar el triple que los hombres. Eso es lo que me jode realmente. ¿Por qué me tiene que costar más?”. Ya en su último año de carrera, Sayuri prepara su tesis que trata sobre el desempeño laboral de las mujeres en la industria musical. “Es un tema que quiero visibilizar, porque es necesario. Estoy harta: las cosas tienen que cambiar”.

Antes de la pandemia, el centro de arte y cultura, Clave de Fa, una academia familiar fundada por su papá, contaba con casi 100 alumnos matriculados. “Verano es nuestra etapa más fuerte, porque las chicas y chicos no tienen clases”. A finales de febrero de este año, el taller cerraba su temporada verano con un evento de clausura. Cada uno de los siete cursos, con dos horarios cada uno, y en los casos de órgano electrónico y guitarra acústica, con tres; hicieron presentaciones. “Es como una pequeña comunidad. Los padres y los niños me tienen confianza, saben que estoy a cargo, pero ese respeto me lo he ganado con mucho esfuerzo”, cuenta Sayuri. 

En 2015, en su último año de colegio, su papá le pidió que empezara a enseñar en las clases de batería en la academia. “Yo iba a ser la profesora y tenía miedo porque yo no tenía experiencia, aún estaba en el colegio y mido apenas un metro cincuenta”. Sayuri tuvo alumnos más grandes, más altos y mayores que ella. Los mismos padres de familia dudaban de su capacidad, pero con perseverancia y esfuerzo demostró que lo que importa es el conocimiento. Cuando empezó a dirigir la academia, en 2017, los papás le preguntaban: 

—¿Y tú qué haces?, ¿estudias algo?

—Sí, estudio Música.

—Ah…

“Yo siempre trato de hacer las cosas bien, me gusta que salgan bien; sin embargo, hubiera preferido no tener que esforzarme tanto, pero, bueno, es lo que nos toca. Si no confían, entonces tengo que demostrar que sí puedo y que soy buena”. Con los resultados en cada clausura, con la emoción de los propios niños y niñas por seguir aprendiendo y matricularse de nuevo, Sayuri les demostraba a los padres y, en general a todos, que sabe lo que está haciendo.

Uno de los salones de la academia Clave de Fa, en Santa Clara, vacío debido a la pandemia por  el COVID-19. FOTO: Archivo Personal.

Debido al aislamiento social obligatorio, el taller tuvo que cerrar sus salones. El segundo piso de la casa de los Espinoza Simabuko está más silenciosa y vacía que nunca, pero no por mucho tiempo. Clave de Fa decidió reabrir de manera virtual el pasado viernes 23 de octubre. Por primera vez están dando clases en pandemia y ya llenaron cuatro cursos, pero Sayuri ambiciona más. “Recién tenemos redes sociales: Facebook, Instagram y YouTube. Ha pasado tanto tiempo y nunca nos habíamos creado cuentas online. La pandemia nos ha replanteado muchas cosas y tener presencia virtual ahora es muy importante. Quiero que el centro esté como antes y siga creciendo”.

La herencia

Akemi, su hermana mayor; Guillermo Espinoza, su papá, con su guitarra y Sayuri en el coche. FOTO: Archivo personal.

Para la Navidad de 2004, cuando Sayuri tenía 5 años, su papá le regaló una tarola. “Cuando era niña, como todas, quería juguetes, una barbie por ejemplo, pero él me dio una tarola y a mi hermana, una lira. Nunca tuve barbies porque mi papá dice que las muñecas acomplejan a las niñas -juicio que ahora ella comparte-, y entonces prefería regalarme algo ‘neutro’, como instrumentos”. Cuando era joven, el señor Guillermo Espinoza formaba parte de un grupo de música criolla. La familia paterna es de músicos, especialmente de música criolla. “Si bien, al comienzo era forzado, siento que, si no fuera por él, yo no sería lo que soy ahora”.

Al año siguiente, en primero de primaria, Sayuri entró a la banda del colegio, esas que tocan en las marchas y formaciones de los lunes. Al comienzo, el profesor encargado no quería que Sayuri entre por la diferencia de edades. Aún era muy chiquita, pues tenía seis años recién cumplidos y en la banda se aceptaban niños y niñas a partir de diez. No obstante, como Sayuri tenía su propia tarola, agarró rápido el ritmo y el profesor aceptó derrotado: “Está bien, sí puedes entrar, pero sé responsable”. Tenía ensayos todos los sábados en el colegio y el profesor le enseñó mucho, pero, sobre todo, disciplina.

La más pequeña. Sayuri tocando tarola con la banda de su colegio. FOTO: Archivo Personal.

Sin embargo, la tarola, aunque fue su primer instrumento de percusión, no fue el primero que tocó. Sayuri empezó con piano o, mejor dicho, órgano eléctrico. Cuando tenía apenas cinco años, su papá matriculó a Sayuri y a su hermana en un taller de órgano electrónico, porque las teclas del piano eran aún muy pesadas para sus pequeños dedos. Luego, cuando cumplió nueve años y su hermana Akemi tenía once, su papá compró un piano de estilo alemán a un amigo. Llevaron clases de piano tres años con Luzmila Purizaga, una profesora particular que iba a la casa de los Espinoza Simabuko. 

Piano estilo alemán con el que Sayuri y Akemi aprendieron a tocar. Hecho por Héctor Zapata, amigo del papá de Sayuri, ya tiene doce años en el mismo rincón. FOTO: Archivo Personal.

“Le teníamos mucho cariño porque fue la única que tuvo los ovarios y cero prejuicios para venir a Ate a enseñar a dos niñas”, señala. Su papá le preguntó a varios profesores si podían ir hasta Santa Clara, tres veces por semana, para dar dos horas de clase a sus hijas. No importaba el precio, solo que vayan, pero todos decían que “no, yo no voy a Ate, yo no voy a conos”, hasta que la profesora Purizaga, de más de sesenta años, aceptó la oferta. “Ella nos enseñó mucho: no a leer partituras, sino a tocar”.

Pero, la profesora, ya muy mayor, no podría mantener el trajín rutinario de viajar tres veces por semana desde La Victoria hasta Santa Clara, ida y vuelta. Por lo que, después de tres años, el señor Espinoza, ingeniero civil de profesión, decidió hacer un taller de música, ya que “no es posible que quiera conseguir un profesor y no quieran venir acá”. Desde entonces, la academia tomó todo el segundo piso de la casa de los Espinoza Simabuko con cuatro salones e invadió la sala del primero, que tiene la función de oficina, atención a padres y un salón para las clases de los más pequeños, niñas y niños de cuatro y cinco años.

Cuando la familia Espinoza Simabuko abrió su academia, Sayuri se inscribió a todos los cursos para apoyar a su padre. “Recuerdo que vino un profesor y delante de mí empezó a armar la batería. Me impresioné y ahí mismo me enseñó unos cuantos ritmos. Yo los practiqué ese día, pero ahí quedó”. A raíz de la academia, Sayuri siguió clases de violín durante dos años, aunque es bastante modesta al respecto, pues dice que no es buena con los instrumentos de cuerdas y mucho menos de vientos. En todo caso, lo suyo es la percusión.

Entre Okinawa y el Callao 

En Japón, a las parejitas de hermanas usualmente se les pone de nombres Akemi y Sayuri. Se le nombra Akemi a la hermana mayor, pues significa primer cimiento y se espera un carácter fuerte; mientras que, a la hermana menor, se le llama Sayuri, lo que se traduce como flor de azucena y se espera que refleje una personalidad más sensible. “No sé si fue coincidencia, pero nuestros nombres sí van con nuestras personalidades. Mi hermana mayor, Akemi, es así: fuerte y práctica; en cambio, yo soy bien sensible, amorosa y lloro bastante”, confiesa entre risas.

La ascendencia japonesa proviene del lado materno. Su obachan y su ojichan, como llamaba de cariño a sus abuelos, fueron parte de los okinawenses que vinieron al Perú a trabajar en granjas de pollos a mediados del siglo pasado. Según el portal de la Asociación Okinawense del Perú (AOP), a la cual pertenece Sayuri y su familia, la Inmigración Okinawense es la más numerosa en el Perú, pues se estima que sus descendientes constituyen el 70% de la comunidad nikkei en el país.

Sayuri, su mamá Nelly Simabuko y su hermana Akemi en el patio de su casa en Santa Clara, Ate. FOTO: Archivo personal.

Su familia paterna, en cambio, es del Callao y allí Sayuri escuchó la salsa dura: Héctor Lavoe y El Gran Combo, como también aprendió de Rubén Blades y Tonny Succar. Sus primeros años los vivió en la casa de La Punta, pero pronto se mudaron a la gran casa de sus abuelos en Santa Clara, Ate. Así que, por un lado, aprendió de sabor y ritmo, pero por el otro, de valores como el respeto y la puntualidad. “En la familia de mi papá, todos son bien criollos, bien barrio y la de mi mamá es todo lo contrario y yo me quedo en este, en el lado más tranquilo”, afirma Sayuri, quien disfrutó de sus abuelos japoneses hasta hace unos meses.

Pero no todo es silencio y estático en la cultura japonesa. Por un tiempo, Sayuri llevó clases de taiko, un instrumento japonés que literalmente se traduce como el «gran tambor» y que pesa alrededor de los 300kg, el cual es tocado con bachis, unas baquetas de madera mucho más gruesas y largas que las baquetas tradicionales para batería. “Se ponía en un banquito y yo, parada, le metía con fuerza”, cuenta.

Detrás del alma: detrás de los cuerpos y las apariencias

«Tomé la batería en serio cuando un amigo del colegio me invitó a formar una banda». En esos años, Soulback era la única banda mixta en el San Alfonso, un colegio católico particular muy grande de la zona y donde Sayuri estudió toda su educación básica. Soulback, palabra que une dos vocablos en inglés soul y back, significa en su traducción literal: detrás del alma, o al menos así se lo plantearon sus creadores. “Fue una experiencia muy bonita porque la banda era mixta no solo porque yo estaba en la batería, sino también porque había una chica bajista”. 

La banda Soulback en el 2015, su último año de colegio. Fuente: Archivo personal.

En el último concurso que participaron llegaron a la final. No ganaron, pero uno de los jurados dijo al cierre del evento: “Quiero felicitar a la baterista de la banda Soulback, Sayuri, porque hizo una buena performance y nos gustó mucho”. Ese día, Sayuri volvió a su casa feliz, pero en la noche, un chico de una de las bandas que habían participado, pero que Sayuri no conocía, le escribió un mensaje por Facebook: “Hola, soy xxx, soy baterista de xxx. Tocaste chévere, pero supongo que te habrán felicitado solo porque eres mujer”.

Sayuri se quedó pensando. Aún sin responder, se preguntó: “¿qué gana diciéndome eso?”. Según ella, no le molestó; de hecho, le respondió muy cortésmente con un breve mensaje: “Si tú piensas así, está bien. Gracias”. Después, ella siguió haciéndose preguntas: ¿Habrá querido hacerme sentir mal?, ¿qué pretendía ese chico? ¡Qué afán de buscarme solo para decirme eso! Pero ahora, ya no más.  “En la industria musical, hay mucho machismo. Mientras más mujeres nos atrevamos a tocar más instrumentos -se corrige- más que tocar, mientras más mujeres nos atrevamos a estar y mostrarnos en más espacios, vamos a poder contrarrestar el machismo, dejaremos de demostrar que las mujeres podemos hacer todo, porque no tenemos que demostrarlo: las mujeres lo podemos todo”.

“Yo, de verdad, quiero estudiar Música”

La carrera universitaria de Música en el Perú tiene poco más de 20 años, aunque siempre existieron espacios con muy alto prestigio como el Conservatorio. Ser músico no es una profesión que connote estabilidad económica ni laboral, un futuro que muchos padres, con justa razón, ven riesgoso para sus hijos. Ni siquiera los padres de Sayuri, que incentivaron su pasión por la música desde muy niña.

“Inicialmente, yo iba a estudiar Arquitectura, pues mi papá es ingeniero civil. Él me llevaba a la obra, me compró un casco, y me decía: ‘Tú vas a ser mi mano derecha, me vas a ayudar”. Por otro lado, la mamá de Sayuri estudió Contabilidad en la Universidad Ricardo Palma, por lo que todos asumían que seguiría la tradición y estudiaría allí. No obstante, en el fondo, ni Sayuri ni su familia estaban convencidos, sabían que no era verdad.

En quinto de secundaria, a mitad de año, Sayuri vio un video donde Gianmarco promocionaba la carrera de Música en la UPC. “Ahí pensé ‘ah, entonces sí existe la carrera de Música’, empecé a investigar y me decidí”. Pero comunicarlo no fue fácil. Días antes de una charla sobre la carrera, donde la universidad pedía la presencia de los padres, Sayuri les contó todo en una oración:

—Yo, de verdad, quiero estudiar Música

—“Ya me había dado cuenta”— suspiró su papá

Pero su mamá, rompió en llanto.

—¿Por qué lloras?

—La industria de la música es muy malograda, hay mucha manipulación, muchas drogas.

—Tienes razón, pero tú me conoces. Confías en mí, ¿no?

Desde ese momento, los papás de Sayuri y su hermana la apoyaron al 100% y en el 2017, se hizo oficial un paso evidente: su papá le encargó por completo el manejo de la academia que había creado para y por sus hijas. “Primero, la dirigió mi hermana por un tiempo. Ella estudió Administración, por lo que ordenó las cosas, pero cuando empecé a estudiar música, mi papá me dijo: ‘Tú vas dirigir la academia’ y todos estuvieron de acuerdo. Si bien yo no sé mucho respecto a lo administrativo, mi mamá me ayuda como contadora, pero de ahí soy yo la que define la estructura, las clases, los profesores, los eventos, los recitales y el nivel académico de la academia”.

Sayuri dando clases en su academia Clave de Fa en la temporada verano 2019. FOTO: Archivo personal.

Desafinando estereotipos

Antes de entrar oficialmente a la universidad, Sayuri tenía que rendir un examen al que solo asisten los postulantes a Música, donde miden el nivel y aptitud musical. Ese día, al ingresar al campus, un orientador le dijo:

Ah ya, tú vas a cantar. 

—No, voy a tocar batería.

Al llegar, al salón donde la esperaba el jurado, estos la recibieron con una afirmación:

—Tú vas a cantar.

—No, voy a tocar batería.

“Ahí me di cuenta de qué tan metido pueden estar los estereotipos en la cabeza. Ese día me vestí con un saquito blanco y zapatillas. Mi papá me advirtió diciéndome que me había vestido tierna. Pero yo le dije ‘no tiene nada que ver cómo me visto y cómo toco, ¿no?’, pero luego me choqué con la realidad; sí importa”.

Cuando se toca batería, la posición es de piernas abiertas, una postura que connota masculinidad, pues solo es bien visto cuando los hombres se sientan de piernas abiertas, mientras que las mujeres las deben mantener bien juntas, mucho mejor si están cruzadas. La postura para tocar batería no es femenina, sino digna de una machona. En el colegio, Sayuri se peinaba con esas vinchitas de lazito y confiesa que lo hacía por joder. “Yo pensaba: ‘Me van a ver así y van a creer que canto, pero toco batería’”.

En general, a Sayuri le ha tocado derribar estereotipos, muchos otros, día a día, como lo hacen también tantas otras mujeres. Ella jugó por muchos años vóley y fútbol en su colegio, donde pudo sentir en carne propia cómo la sociedad y los medios de comunicación ignoraban los logros y actividades distintas que las mujeres obtenían en esos ámbitos: el mundial de vóley Japón 2010 y los campeonatos de fútbol femenino. Por otro lado, Sayuri, así como su hermana y su mamá, tienen brevete y manejan carro, pero son conscientes de que muchas mujeres no tienen ese privilegio. “Muchas veces he jalado a mis amigas después de una tocada a sus casas porque es muy peligroso tomar un taxi a las 2 a.m. para una mujer”. Como también el afán de vestirse de manera recatada, “sin mostrar carne, para que se enfoquen en el talento”. 

Tuvo que lidiar con un exenamorado celoso que no le fastidiaba que toque batería, pero sí que estuviera con muchos hombres. ‘¿Por qué te reúnes con tantos hombres, por qué estás en bandas de puros hombres?’. “Cuando yo ensayo, no respondo mi teléfono, porque me dedico a tocar. Eso le molestaba: el que esté encerrada y sin responder en un salón de ensayos con puros hombres”. Otro exenamorado le terminó porque Sayuri no dedicaba mucho tiempo a la relación. “Tal vez era verdad, porque en ese tiempo estaba en muchas cosas. Quise crecer tanto que acepté muchos proyectos, pero creo que es cuestión de prioridades”. A una edad de muchas experiencias nuevas y en un contexto de incertidumbre, si algo tiene claro Sayuri es que no va a dejar de hacer lo que le gusta, la música, por un chico ni por nadie. 

Sayuri se declara feminista, pero la afirmación es casi una obviedad: su vida es una constante lucha por demostrar su talento y ser reconocida por ello, lucha que no tendría que librar diariamente si fuera hombre. “Los derechos deben ser iguales para las mujeres y los hombres, las oportunidades deben ser las mismas, el trato debe ser igual, el respeto debe ser igual, nos deben pagar por igual”, reclama. Y no es para menos. Po un año y medio estuvo en una orquesta de salsa de mujeres creada por un profesor de la UPC y prácticamente no recibían paga. “Por ocho meses nos decía ‘hay que ponerse la camiseta’. Al inicio, a mí me encantaba por la idea, un grupo de puras chicas haciendo salsa, pero no recibíamos ninguna remuneración. Y eso que teníamos presentaciones a las 2 de la mañana”.

Dice que la política es muy corrupta y por eso no se quiere involucrar directamente en ella, pero cree en la organización civil. Desde este año pertenece al colectivo Warmi Rock Camp, que como actividad principal realiza un campamento de rock, que solo funciona una semana en enero, con actividades de 8 a.m. a 6 p.m. “En cinco días haces una banda y al final de la semana tienes una presentación donde tocas una canción que has compuesto en conjunto”, explica. Si bien su primera participación la hizo este verano, Sayuri quería participar como alumna desde los 16 años. “Recién empecé este año, pero ya como profesora. Siempre quise entrar, pero no se daba la oportunidad hasta que me enteré que Gisella Giurffa- su profesora en los talleres de batería de la universidad- era una de las fundadoras, y entonces me metí sin más excusas”.

Durante todo el año, la ONG se prepara para este gran evento brindando charlas y realizando eventos; sin embargo, así como Clave de Fa, Warmi Rock Camp está migrando de la presencialidad a la virtualidad. “Warmi Rock Camp es una comunidad que, mediante la música, busca empoderar a las niñas. El colectivo está compuesto solo por mujeres para demostrar con el ejemplo que las mujeres lo podemos hacer todo”. Y ahora están frente al reto de llevar este campamento a una versión online. Sin duda, encontrarán la forma de mantener la esencia y al mismo tiempo los cuidados, porque espacios como estos deben permanecer para que las niñas puedan seguir teniendo la oportunidad de aprender y liberarse de estereotipos.

Foto de clausura de la semana Warmi Rock Camp 2020, realizada en febrero. FOTO: Warmi Rock Camp.