Laura Sánchez y lo que nunca se olvida: una enfermera en la primera línea de lucha contra el covid-19

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Laura Sánchez (54) es enfermera y trabaja desde hace 28 años en el Hospital Edgardo Rebagliati Martins. Su incansable dedicación le permitió desarrollarse profesionalmente y construir un liderazgo entre sus colegas, pero en marzo de 2020 llegó el covid-19 y tuvo que someter a prueba todas sus fortalezas. A medida que la pandemia se desataba con ferocidad, Laura no tuvo otra opción que apelar a su resiliencia. Más de tres años después, ella nos cuenta cómo ese enemigo invisible desató una marea incontenible de muerte y dolor en las habitaciones y pasillos del hospital donde labora.

Por Abigail Fernández


Son las seis y cuarenta y siete de la mañana. Laura siempre está despierta desde las cinco más o menos y sin necesidad de alarmas. Desde que la conozco ha realizado el mismo ritual matutino: se levanta, se baña con agua helada y luego, antes de empezar con las labores del día, se toma una taza enorme de café bien cargado. “Es justo y necesario”, me dice resoplando. De alguna manera me resulta hilarante ver cómo espera ansiosa a que suene su cafetera, con una mano en la cadera, mirando al techo con impaciencia y dando suspiros largos. Todo eso mientras mueve su pie sin parar, golpeándolo contra el piso. Y es que Laura siempre ha sentido la urgencia de hacer todo rápido. El trabajo y las responsabilidades son una constante y nunca han dejado una tregua en su vida. Sin pausa ni respiro, ella sabe que ese es su impulso para seguir adelante, y el ritmo que quiere para su día a día.  

El miércoles 11 de marzo de 2020 Laura vivió un evento que transformaría por completo su rutina, su vida y sus ideales. El primer paciente infectado de coronavirus había ingresado al hospital Edgardo Rebagliati, lugar donde trabaja desde 1995. Se trataba del sacerdote Luis Núñez del Prado. El día que lo internaron, Laura estaba en el hospital. Todo el personal susurraba a escondidas que el primer caso ya había llegado. Al día siguiente trabajó con normalidad. “No era una preocupación tan grande, dijeron que solo era el padre… Que solo era uno”, recuerda. Al cabo de tres días, se declaró el estado de emergencia en todo el país. Desde ese momento, distintas experiencias arrastraron a Laura por un camino inexplorado.

Yo no quería ser coordinadora

La jefa de su área notificó al personal que la pandemia había empezado, que debían prepararse para trabajar en primera línea, y que debían seguir el nuevo protocolo de saneamiento. Tenían que lavarse las manos constantemente, desinfectar todo aquello que tocasen, tomar distancia del otro. Lo cierto es que ni Laura, ni sus colegas, ni su jefa estaban seguras de que esas medidas fueran a frenar la situación que inundaba los pasillos del hospital. 

Al día siguiente fue a trabajar. Metió dentro de su cartera todos los materiales de aseo que encontró en su baño y se subió a su carro. Esperaba que su primera preocupación del día sea no dejar rastro de labial en la mascarilla. Y entonces observó las calles. Estaban desiertas. Ni carros ni gente. “Ver cuatro o cinco autos en la calle ya era demasiado. Todo vacío. Y es raro porque la calle siempre está llena…”. Los militares la detenían para solicitarle su permiso de tránsito. Cuando veían que era enfermera, no preguntaban más. La dejaban avanzar y se apartaban. Laura piensa que en cualquier otro escenario cotidiano prepandemia este momento hubiera sido sinónimo de paz. Para ella había algo raro y nada pacífico en el silencio y la ausencia. Al llegar al hospital, deseó volver a estar en la calle.

Los corredores del Rebagliati estaban llenos de pacientes o de pie o en silla de ruedas. Laura recuerda haberlos observado a todos con extrañeza. Le dieron de vuelta una mirada de desconcierto. A medida que sus pasos se hacían más rápidos, podía notar cómo la observaban con precaución, tomando distancia de ella. “Ese fue el primer momento en el que sentí que el miedo al contagio se apoderaba de todos”. Laura aún no tenía temor al virus, pero sabía que esa era la última vez que caminaría con normalidad por el hospital. Al cabo de dos días, rozar tan solo el hombro de los demás se volvió motivo de miedo inminente.

Ilustración: Alexandra Prado.

La subjefa del área de Emergencia llamó a Laura ese mismo día, unas cuantas horas más tarde. “‘Vas a coordinar la Emergencia, el actual coordinador se enfermó’, me dijo. Yo le dije que no lo haría, que estaba cómoda en mi puesto. Me dijo que la indicación la había dado mi jefa. No tuve de otra”, cuenta Laura mientras deja caer sus hombros con resignación. Siempre estuvo acostumbrada a hacer labor asistencial: ayudar pacientes, movilizar camillas, caminar de un lado a otro. No es una persona que permanezca quieta. No quería estarlo. Pero muchos médicos enfermaron o se retiraron por miedo al contagio y no había quién los reemplace. Los que se quedaron empezaron a trabajar entre 14 a 18 horas seguidas. Laura debía cubrir ese puesto, quiera o no.

“Yo recuerdo haber ido molesta donde mi jefa y decirle: ‘Por si acaso solamente asumiré el puesto de coordinadora hasta que vuelva Lucho. Cuando lo haga volveré a mi labor asistencial’”. Lucho, quien coordinaba el área de Emergencia, tardaría hasta tres meses en volver. Cuando regresó, le pidió a Laura que lo oriente. Ella le enseñó todo lo que había aprendido. Fue donde su jefa, le hizo saber que ya había capacitado al anterior coordinador, y le entregó el cuaderno donde escribía los informes de cada guardia. Su jefa la miró, frunció el ceño y le dijo: “¿Y quién te ha dicho que dejarás la coordinación?”. Laura no retomó su cargo asistencial hasta enero de 2024.

Fue apocalíptico

La cantidad de pacientes aumentaba con los días. Y morían uno tras otro. Laura no podía hacer nada para impedirlo. La mortandad no cesaba ni con nuevos tratamientos ni con nuevo personal. Nunca habían visto nada parecido. 

—¿Cuál es el momento que recuerdas con más pena o impacto?

—En general, no poder ayudar. Por más que quería, no podía. Se iban uno tras otro, sin parar. Yo recuerdo que en una sola noche murieron 27 personas. Todas estaban en el área bajo mi coordinación. 

Laura recuerda que esa noche sintió la abrumadora responsabilidad de cada una de esas muertes. Nunca antes había sentido algo así. El insondable abismo de la pandemia logró que varias vidas se desvanezcan ante su mirada atónita. No había cómo frenar la implacable marcha de la tragedia. Una noche, en medio del pasillo del hospital, se detuvo a pensar en qué otra cosa más podía hacer. No obtuvo respuesta. 

Suspiró lentamente, se acomodó la mascarilla y se dijo a sí misma: “Tranquila, Laura. Respira… respira”. Mientras caminaba por los pasadizos del área de Emergencia intentaba hacer caso omiso de los pacientes que estaban a su alrededor. Todos gritaban y lloraban de dolor. Algunos extendían la mano desde sus camillas. A todos les dolían los pulmones. 

Laura dice que esa escena no se ha borrado de su mente.

***

Ella recuerda que una vez ingresó un paciente con un daño pulmonar irreversible. Estaba en una cama boca abajo para poder respirar mejor. “Se quejaba y se quejaba de dolor. El doctor vino, lo observó y dijo que se iba a morir. El paciente seguía gritando. Yo pregunté si ya lo habían atendido y me dijeron que sí. Me quedé sorprendida viéndolo. Vino el doctor de nuevo y me dijo que le colocara más morfina. Todos repetían ‘se va a morir’, ‘ahorita muere’. No puedo describir la impresión que sentí”. Le inyectaron el medicamento que solicitó el doctor. El hombre finalmente murió.

Ilustración: Alexandra Prado.

—No había lugar para la esperanza. Todo era terrible, todo empeoraba cada día.

Laura, aunque no lo parezca, no siempre deja entrever lo que verdaderamente siente. Cada una de las memorias que cuenta las narra con una calma y compostura inquebrantable. Pero la conozco. Y en ella surgen destellos de pena y asombro. En cada silencio que hay, entre cada una de sus respuestas, noto que regresa mentalmente a esos instantes en los que sintió que la vida era efímera. Y en la pandemia, un milagro. Vuelve a su fachada de serenidad una vez más para contar otra de sus experiencias.

“Recuerdo que había fallecido la mamá de una colega y amiga. La encontré en la oficina en estado de shock. Antes de decirle ‘hola’ me gritó un ‘¡Laura, falleció mi mamá!’. Brincaba, pataleaba y lloraba. Y no me acerqué. Me la quedé mirando. Supongo que ella esperaba que le diera un abrazo, pero ambas sabíamos que no debíamos acercarnos”. Laura retrocedió, le dijo que lamentaba su pérdida y se retiró del lugar. “Nunca me voy a olvidar”, me decía mientras entrecerraba los ojos y negaba con la cabeza. 

Ilustración: Alexandra Prado.

Ella admite que la pandemia se convirtió en una mordaza invisible que impedía expresar emociones abiertamente, incluso siendo una persona que no muestra vulnerabilidad. En su trabajo se evitaba conversar. Nadie hablaba. Podía ser peligroso. Laura, al igual que otros enfermeros, comía en un rincón. Sola. Recuerda a otra colega que perdió a su papá y a tres hermanos. “Cuando llegaron las vacunas, y nos vacunaron a todos, la vi llorar desconsoladamente en silencio. Luego la escuché decir que si las vacunas hubieran llegado antes, ni su padre ni hermanos habrían muerto. Y tenía razón”, narra para luego contar que ese fue el caso de varios de sus compañeros.

Nada volverá a ser igual

“Pero bueno, ya lo afrontamos. Ya estamos mejor”, es lo que siempre dice Laura ante cualquier persona que le pregunta por sus anécdotas como enfermera. Siempre con la misma calma que tiene al hablar. Pero me arriesgo a admitir que su serenidad, al menos en esos instantes, es forzada. Lo sé porque sus ojos revelan más cansancio de lo normal, y porque la sonrisa que suele acompañar esa respuesta no dura lo suficiente.

A veces le parece sorprendente que, de usar uniforme, un mameluco encima, un gorro ceñido al pelo, lentes de protección, una máscara quirúrgica N95, un respirador con filtro y un protector facial, ahora solo deba usar una máscara desechable. Parece lejana la idea de que alguna vez le dolió la cabeza, se deshidrató y se le dificultó respirar por haber estado más de seis horas con toda esa vestimenta. Y a pesar de la ausencia de casos y noticias sobre el virus, aún tiene miedo de contagiarse.

—¿Cuál crees que fue una lección que aprendiste como personal en primera línea?

—Que el Perú no está preparado para ninguna otra pandemia. Ningún personal de salud lo está.

Puedo notar el temor y la fragilidad de sus palabras al confesarlo. Laura cree que contarme gran parte de sus recuerdos no es importante. Es modesta y notablemente humilde en cuanto a su vida profesional. Y a pesar de que intentó minimizar cada uno de sus relatos, ella sabe que es testimonio vivo de un encuentro cercano y agobiante con la muerte. 

Son las ocho de la mañana. Laura terminó su café y yo terminé el mío. Alisto rápidamente mis cosas y ella se despide de mí. “Te veo en la noche”, me dice. Mientras Laura se enfrentó al miedo de morir durante casi dos años, yo experimenté un temor igual de intenso pero de naturaleza diferente: la angustia de perderla a ella, mi madre.