A cinco meses del desastre ecológico originado en la Refinería La Pampilla, propiedad de Repsol, los pescadores de la playa Bahía Blanca-Puerto Pachacútec permanecen varados en el olvido. En medio de la crisis económica, cargan con la indiferencia del gobierno y de la gigante petrolera española. Desde una vivienda destartalada de Ventanilla, los trabajadores artesanales luchan por sobrevivir frente a un mar que llora petróleo.
Por: Diego Sánchez Valdivia y Camila Julón
Portada: Archivo personal
En la playa Bahía Blanca, las olas mueren sobre la arena dejando el rastro de una espuma ocre y aceitosa. El silencio, interrumpido apenas por el rumor lánguido del mar, reina en esta mañana gélida de mayo. En el horizonte, una isla aplastada recorta el vasto cielo gris, por donde nace una fina capa de niebla que corona las peñas que despuntan a nuestro alrededor. Frente a ellas, cerca al antiguo muelle de Puerto Pachacútec, yace un viejo bote azul encallado en la arena como testigo de la fatalidad ocurrida meses atrás.
A nuestro costado, un pescador local, ataviado con un sombrero de cubo, nos guía hasta la vivienda donde conversaremos sobre todo lo observado. Al llegar, el grupo restante de pescadores nos recibe afectuosamente bajo el porche de una modesta cabaña de madera encalada y con techo de calamina.
En el interior, compuesto por un pequeño comedor y una alcoba, los pocos enseres domésticos expelen un olor a humedad y olvido. Las mesas y los estantes de la alacena abastecen unas pocas vajillas y recipientes, pero ninguna provisión de alimentos, al igual que los anaqueles oxidados que acaparan frazadas, bolsas de plástico y artefactos electrónicos obsoletos.
Las paredes desvencijadas, que filtran la luz exterior a través de largos resquicios, lucen repletas de objetos colgantes en desuso: equipos de buceo, extensas redes enmarañadas y cañas de pescar con los mangos roídos por el comején. En el espacio aledaño, carente de puerta y ventanas, unos tres colchones raídos y sin sábanas componen una alcoba con piso de arena. Más abajo, regados por el suelo, unas cubetas de aceite y enormes flotadores negros nos esperan como los asientos ideales para efectuar nuestra entrevista.
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Ignacio Medina Rodríguez (34) es un pescador independiente y lleva una década trabajando en la playa Bahía Blanca. En el año 2010, dejó su natal Moyobamba para viajar a Lima junto a su esposa e hijos en busca de mejores oportunidades laborales. En un principio, trabajó como pescador artesanal en varios distritos del litoral limeño, donde entabló contacto por primera vez con otros compañeros de profesión. Meses después, conoció al señor Sixto Vásquez ‘El chiclayano’, quien lo motivó a unirse al grupo de pescadores independientes de Bahía Blanca, en Ventanilla. Allí, Ignacio aprendió nuevas técnicas que al poco tiempo le permitieron perfeccionar su arte de la pesca.
Al término de cada jornada laboral, retornando de la isla conocida como La Aleta, Ignacio atracaba su bote en el muelle, recogía sus redes de pesca y depositaba pesados lotes de tramboyo, cojinova y chita en grandes cubetas de plástico, reservando siempre una de ellas para su familia. Luego acudía a diferentes mercados de Pachacútec para despachar la mercancía y, cuando le sobraban pescados, practicaba el trueque con los comerciantes locales. Durante el verano, temporada crítica para la pesca, lograba percibir ingresos diarios no menores a 180 soles, los que le permitían un nivel de bienestar económico aceptable.
Todo cambió en la aciaga mañana del 17 de enero, casi dos días después de ocurrido el desastre. A su regreso de alta mar, Ignacio advirtió que su barco acataba un extraño bamboleo, muy distinto al generado por los primeros indicios de una marea alta. Cuando vio una mancha oscura flotando en la superficie, terminó por confirmar su sospecha: había ocurrido un derrame de petróleo. Sin embargo, creyó que se trataba de otra fuga mínima, como las que tantas otras veces habían emergido sin representar riesgo alguno. Nada más lejano de la realidad.
Dos días después, el mar de Ventanilla amaneció teñido de negro. Un fuerte olor a combustible campeaba en el ambiente. Los peces y moluscos habían desaparecido, los pocos lobos marinos gritaban alterados y decenas de gaviotas amanecieron muertas o moribundas, bañadas totalmente en petróleo. Aunque, inicialmente, Repsol informó que solo habían sido vertidos seis galones de petróleo, lo que los pescadores de Bahía Blanca veían antes sus ojos era una prueba flagrante del tamaño de la mentira lanzada por la petrolera.
Al despertar con la noticia, Ignacio quedó petrificado de estupor, pero en el fondo quiso creer que aún había una esperanza: “Al principio, parecía una capa de petróleo que estaba solo encima, parecía que con una limpieza superficial bastaría para solucionarlo a corto plazo. Pero luego de cuatro meses, viendo cómo se encuentra en el día a día, creo esto tiene para rato”.
En un comunicado oficial emitido el pasado 19 de marzo, Repsol informó que las labores de limpieza de las áreas contaminadas habían logrado un avance del 94%. No obstante, Ignacio asegura que la descontaminación, a juzgar por lo observable, es mínima. “Aún tenemos residuos de petróleo en el mar, las islas, los socavones o las peñas, donde queda bastante contaminación. Todavía falta mucho para terminar. También está contaminado el fondo marino porque ese crudo no solo se mantiene en la superficie, sino dentro del mar”, asevera.
El pescador denuncia también que, durante las últimas semanas, los trabajadores de limpieza contratados por Repsol han venido cavando huecos donde entierran la arena contaminada con residuos de petróleo. Esto ha sido motivo de indignación para la comunidad de pescadores, quienes no solo lo consideran un escarnio, sino un despropósito en las labores de limpieza. “Eso fue en verano, poco después del desastre. Ahora, en el invierno, el agua empieza a subir bastante y a reventar contra la arena hasta cavarla. Cuando esto suceda, el petróleo regresará nuevamente al mar”, explicó Ignacio, indignado. Para demostrar esta negligencia de Repsol, el grupo de pescadores nos condujo al área de limpieza, donde captamos in fraganti al personal contratado por Repsol tratando de cubrir un hoyo. Al notar que los estábamos grabando con nuestros celulares, cesaron abruptamente la faena, cercaron el lugar en ronda y, al cabo de unos minutos, tomaron sus instrumentos y abandonaron el sitio mascullando palabras de enfado.
De inmediato los pescadores se aprestaron a desenterrar allí mismo varios residuos de petróleo, entre ellos: una argamasa negra de arena aceitosa y un jirón de tela en el mismo estado, ambos con el característico olor del hidrocarburo.
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Sentado en un flotador grande de color negro, muy empolvado debido a la falta de uso, Cristian Reyes Gonzaga, de 28 años, relata como afrontó la catástrofe ecológica que cambió radicalmente el curso de su vida.
Con tan solo 11 años, su padre lo llevó a Bahía Blanca, en Ventanilla, para que, en principio, aprendiera a nadar. Jamás pensó que se encontraría en su situación actual: hambriento, desamparado, observando el mar contaminado y sin entender cómo fue que sucedió todo esto. “La comida la he tomado de aquí, al frente de mi casa, toda la vida y nunca imaginé que de un solo porrazo me lo iban a quitar todo”, lamenta.
A raíz del derrame de petróleo, la diferencia entre el antes y después de sus ingresos mensuales es abismal. Cristian recuerda que como pescador podía generar un promedio diario de 200 soles y, en sus mejores días, alrededor de 900 soles. Si no encontraba peces por la mañana, podía volver en la tarde o en la noche, para luego quedarse a dormir en la pequeña vivienda de madera. La principal ventaja era el horario flexible de su trabajo, pues podía salir a pescar a cualquier hora del día. Pero a raíz de esta catástrofe ecológica, Cristian y el resto de pescadores tuvieron que modificar sus hábitos: por las mañanas, extraer las carnadas para pescar y, por la tarde, buscar unos ‘cachuelos’ (trabajos ocasionales) para sobrevivir económicamente mientras el mar sigue enfermo. Respecto a esto último, Cristian enfatiza que no desea cambiar de oficio ni que lo obliguen a hacerlo, pues además de la costumbre inveterada, afirma que nació para ser pescador.
Hoy en día, los pescadores se turnan para custodiar la vivienda donde almacenan todos sus instrumentos de trabajo, abandonados desde hace meses. Aunque tuvieron que vender varios de ellos para solventar sus necesidades básicas, los pescadores no pueden arriesgarse a que ciertas personas de mal vivir aprovechen su ausencia y roben lo poco que les queda.
Cristian recuerda el día en que todo empezó: bajó a la playa como un día cualquiera, listo para trabajar, cuando sus compañeros que regresaban del mar le anunciaron la noticia. Como no tenía televisión ni había escuchado la radio aquella mañana, quedó incrédulo ante la advertencia de no entrar a pescar, por lo que decidió subir a la cima del risco para comprobar con sus propios ojos la magnitud del desastre. Al llegar, reparó entre suspiros que no había modo de revertir el impacto medioambiental a corto plazo.
Ante los recuerdos negativos, Cristian toma unos segundos para calmarse y calcular las palabras que usará para describir su reacción al suceso. Un “shock emocional”: lo define bastante bien en su opinión. Las emociones parecen querer abrumarlo mientras evoca aquellos 15 días que pasó sentado en los cerros, mirando el mar, sin creer lo que le estaba pasando y saliendo a comer solo una vez al día. “Destruido. Mi estilo de vida, la forma en la que me la ganaba, como la disfrutaba, como la vivía, todo. Esos días me sentí muerto en vida”, lamenta.
Debido a los efectos de la catástrofe medioambiental, una crisis psicológica afectó a la comunidad de Bahía Blanca. Por ello, consiguieron la ayuda de una psicoterapeuta que los visitaba cuatro veces al mes para realizar sesiones de dos horas. Al término de la terapia grupal, los pescadores lograron restablecer su salud emocional y aceptar la nueva realidad que afrontaban, forjando como resultado un admirable estoicismo y el fortalecimiento de su comunidad.
En cuanto a su salud física, Cristian afirma que, las veces en las que deben hospedarse en la vivienda para custodiar sus instrumentos, sufren el olor tóxico del petróleo que emerge del mar durante la noche. Despiertan con los ojos rojos y dolores de cabeza debido al olor y, en ocasiones, no logran conciliar el sueño.
La empresa Repsol no ha cumplido con la mayoría de sus responsabilidades. Desde el principio intentó minimizar la magnitud del desastre y hasta hoy se niega a escuchar las demandas de cientos de afectados. Solo cuando Pedro, el padre de Cristian, se contactó con el congresista Edward Málaga, lograron que su caso sea conocido por la petrolera y se pueda establecer conversaciones para llegar a un acuerdo. “Nunca antes necesitamos del Estado como ahora, pero ese Estado solo ha enviado un médico”, señala.
Ahora solo tratan de salir adelante a pesar de la adversidad. Cristian sueña con que algún día podrá enseñarle a su hijo de 6 años el oficio familiar que heredó de su padre, pues desea que aprenda a vivir como un pescador. Pero para ello aún debe esperar, no solo a que su hijo crezca, sino a que la vida marina renazca. “Vamos más de 120 días luchando por justicia. Ahí están las pruebas de mi padre. A diario graba videos, tratando de hacer denuncias públicas para esperar una respuesta. También intenta mantener una mentalidad optimista frente a todo el desastre que hemos sufrido”, explica.
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Sentados en unos cilindros apilados en el estacionamiento de Bahía Blanca, conversan Pedro Tineo, Sixto Orlando Vásquez y sus hijos Enrique y Christian. Todos son pescadores independientes que, al igual que sus compañeros, han sido afectados por la desidia e indiferencia de la petrolera multinacional y de las autoridades de distintas instancias del Estado.
“Somos peruanos, por lo que es deber de nuestras autoridades apoyarnos. Acá, en cambio, nos han abandonado totalmente. Hasta el momento no hay ninguna solución. Nosotros esperamos que pronto nos ayuden porque la vida que estamos llevando nos afecta a todos. Esto no puede seguir así: con este trabajo nosotros manteníamos a nuestras familias”, declara Pedro Tineo.
Con el rostro compungido, los pescadores recuerdan cómo, antes de la tragedia ambiental, las ventas de productos marinos habían sido un éxito. Sixto solía ir al mercado chino a vender pejesapos, logrando percibir hasta 300 soles al día. Además, podía dejar las mallas en la orilla para que atrapen peces mientras ellos iban a otras playas, y al final de la jornada retornaban para recoger todo lo que capturaban en ellas. También hacían negocio vendiendo carnadas como el muy-muy a otros pescadores y, en época de verano, podían vender sus productos marinos a los bañistas que visitaban la playa, quienes corrían hacia ellos apenas los veían sacar las mallas atestadas de pescado fresco.
Conocidos en la zona, podían despachar el pescado en el mercado o incluso en los restaurantes, a cuyos dueños cobraban un precio más alto debido a que siempre los pedían limpios. Cuando sobraba pescado, recurrían al clásico ‘trueque’, intercambiándolo en el mercado por tomate, cebolla, papa o lo que hiciera falta en el hogar. Pero hoy no queda nada.
“Ya no se puede pescar en la playa ni en la noche. Solamente podemos extraer poca carnada, que solo alcanza para nosotros si es que tenemos suerte. En general, ya no se puede hacer nada”, señala Cristian Vásquez.
“Vino un inspector de la región, me encontró en el agua sacando muy-muy y me dijo que estaba prohibido entrar, preguntándome si no había visto la bandera roja. Eso nos ha fregado más ahora. ¿Qué vamos a hacer nosotros si no tenemos trabajo? Nosotros solo vivimos de la pesca”, añade su padre, Sixto Vásquez.
Por ahora, los pescadores ven remota la posibilidad de recuperar su estabilidad económica, pues calculan que las consecuencias del vertido de crudo afectarán el ecosistema del litoral central por al menos una década. Su estimación abona en los resultados de un informe presentados por la Organización de las Naciones Unidas (ONS) al Ejecutivo, el pasado 12 de febrero, en el que sostienen que los efectos de la contaminación durarán de 6 a 10 años, calificando el hecho como “el peor desastre ecológico” en la historia reciente del Perú.
Enrique y Cristian Vásquez recuerdan claramente la noche del 14 de enero. Estaban trabajando en la playa, como de costumbre, cuando sintieron de pronto un desagradable olor a petróleo. Al inicio, pensaron que era otro vertido pequeño y que, como máximo, les afectaría un día.
A las 5 a.m. del día siguiente, don Sixto ingresó al mar para recolectar muy-muy a pedido de un cliente. Ahí se dio con la sorpresa de que no solo no encontraba la carnada, sino que su vestimenta estaba totalmente empapada de petróleo. Desconcertado, tomó sus cosas y regresó a casa, donde luego de conversar con su esposa vio finalmente las noticias donde presentaban la catástrofe ecológica que había ocurrido la noche anterior.
Sixto y Enrique, en un afán de brindar alimento a sus familias, lograron capturar algunos peces grandes para alimentar a sus hijos. Fue ahí cuando se dieron cuenta de que los peces que habían extraído del mar estaban contaminados. Sixto cuenta que probó el pescado frito de su hijo y sintió todo el sabor a petróleo en la boca. Enrique, por otro lado, no se dio cuenta a tiempo y su hijo terminó sufriendo un sarpullido en el cuerpo.
Al día de hoy, todos los pescadores denuncian que, a pesar de sus constantes reclamos, no han sido incluidos en el padrón único de afectados elaborado por el Instituto de Defensa Civil (Indeci). “Hay otros comerciantes que, sin ser pescadores, ya se fueron tranquilos a su casa. Y nosotros que vivimos del mar no tenemos nada, estamos olvidados”, reclama Sixto.
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Los pescadores de Bahía Blanca son como una familia y su oficio, un espacio de comunión. Ante la penuria económica, el apoyo mutuo y el sentimiento de hermandad afloran como medios de subsistencia. El más claro ejemplo son las ollas comunes que han formado para poder alimentarse. No obstante, en los últimos meses, varios han debido conformarse con apenas una comida al día, lo cual reduce notablemente las defensas de sus cuerpos y los hace más vulnerables frente a las infecciones respiratorias virales tan comunes en el invierno. Para mayor preocupación, Cristian refiere que no cuentan con un servicio de asistencia sanitaria, razón por la cual desconocen si sufren actualmente de alguna enfermedad que pueda poner en riesgo sus vidas.
Estos trabajadores esperan justicia, algo que el Estado parece estar decidido a ignorar por completo. “Prácticamente nos están dando la espalda al decir que no nos van a otorgar ningún bono y que nosotros mismos tenemos que negociar con la empresa”, concluye Enrique.