Así como algunos de sus parientes, Josefina Miró Quesada Gayoso (32) tuvo la oportunidad de trabajar en El Comercio, el diario que fundó su familia paterna. Sin embargo, su paso por el decano de la prensa peruana fue el punto de partida de un camino propio e histórico como abogada al ejercer la defensa jurídica de Ana Estrada, la primera persona que accedió a la eutanasia en nuestro país. En esta crónica, se narra la manera en que, durante los más de cuatro años de batalla legal contra EsSalud, Josefina desarrolló una íntima amistad con su defendida en un caso que culminó en el cumplimiento del deseo de Ana: una muerte digna. Su lucha no se limita a los tribunales, sino que abarca la defensa pública de los derechos humanos con pasión y empatía.
*Este trabajo fue elaborado en el curso Taller de Crónica y Reportaje, dictado por el profesor Mario Munive.
Por Shamira Legua
Josefina dice estar marcada por la estrecha relación que tuvo con su abuelo Francisco Miró Quesada Cantuarias, exdirector de El Comercio. Este periodista, filósofo y abogado era mucho más que sus títulos. Representaba, según ella, “la nobleza que una persona puede alcanzar, dejando por fuera cualquier tipo de ambiciones”. Aunque fue su nieta menor y pasó menos tiempo con él, solo recuerda momentos de calidad a su lado. Crecer bajo la influencia de sus enseñanzas y ser testigo del trato humano que brindaba a los demás fue lo que forjó su carácter. Para Josefina, estudiar derecho se convirtió en un camino natural hacia la justicia y una forma de perpetuar los valores que su abuelo le inculcó para escribir su propia historia.
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Los pasillos grises y desgastados del Palacio de Justicia, en el Centro de Lima, son recorridos habituales de abogados en busca de información. Las conversaciones en voz baja, el tecleo de computadoras y los pasos de prisa forman la rutina sonora de los juzgados. Es marzo de 2018. Josefina está en medio de esa atmósfera con un lapicero y celular en una mano y una libreta en la otra. Aunque un año antes se graduó en Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), ha decidido ejercer el periodismo, y está allí buscando las declaraciones de un fiscal.
Desde la sala de redacción de El Comercio, el diario más importante del país, impulsó con otras y otros periodistas Estamos Hartas, una campaña de concientización sobre la violencia de género. Para ella, allí donde la educación termina, empieza la tarea del periodismo: empoderar a la ciudadanía con información relevante. Esta experiencia fue una prueba de fuego que, además de nutrirla de conocimientos, despertó una de sus mayores inquietudes: litigar como abogada.
Luchando por la muerte en condiciones de dignidad
En 2019, comenzó a trabajar en la Defensoría del Pueblo y pronto asumió su primer caso, uno que le cambiaría la vida: Ana Estrada, una psicóloga de 42 años que padecía una enfermedad degenerativa llamada polimiositis, pedía acceder a la eutanasia, un procedimiento que no estaba normado en el Perú. Josefina no dudó en hacerse cargo de su representación legal. Por convicción, por la influencia de su abuelo o por cuestión del destino, dio todo de sí en favor de la causa de Ana.
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Apenas iniciado el proceso judicial para que Ana pueda acceder a la eutanasia, arreciaron las miradas desconfiadas, los comentarios hirientes y hasta los insultos. A cada paso, las reacciones despectivas de algunos funcionarios del Poder Judicial intentaban disminuir a Josefina, como si su voz no importara y su presencia fuera decorativa. Esas conductas machistas la llenaban de rabia, pero no estaba dispuesta a dejarse vencer por ese ambiente hostil.
En 2015, Ana había vivido un infierno en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital Rebagliati. Llegó a la conclusión de que no podía soportar la idea de un final degradante e inhumano. “Yo no voy a morir así”, sentenció con firmeza entonces, marcando el inicio de una lucha que pocos entendían. Josefina decidió seguir el trayecto que la Corte Constitucional de Colombia había establecido para un nuevo derecho: la muerte digna.
Josefina consultó a juristas experimentados. Estos le advirtieron que sería difícil crear jurisprudencia en un asunto tan delicado. “Los jueces son muy conservadores”, le decían repetidas veces. Le sugirieron basar su estrategia en la afectación del derecho a la dignidad. No obstante, ella sabía que, si lograba que un juez reconociera específicamente el derecho a la muerte digna, abriría las puertas a un futuro donde la eutanasia —una de las formas de hacerlo cumplir— pudiera despenalizarse y se discutiera la autodeterminación sobre la propia vida y el cuerpo. Apostó por lo difícil, por lo inexplorado. Era consciente de que estaba sembrando las bases de un derecho que se mira con recelo, pero que, tarde o temprano, sería realidad.
La amistad en tiempos de injusticia
“La habitación de al lado. ¿Has escuchado sobre esa película de Pedro Almodóvar?”, me pregunta Josefina durante la entrevista con los ojos brillosos y una voz que se va apagando. La película, que aún no se ha estrenado en Perú, cuenta la historia de dos amigas, una con cáncer terminal y un proceso en el que una tiene que acompañar y despedirse de la otra: “Somos Ana y yo”, señala ella con una sonrisa. Ana no era solo su clienta. Su relación trascendió lo profesional, rozando lo familiar. No era la típica relación de defensor y defendida, esa que uno podría esperar en las frías salas de los tribunales. Lo de ellas era una complicidad que pocas veces se encuentra en la vida, de esas que uno solo ve en el cine y que, al apagarse las luces, desea con fervor para sí.
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“Entre tu impotencia por la desvergüenza de la abstención por ‘decoro’ (la jueza se abstuvo de emitir su sentencia para la ejecución de la eutanasia por “honor”), me dijiste «no voy a permitir que se bajen nuestra victoria», y escuché algo como tu mano dando un golpe a la mesa”, escribió Ana en su blog un 24 de febrero de 2024. Cada vez que Ana expresaba sus dudas sobre si lograría acceder a la eutanasia, Josefina sentía un compromiso mayor con ella. Para entonces, ya no era solo la lucha de Ana, era la lucha de ambas. Josefina se metió en su piel, respiró sus miedos y abrazó su cansancio. La abogada le había prometido que estaría a su lado hasta el final.
Cuando el proceso legal alcanzó su punto más crítico, el desgaste físico y anímico era palpable. Josefina, quien seguía el caso desde Nueva York, adonde se fue a vivir en el 2023, se había quedado sola. Con el nombramiento de Josué Gutiérrez como Defensor del Pueblo en mayo de ese año, esta institución abandonó el caso de Ana y el informe que había sido construido a lo largo del proceso, y que representaba su legado: un rastro para quienes, después de ella, lucharían por su derecho a la muerte digna y el ejemplo de una vida que no se rendía ante la injusticia.
“Que ella una vez me dijera que le salve la vida cuando en realidad luchábamos para que tenga el derecho a una muerte digna me cambió la vida”.
20 de abril del 2024. Josefina Miró Quesada camina una vez más por el tontódromo de la PUCP, un recorrido que conoce de memoria, pero esta vez sus pasos tienen un peso distinto. Está a minutos de dar una charla TED en el polideportivo de la universidad y los nervios la invaden. Aunque se enfrentó a EsSalud y le ganó el juicio, esta vez el reto se siente diferente. No es solo una presentación, es un homenaje. No hace falta ya un informe legal que hable por Ana, porque Josefina ha decidido contar su historia desde el corazón, con el respeto y el amor que su amiga le enseñó y que guio cada avance de su defensa.
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No te fuiste Ana, tienes un lugar en la historia
La muerte digna, un derecho que parecía inalcanzable en el Perú, se había convertido en un ejemplo de la defensa de los derechos humanos. Con las luces iluminando su rostro y el murmullo expectante de la audiencia, Josefina toma aire y comienza a hablar en la charla TED. “Dejar partir no es sinónimo de olvido”, afirma. Aunque su discurso está cuidadosamente memorizado, las emociones se escapan, fluyen sin permiso. Ana está presente en cada palabra, en cada gesto. La sala permanece en un respetuoso silencio, hasta que, de repente, estalla en aplausos. En un estrado que se siente más íntimo que nunca, su llanto no es de debilidad, sino de fortaleza. Y la audiencia lo entiende: Josefina también ha hecho historia.
“La gente buena no se entierra, se siembra… Yo no me duermo, solo tomo la siesta. Así reposan los ojos y el alma despierta. Cuando me vaya, que no me lloren. Compren vino, no quiero flores”.
Es la letra de La fiesta de Pedro Capó, la canción que acompañó a Ana en sus últimos momentos. Un himno que resonaba en la habitación mientras ella, finalmente, accedía a la eutanasia. El 21 de abril, un día después de la emotiva charla TED que Josefina había dado, Ana cumplía su deseo de partir en sus propios términos. Los días previos habían sido un calvario. La jueza que debía autorizar el procedimiento se mostraba indiferente, su actitud era pasiva y convertía cada minuto en un mar de dudas. Los funcionarios encargados del protocolo de la eutanasia actuaban con una lentitud exasperante, expresión de la burocracia más indolente.
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Una botella de vino se descorchó como una celebración de la vida que Ana había vivido con valentía. Estaba rodeada por las personas que la amaban y en un cuarto de UCI dentro del que no parecía parte Hospital Rebagliati. Las paredes turquesas lo convertían un refugio que escapaba de la frialdad del hospital. No hubo lamentos, solo gratitud. Ana partía victoriosa. Josefina, con los ojos húmedos pero el corazón tranquilo, fue testigo de cómo su amiga cruzaba ese umbral al ritmo de una canción que hablaba de vida, y no de muerte. «Cuando me vaya, que no me lloren. Compren vino, no quiero flores». Y así lo hicieron. Ana no fue enterrada, fue sembrada, dejando una huella en quienes la amaban y un ejemplo de dignidad.
La noticia dio la vuelta al mundo. Amistades de Josefina la llamaban desde otros países contándole que Ana había salido en la portada de diarios y revistas. Su teléfono no paraba de sonar, querían entrevistarla. A pesar de estar viviendo su duelo, Josefina tuvo que salir y ser la voz de Ana. Si no lo hacía, personas ajenas a la historia de su querida amiga promoverían la desinformación de su caso o incluso construirían una narrativa en contra. “No tuve de otra”, recuerda Josefina con una sonrisa que también emana tristeza.
Días después de la partida de Ana Estrada, Josefina le rindió homenaje en el teatro del grupo Yuyachkani, en Magdalena. Antes de morir, Ana dejó preparado este evento. Con su voz quebrada pero firme, Josefina interpretó las canciones que Ana había elegido. En una pantalla gigante, se proyectaron imágenes de la vida de Ana, narrando su camino de dignidad frente a la adversidad. Sin embargo, la pantalla no se detuvo en su memoria. Aparecieron los rostros de otras mujeres cuyas historias de violencia de género aún clamaban por justicia. Margaritas amarillas y blancas fueron arrojadas al escenario en muestra de cariño: fue una noche mágica. Hoy, Ana descansa libre de sufrimiento.
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María Benito, una segunda batalla legal
Josefina también era la abogada de María Benito, una administradora de profesión que padecía esclerosis lateral amiotrófica (ELA), enfermedad que debilita los músculos y va apagando las funciones físicas. María no pedía eutanasia —que implica la aplicación de una sustancia letal— sino que se respete su voluntad de rechazar un tratamiento médico que ya no la beneficiaba, algo reconocido por la ley. Pero Essalud volvió a negarse. “Fue insólito que lo llevaran como un caso de eutanasia”, señala Josefina.
El 3 de mayo del 2024, tras meses de dolor, en los que pesaba apenas treinta kilos y el simple roce de la cama con su cuerpo era insoportable, María logró que se le retirara el respirador mecánico. Semanas antes, el jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Rebagliati se había opuesto al procedimiento, alegando, en nombre de todos sus colegas, una “objeción de conciencia”, como se le denomina al conflicto individual que surge en doctores que consideran que un deber jurídico contradice sus creencias religiosas. Fue una postura arbitraria que no prosperó. María Benito ganó su batalla.
Para la abogada, los casos de Ana y María son excepciones en un panorama sombrío. Son la prueba de que aún hay humanidad en un sistema judicial que parece ignorar el dolor humano. “Es probable que no haya más sentencias como estas”, dice Josefina con amargura, luego de comentar el deterioro de los poderes del Estado y cómo el concepto de dignidad se reduce a un tecnicismo en el papel. Josefina afirma que ningún derecho está garantizado en el Perú. Los derechos que Ana y María lograron con tanto esfuerzo no son permanentes, y eso es lo que más la inquieta. Lo que debería ser la regla en este país es la excepción, y no ve cercano el día en que eso se revierta.
El derecho no es frívolo, es humano
Actualmente, Josefina es investigadora en el Consorcio Latinoamericano contra el Aborto Inseguro (CLACAI), red jurídica que reúne a activistas, profesionales de la salud y académicos en América Latina y el Caribe con el objetivo de mejorar el acceso a servicios seguros de aborto y defender el derecho de las mujeres a decidir sobre su salud reproductiva. Aunque la despenalización del aborto aún parece un sueño lejano, el Consorcio se presenta como un espacio para comenzar a romper silencios y exponer la cruel realidad de quienes se ven forzadas a llevar un embarazo no deseado. Pese a que hay una mayoría conservadora en el Congreso, Josefina mantiene sus ideales intactos.
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“Soy defensora de los derechos humanos, no porque sea mi trabajo, sino por empatía y la retribución de defender algo con pasión”, dice Josefina, quien llevó sus casos de forma gratuita. Para ella, el ejercicio del derecho no debe ser frío ni distante, sino guiado por una ética de cuidado hacia el defendido. “Se tiene que romper los estereotipos rígidos de la profesión”, afirma. Ser abogado no es solo conocer las leyes, sino comprometerse con la sociedad y defender valores fundamentales que no se enseñan en los libros. Josefina cree que esta nueva perspectiva de la profesión puede abrir más puertas y ofrecer esperanza en un país atravesado por la corrupción. “Así debe ser el derecho: una herramienta de transformación social”, concluye.