Antes que la pandemia se convierta en una realidad, el mundo encontraba a sus héroes entre los cómics y el cine. Todos conocemos a figuras como Hulk o el Capitán América. Grandes, musculosos, prácticamente invencibles. ¿Qué sería para ellos una “gripecita” un poquito más fuerte? Nada. Hoy en día, los medios y la sociedad han colocado esa pesada mochila a los trabajadores de la salud. Sin embargo, hay una gran diferencia: ellos no son invencibles. El coronavirus no discrimina y este grupo, en realidad, es el más expuesto. Un técnico asistencial de laboratorio clínico y un médico especializado en emergencias y desastres pasaron de combatir el coronavirus a padecerlo. Esta enfermedad será su huésped eterno. En las siguientes líneas cuentan sus historias.
Por: Alessandro Azurín
Portada: Archivo personal
Juventud, ¿divino tesoro?
“Él ya sabe del COVID-19, le decimos siempre que es algo malo”, explica Germán Gómez Palacios sobre cómo ha instruido a su hijo Germán Antonio, quien está a punto de cumplir cuatro años. Con ese mensaje, este padre de familia de 35 años le explica a su retoño por qué no pueden estar en la misma habitación. Es técnico asistencial de laboratorio clínico y se encuentra aislado en su casa desde el pasado 15 de abril, un día aciago.
La pandemia le ha cambiado la vida por completo. El año pasado obtuvo su bachillerato en Derecho y Ciencias Políticas, iba a comenzar a ejercer en abril. “Me gusta la vida sindical, la defensa de los derechos de los trabajadores, ayudar a la gente, eso siempre me ha caracterizado”, explica orgulloso. Sin embargo, esa vocación social será postergada, como muchos proyectos este año, por culpa del coronavirus. De momento, solo le queda dedicarse al trabajo del que ha vivido durante los últimos diez años: analizar muestras de sangre.
Cuando se reportaron los primeros casos, el 12 de marzo pasado, en el hospital de Lima donde trabaja (cuyo nombre preferimos mantener en reserva), la labor más importante fue encargada a Germán. Ahora todos sus esfuerzos estarían concentrados en trasladar las muestras de sangre al Instituto Nacional de Salud (INS), donde se hacen las pruebas moleculares. Entre risas que reflejan incredulidad, este abogado de corazón no puede creer que de pronto pasó de una orilla a otra: él atendía a los contagiados, ahora se convertía en uno de ellos.
No está seguro, pero cree que se infectó en el comedor del hospital. Allí dejaba la mascarilla, los guantes y el resto de protección a un lado. Era un momento de relajo con sus compañeros y esos materiales solo significaban trabajo. Cuando sus colegas empezaron a caer en manos del coronavirus y se prohibió asistir al comedor, Germán se preocupó y empezó a calcular los días para hacerse la prueba serológica rápida. Ya empezaba a experimentar dolores de cuerpo, de esos que te hacen sentir cada una de tus articulaciones.
A las diez de la mañana del 15 de abril la noticia le llegó: “positivo, anticuerpos IgG”. Si bien eso significaba que estaba en la fase final de la enfermedad, el técnico de laboratorio no lo podía creer. Joven, de vida sana, amante del deporte… ¿cómo podía ser posible?
Desde que el COVID-19 llegó al país, en la casa de Germán implantaron un protocolo de prevención. Él llegaba a su casa en bicicleta, y lo primero que hacía era desinfectarla y guardarla. Luego repetía el mismo procedimiento con sus lentes y se quitaba la mascarilla. Seguía la ducha. Finalmente, llegaba el mejor momento, reunirse en la sala con su hijo que siempre lo espera. Cuando dio positivo y regresó a casa, a las dos de la tarde, las restricciones se duplicaron. Así comenzó su encierro.
Ha pasado por todas las camas de su casa buscando el lugar ideal para aislarse y proteger a su familia. Dejó de dormir con su esposa y pasó al cuarto de su hijo, quien se fue con su madre. Ahora duerme en el cuarto que ocupaba su sobrina, quien no pudo regresar a Chiclayo por la pandemia, tras haber estado todo el verano con ellos cuidando a su pequeño.
Lo que más le duele es no poder abrazar a su hijo. Quiere llorar, él está afuera, tocándole la puerta, Germán, adentro, esperando que se distraiga con alguna película como Los Increíbles que le encanta. Probablemente, ese niño piensa que su padre también es un héroe.

Pero él no se siente como tal. La juventud no ha evitado que sienta los peores dolores de su vida. Su espalda sufrió con cada punzada que no lo dejaba ni dormir. También una jaqueca que se hacía presente hasta cuando parpadeaba. Al menos, como él mismo dice, no tenía fiebre, lo que hubiese significado que su estado se deterioraba. También se torturaba tratando de investigar dónde, cómo y a quiénes pudo contagiar. Así estuvo hasta el 29 de abril, cuando terminó su descanso médico.
Sin embargo, el coronavirus no había terminado con él. Esta es una enfermedad nefasta que deja secuelas y marca para siempre a quienes la padecen. Su retorno al hospital solo duró cinco días. El 4 de mayo los dolores volvieron. Aunque ya se había acostumbrado a ellos, no los extrañaba y tampoco quería que regresaran.
De nuevo, se hizo una prueba rápida. ¿El resultado? Positivo, el virus estaba latente. Así, tuvo que volver a aislarse en su casa. Por suerte, como él mismo dice, no ha contagiado a su familia. Esto lo afirma recordando los casos de sus compañeros que han perdido familiares y de una colega que está en cuidados intensivos. Tiene 42 años, joven, como él.
Afortunadamente, su cuerpo le ha dado batalla al COVID-19. Germán cuenta los días para volver a trabajar y seguir ayudando a la gente. “Los compañeros están saturados y estresados haciendo doble turno, falta personal”, afirma el técnico. Así es él, la solidaridad siempre lo ha caracterizado.
Germán está determinado a seguir haciendo lo que hizo durante esos cortos cinco días que pensó que ya había vencido a la enfermedad: alentar a la gente enferma. Ellos no tienen a nadie más, solo el personal de salud se les puede acercar. Se confiesan ante ellos.
Sin embargo, hay algo que lo desanima incluso más que el malestar que le genera el COVID-19. Ha tenido pacientes que, a pesar de tener la enfermedad a flor de piel, no se dejan ayudar. Se quitan la mascarilla, escupen y no se dejan sacar sangre para las pruebas. A Germán eso le parece inexplicable. “Eso molesta porque es una actitud egoísta, no les importa la salud de los demás”, cuenta ofuscado. De todo corazón, el técnico laboratorista y abogado espera no encontrarlos a su regreso.
El doctor más humano
Cuando el presidente Martín Vizcarra, junto a la exministra de Salud Elizabeth Hinostroza, confirmó el 6 de marzo el primer caso de COVID-19 en nuestro país, el doctor Francisco Pinto no se sorprendió. “Todos sabíamos que esto se venía”, recuerda. Sin embargo, no estaba seguro de si nuestro sistema de salud podría combatir a un enemigo de tal magnitud. Lo que tampoco sabía era si él estaba preparado.
Con 48 cumpleaños celebrados, el doctor Pinto cuenta que decidió estudiar medicina cuando tenía once años. Sanmarquino de corazón, es médico desde 1997. Conoce muchos lugares; uno de ellos es Japón, donde hizo un postgrado en medicina y desastres, especialidad que adora y de la cual se siente orgulloso representante. El área de emergencias es su lugar preferido para demostrar todo lo que ha aprendido en estos años. Ha combatido otras enfermedades, como la hepatitis C y pandemias como la de la gripe H1N1, en 2009.
Con tanta experiencia, Pinto es un hombre que nació para estos tiempos. Aun así, el 3 de abril es un día que nunca olvidará. Luego de atender alrededor de 80 pacientes en emergencias —como todos los días desde que el coronavirus llegó el Perú— el doctor regresó a su casa. Un dolor abrumador invadió su cuerpo. Luego llegó la fiebre. Se tomó la temperatura: 38 grados. “Uy, ya me infecté”, se reclamó a sí mismo.
En ese instante empezó a recordar todos los momentos en los que no se protegió. El doctor es de carácter fuerte y tiene la costumbre de hacer las cosas él mismo cuando ve que los médicos más jóvenes no muestran el coraje para hacerlo. No lo puede evitar, es parte de sus ganas de ayudar a la gente. Ese viernes 3 de abril no fue la excepción. Pinto está seguro de que fue ese día en el que pasó del bando de los doctores al de los pacientes.
Los dos días siguientes, de fin de semana, Pinto confiesa que nunca sintió tanto dolor en su vida. No se lo desea a nadie. A la fiebre y al dolor punzante en la espalda se le unieron las diarreas. El 1 de abril, dos días antes de los dolores intensos, una colega le hizo la llamada prueba “rápida”. Seguro de que saldría positiva, el ‘doc’ se sentía preparado. Sin embargo, dio negativo.
Este resultado hizo que recurriera a la prueba molecular, quel test que detecta directamente el virus, no como la prueba serológica rápida que solo detecta anticuerpos. Como buen médico, sabía los tiempos y los niveles de efectividad de cada método de detección. Calculó los días y se hizo la prueba que tanto necesitaba. Se olvidó de los tiempos y de la efectividad de los test cuando sintió angustia porque los resultados demoraban. Por salud mental, necesitaba saberlo ya. Sabía que ver su nombre como paciente “PCR-positivo” le daría algo de seguridad entre tanta incertidumbre.
Recibió la noticia que temía, pero esa seguridad ganada se esfumó en un segundo cuando se lo contó a su esposa, la ginecóloga Claudia Reyes. Luego ella también daría positivo al COVID-19. Ambos habían tomado la decisión de que quien cayera en la lona frente al coronavirus sería sentenciado a permanecer encerrado en el estudio de la casa.
Ese sinsabor de sentirse mal y el peligro de contagiar a los que uno más quiere invadió inmediatamente al doctor Pinto. Él, su esposa y sus dos hijos asmáticos viven en un departamento dúplex. En el primer piso están sus suegros con diabetes e hipertensión. No les quedaba otra opción. En el estudio, su familia colocó una cama y un televisor. Ese sería su único contacto directo con el exterior durante su aislamiento. Un cuarto para el nuevo huésped: bienvenido COVID-19, no te esperábamos.
A pesar de ser más paciente que médico en esa circunstancia, Pinto analizaba su estado con cabeza fría. Los días pasaban y ya era Jueves Santo. Era raro que aún tuviese fiebre. Obviamente, él sabía que esa calentura digna de un sauna debía desaparecer para ese entonces. Empezó a tomar paracetamol, pero de nada sirvió. El Viernes Santo, el hombre que decidió estudiar medicina cuando tenía once años cayó internado en el hospital donde tantas veces atendió a sus pacientes.
Lo primero que le hicieron fue una tomografía de tórax. Era hora de ver el avance del virus en su organismo. No lo pudo evitar, él analizó sus resultados. Sus pulmones estaban dañados. Los pensamientos más trágicos lo abrazaron. Había visto muchos casos así: todos comenzaban a empeorar de esa forma. Sin embargo, físicamente, él se sentía mejor.
Lo que se dañó en él en esos días fue su fortaleza emocional. La gente que lo visitaba le decía: “Doctor, usted no”. Otros le repetían lo mismo a lo lejos, llorando. Los técnicos y enfermeras con los que había compartido tantas experiencias se lo decían una y otra vez. Eso lo terminó de moler y él no podía permitirlo. No resucitó a los tres días, como Jesús, pero el doctor se levantó entre los pacientes y regresó a casa el Domingo de Resurrección.

Si el COVID-19 no lo noqueó en su internado, su esposa estuvo a punto de hacerlo cuando lo vio volver. Llegó a casa tosiendo. “¡Cómo te van a dar de alta así!”, le reclamó. Aun en ese estado, él se sentía bien físicamente, pero nadie le preguntó si sus ánimos estaban por los suelos. Otra vez tenía que encerrarse como un preso. Tiempo de condena: hasta recuperarse. Delito: tener coronavirus. “Soy humano, después de todo”, no deja de repetir.
“¿Papá, cómo estás? Bien, estoy bien”. Ese era el mensaje que intercambiaba con sus hijos a través de la puerta. Una barrera que dividía el mundo, de un lado los sanos, del otro, los apestados sociales, como él los define. Estuvo reviviendo ese episodio hasta el 28 de abril, cuando se sintió repuesto y en condiciones de volver a trabajar. Su terquedad y firmeza le decían que debía volver para ayudar a la gente.
Aun así, sus ganas no fueron suficientes. “Doc, ¿tan rápido?, ¿por qué ha vuelto?”, le increpaban incrédulos sus colegas cuando lo vieron en el hospital. Él no dejaba de repetirles: “He estado en aislamiento, no soy un apestado social, ya no contagio”. Luego recordó que probablemente casi todos los trabajadores del hospital vieron su tomografía. Ahora todo se puede ver en línea. Además, había bajado siete kilos y eso se notaba en su aspecto físico. Así que regresó a casa otra vez. Condenado una semana más. ¿Su delito? Sentirse mejor.
El lunes 4 de mayo volvió al hospital con todas las ganas del mundo. Tenía una misión: proteger a todos los demás, que ningún otro trabajador se contagie. Ahora siente que puede comprender mejor a sus pacientes. Les dice: «Señor, yo he tenido los mismos síntomas que usted, he tomado los mismos medicamentos que usted y acá estoy, parado enfrente suyo, tal vez por gracia divina». Él es de esos médicos que también son buenas personas.
La lección que le deja esta experiencia indeseable a este médico emergencista es que sus profesores de universidad estaban equivocados. Los médicos no son semidioses. “No soy un avenger, no soy un héroe, soy un ser humano”, remarca una y otra vez. Él siente tristeza, indignación y frustración por la gente que se muere asfixiada. No es su culpa, pero igual, le duele. Algunos de sus compañeros no pueden dormir pensando en sus pacientes. Ese maldito dilema de quitarle el oxígeno a un paciente para ponérselo a otro. Tener que escoger a quién salvar. Él está dispuesto a dar todo de sí para evitar que más personas caigan en la lona combatiendo al coronavirus.