Lima y su agua que enferma

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Después de 25 años viviendo en Nueva Rinconada, en San Juan de Miraflores, sus habitantes aún esperan que el agua potable llegue a sus casas. Ellos son parte del 9,6% de limeños que no cuentan con tuberías conectadas a la red pública en Lima. Los camiones cisterna los abastecen de agua, esta es su salida de emergencia pero afecta su salud.
Por: Pamela Rios, Christian Fernández y Jorge Madico
Portada: Christian Fernández

“Ay Raida, me llevé tu agüita”, confesó Laura Vargas. Como muchas veces, ella había cogido un pequeño balde y sustraído el agua del tanque de su vecina durante la noche. Laura sabía que lo que hacía estaba mal, así que no dudó en acercarse. “Discúlpame”, dijo arrepentida. “Ya, flaca, yo también robo agua”, respondió su vecina Raida.

Natural de Apurímac, Laura Vargas abandonó su tierra a los 22 años para venir a Lima y situarse en el asentamiento humano Nuevo Milenio, de la zona alta de Nueva Rinconada, en San Juan de Miraflores. En estos 14 años ha sido testigo de la transformación de este lugar en lo que es hoy: un conjunto de aproximadamente 70 asentamientos que rodean el distrito. Pese a lo poblado de la zona, en Nueva Rinconada abunda el silencio, que pocas veces es interrumpido por el murmullo de un mototaxi lejano o el eco de una cumbia o un huaino popular emitido por alguna radio.

Para llegar al hogar de Laura, se debe empezar la travesía en la calle Edilberto Ramos: una calle cada vez más inclinada que se dirige hacia el empinado cerro al final del distrito. A medida que se avanza, el asfalto de las veredas es reemplazado por un camino de polvo y tierra, donde incluso la propia avenida pierde su nombre. Entonces, el cerro se convierte en una gran mole gris apenas adornada por el variopinto mosaico de colores de las fachadas de las casas. La de Laura es azul y está casi en la cima.

El bicho del agua

Laura Vargas despierta todos los días a las 3 a.m. para trabajar como confeccionista hasta las 7 a.m., hora en que debe prepararles el desayuno a su esposo, a su pequeña Celeste, de 3 años, y a su hijo Carlos, quien debe ir al colegio. Las horas que dedica a la costura le sirven para conseguir alrededor de 500 soles por quincena y cooperar con la manutención del hogar.

Como casi todos los migrantes, ellos también buscaban una vida mejor. Sin embargo, hoy son parte del 9,6% de personas que no cuentan con agua potable en Lima. Su hija Celeste padece de una enfermedad porque el agua que toma está sucia. “Mi hijita, a pesar de que yo hago hervir el agua, a pesar de que trato de cuidarla se enferma del estómago. Tiene ese bicho del agua”. Malestares estomacales, diarreas y vómitos esporádicos, son algunos de los síntomas de la niña. Laura Vargas lo intenta pero no puede vigilar siempre a la menor, quien en el más pequeño descuido se acerca a los baldes, se lleva el agua a la boca e ingiere  el parásito.

Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), la falta del servicio de agua potable está relacionada con la muerte de los niños durante sus primeros años de vida. Veinticuatro de cada mil mueren deshidratados a consecuencia de constantes diarreas. La vida de Celeste corre peligro.

Laura Vargas y su hija Celeste en su pequeño taller de costura. Foto: Jorge Madico

La situación de la pequeña Celeste es la misma en la que viven cientos de niños en Nueva Rinconada. El médico de la posta médica de este lugar, Denys Pomasunco, señaló que al día  alrededor de ocho de las veinte personas que piden ser atendidos presentan enfermedades diarreicas agudas. De ellas, los casos más graves son de tifoidea. Según el médico, todos los menores de 5 años reciben pastillas antiparasitarias sin necesidad de diagnóstico. Pero, según afirmó Laura, Celeste no las ha recibido.

Aunque el contexto parezca grave, ella cree que su calidad de vida ha mejorado. Vivir en la zona Alta de Nueva Rinconada le trajo una serie de dificultades que tuvo que superar. Entre ellas estaba la falta de luz eléctrica, a la que pudo acceder recién hace cuatro años. Antes Laura y su familia vivían a la luz de las velas.

La ausencia de una vía de acceso para los camiones cisternas era otra de las dificultades. La forzaba a descender hasta la avenida, llenar sus baldes y regresar por el mismo camino, cargándolos con sus propias manos.  Hace cuatro meses los vecinos allanaron el camino, una trocha que permite la llegada del camión cisterna hasta sus viviendas.

Sin embargo, los mismos baldes en que guardan el agua recolectada son los que dejan afuera de sus casas sin mayor vigilancia. Una noche, mientras Laura y la mayoría dormía, Carmen Poma, vecina de la parte baja de Nueva Rinconada, escuchó unos ruidos, se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Desde ahí observó a un perro que batía su lengua sedienta sobre uno de los baldes de la calle, que era propiedad de una vecina. Esta agua era utilizada para preparar sopas caseras, que luego se vendían a las personas que volvían tarde del trabajo. Durante los siguientes días ocurrió lo inevitable, las personas empezaron a mostrar síntomas de enfermedades estomacales.

Un negocio turbio

El llamado de la cisterna hacía eco entre los cerros de San Juan de Miraflores. Mientras avanzaba solo dejaba una polvareda tras de sí, que corría a abrazar a los transeúntes. Entre estos había una mujer: Florencia Aquino, cocinera del comedor popular del asentamiento humano Nadine Heredia. Un día ella observó que el agua estaba turbia. El motivo: las paredes internas de la cisterna estaban despostillándose y el agua se había mezclado con el óxido de sus entrañas.

Abel Cruz, fundador de la Organización Peruanos Sin Agua, afirma saber cómo  funciona el recorrido de las cisternas. Él decidió seguir a los camiones para conocer si provenían o no Sedapal. Así descubrió que si bien su primera tanqueada del día provenía de Sedapal, las siguientes procedían de pozos clandestinos que no recibían ningún tipo de inspección sanitaria. Explica que para que las personas no desconfíen, les mostraban, en las diferentes rondas del día, aquel primer ticket que les brindó Sedapal como comprobante de pago.

Bidones de agua colocados por los vecinos en la parte baja de sus viviendas. Foto: Christian Fernández

“Me traes agua que está mala”, le increpó Laura Vargas al conductor de la cisterna un día. El agua viene sucia de manera habitual. Una sospechosa arenilla blanca se suele almacenar al final de  sus baldes. Pero en esta ocasión esta venía con cabello y tierra.  “¿De dónde la traes?”, agregó. “De Sedapal”, le respondió el señor, “el agua siempre viene así”.

La madre de Celeste acostumbra “potabilizar” el agua de manera casera, vertiendo cinco gotas de cloro o hirviendo el agua de manera prolongada. Su gasto es de alrededor 15 soles cada diez días. Eso no significa ningún alivio cuando el agua que compra es de dudosa calidad y tiene que racionarla para que dure lo suficiente.

Laura recuerda el agua discurriendo en abundancia en Apurímac. Las veces que va a visitar a su madre observa con confesada nostalgia cómo esta se malgasta. “Ellos tienen hasta para desperdiciar el agua, mientras que nosotros, hasta el agua más cochinita la utilizamos”. Mientras un vecino con conexión a la red pública en San Juan de Miraflores, utiliza, en promedio, 180 litros de agua al díaella y su familia juntos pueden utilizar máximo 100.

En algunos distritos,  incluso la realidad de vecinos con conexiones formales de agua no distaría mucho de la de Laura. Según la Superintendencia Nacional Servicios de Saneamiento, que recepciona información de Sedapal, el distrito de Pucusana cuenta con 2 horas de agua potable al día, y su consumo per cápita es de 88 litros diarios. Por su parte Punta Negra cuenta 12 horas y su consumo promedio es de 81 litros.

Peligro: tierra no apta para vivir

La polera rosada que lleva encima protege su delgado cuerpo del frío y sus chancletas amarillas evitan que sus pies entren en contacto con la tierra que se confunde con la basura. Danae Vidarte también vive en Nueva Rinconada, desde sus veinte años. Hoy tiene 25 y es presidenta del comedor popular Nadine Heredia, donde Florencia Aquino es cocinera.4

Viviendas ubicadas sobre el relleno sanitario. Foto: Christian Fernández

Danae, junto con 400 familias, invadió el lugar el 12 de marzo del 2012. “Nosotros vivimos en un relleno sanitario”, afirma. Parada sobre el umbral de la puerta de su casa, frente a sus ojos están las coloridas viviendas que adornan el asentamiento humano. Ella es parte de las miles de personas que, como Laura, Carmen y Florencia, vienen a Lima en busca de una vivienda. Sueño que se ve truncado al toparse con los altos costos que significa acceder a una vivienda construida o un terreno saneado.

Esta situación es causada por la falta de planificación urbana del Estado. La ausencia del recurso hídrico es su principal consecuencia. “Si tú no le das agua a las personas, las estas condenando a morir”, afirma Lily Ku, vocera de la Defensoría del Pueblo.

La situación en la que viven estas personas demuestra la falta de reconocimiento a una de sus necesidades más básicas. César Landa, doctor en Derecho Constitucional, afirma que si bien el acceso al agua no está reconocida explícitamente como un derecho, sí hay una obligación del Estado a entregarla: “Esto se llama una cláusula de los derechos implícitos: si la necesidad se transforma en esencial para la vida humana, se convierte en un derecho y así debe ser reconocido por el gobierno peruano. Ese es el caso del agua”.

Si el Estado brinda las facilidades para establecerse formalmente en un terreno invadido, los vecinos también tendrían derecho a la instalación del servicio de agua potable.  “Los derechos son progresivos y no regresivos”, detalla Landa. No podría retirárseles, los derechos, de un momento a otro.

Nueva Rinconada, Zona de Nueva Milenio. Foto: Jorge Madico

Según lo prometido en el plan de gobierno de Peruanos Por el Kambio, por lo menos 25,000 familias ubicadas en la periferia de las zonas urbanas del país, como el caso de Nueva Rinconada, deberían tener este servicio en 2021. Esa es la única esperanza de Laura y Celeste.

Cinco metros arriba de la casa de esta familia se han instalado tanques Rotoplast  que almacenan hasta 1100 litros de agua. Por gravedad y también mediante bombeo, el agua discurre a través de mangueras y llega a sus bidones de almacenamiento. Este sistema no es más que una salida ante la necesidad. Algo que Laura Vargas considera no debería ser un privilegio, sino una solución a largo plazo a través de políticas estatales. Ante esta situación, Sedapal realizó los primeros estudios para la ubicación de una red de tuberías que implementaría posteriormente.