Treinta años han transcurrido desde que Julio Montero y los integrantes de Delirios Krónicos grabaron una maqueta con once canciones sobre una década perdida. Con su violencia desbordada, los ochenta se incrustaron en la frente y en los sueños de una generación. De ese tiempo dan cuenta los temas que hoy Montero vuelve a cantar con el mismo ímpetu de su juventud.
Por: Claudia Chávez
Portada: Facebook Julio Montero
Julio César Montero ha regresado a la escena musical. De la misma forma como lo hizo cuando era joven, el chico de la moto -como se hacía llamar- se aferra al micrófono como si fuese la fuente de un poder divino. Ha perdido cabello pero no vitalidad. Deja a un lado la calidez que emplea al conversar y coloca en su lugar una voz enérgica, más en sintonía con su oscura vestimenta. Dice que la casaca de cuero negro es la prenda más fiel que ha tenido a lo largo de su vida. Cuando escucha el primer acorde de la guitarra de Mao cierra los ojos y se mueve buscando seguir el ritmo. Le explica al público que “vivir es inmediato y el amor es una apuesta en el rincón”, mientras las gotas de sudor recorren su rostro. Han pasado treinta años y ese rostro ahora muestra arrugas que marcan de manera rotunda su expresión. Su correa de tachas también siente la abdominal presión del tiempo, pero ni siquiera eso impide que continúe con su Danza ondulante.
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La neblina limeña envuelve la ciudad en una atmósfera tiernamente nostálgica a partir de la primera quincena de abril. En días de semana las avenidas siempre están repletas de virtuales pasajeros de combis o micros. Algunos encienden cigarrillos cuyo resplandor es más intenso en esta época del año. Las calles del centro histórico, las vísceras de la ciudad, lucen sórdidas y huérfanas. Hasta el menos precavido de los transeúntes piensa dos veces antes de recorrer el jirón Cailloma sin compañía. La cuadra ocho es una excepción, resucita cada vez que la sala de ensayo Oficina Bar es ocupada. Ahí ensayan muchas bandas de la escena rockera local. Ahí está Julio, con las medias hasta las canillas y una bermuda que lo hace lucir como un adolescente perdido en el tiempo. Está buscando una botella de agua tamaño familiar mientras se prepara para el ensayo con Delirios Krónicos.
En esa densa habitación que huele a fin de semana, a cerveza y a humedad, no está Lily Kroni; quien se turnaba con Julio para darle vida al repertorio de la banda. En los ochentas ellos eran novios y las canciones las componían juntos. Ella estudiaba comunicaciones en San Marcos y tenía, al igual que él, un interés muy particular en el surrealismo. “Una de nuestras canciones está inspirada en Un Perro Andaluz, de Luis Buñuel”. Julio cuenta que ella ahora está en Ecuador, casada con un diputado y le va muy bien. Como toda historia memorable, fue necesario que tuviera un inicio y un final. Su ruptura coincidió con la disolución de la banda. Hace unos meses se comunicó con él por redes sociales y regresó a Lima. Compartieron nuevamente escenarios. “Estaba tan linda como siempre”.
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Delirios Krónicos se formó en 1984 y editó su única maqueta un año después. La banda estaba integrada por Julio Montero, Liliana Rojas y Mauricio Vargas. Además, contaba con el apoyo de Kimba e Iván Santos. ¿De quién fue la idea de juntarlos treinta años después? En octubre del año pasado la banda limeña Eva y John organizaba un festival de música pop independiente. “En los festivales se acostumbra incluir alguna agrupación antigua que haya sido significativa. Me lo propusieron y yo acepté”.
“Algunos músicos de la escena rockera terminarían en las filas de Sendero. De pronto dejaron de hacer conciertos, desaparecieron. La indignación frente a la violencia cegó a muchos jóvenes”
Julio contactó a Mao, otro de los miembros originales, y junto a Kimba Vilis, Iván Zurriburri Santos y Tina –nueva integrante en el bajo- invadieron una sala de ensayo para retomar las canciones que fueron grabadas en su única producción. El concierto en el Lima Pop Fest embriagó a ese viejo y clásico edificio – la discoteca Embassy- con la esencia del rock subte, aun cuando muchos de los asistentes habían nacido varios años después de que la banda se separase. Julio danzaba frenéticamente y su voz se unía a la de cada uno de los que coreaban Silencio Total, una canción original de Los Shapis, y el primer cover de una cumbia peruana en ritmo de rock. Sus 52 años sólo existían en una partida de nacimiento.
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Grabar una maqueta con once temas fue la odisea de un par de días. Odisea y osadía. La crisis económica estaba en su pico más alto y las productoras no apoyaban a las bandas peruanas. Mucho menos a las contraculturales, aquellas hijas del rock subterráneo que agitaban su protesta sonora contra el sistema, el gobierno y la violencia exacerbada de esa década.
Julio había entablado amistad con Mao, su vecino. “Era colombiano, había venido a estudiar en Bellas Artes y tocaba guitarra. Nos llevábamos muy bien y siempre nos uníamos en conversaciones interminables sobre música y arte”.
Juntos formaron D-76, la primera versión de Delirios Krónicos Su debut fue en El Agustino. Luego vinieron más presentaciones, ya con el nombre oficial. Julio dice que podría llevar la cuenta porque no fueron muchas las tocadas. Recuerda por ejemplo una en San Fernando, la Facultad de Medicina de San Marcos. Un grupo de senderistas les impidió tocar. Ellos se retiraron pero volvieron a ingresar. Su única consigna era expresarse a través de la música. En la misma escena musical aparecerían también Narkosis, Eutanasia y Daniel F.
Meses después Mao tuvo que regresar a Colombia, de dónde solo volvió a Lima para casarse con su enamorada. La relación entre Julio y Lily había terminado. Así que él consideró imperativo un registro de su producción. Los juntó a todos en un estudio y en un par de días grabaron la inmortal maqueta. Cuando todo finalizó, cada quien se alineó en un carril distinto y sus vidas se separaron.
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El chico de la moto ahora se transporta en cuatro ruedas. Ha doblado por la 23 de Arequipa y sigue en línea recta. Cuando llega al semáforo detiene el auto y detiene también sus pensamientos. Recuerda sus míticos días de estudiante de cine y vocalista de una banda subte.
Cuando arranca el vehículo empieza a narrar otro capítulo de su historia. Decidió a estudiar cine porque era su segunda vocación. Más tarde, junto a su Beta Movie, grabó sus presentaciones y las de otras bandas subte. Para su proyecto de video, reunió todo el material que tenía –más de 40 horas de grabación- y editó con un amigo el emblemático documental Grito Subterráneo.
Éste videocasete fue reproducido y difundido en todo Lima. Las copias tocaron las manos de muchos músicos, admiradores e interesados. Un día la llamada de un amigo lo despertó aturdido. Este le explicó que Alfredo Márquez – un presunto militante de Sendero Luminoso– había sido capturado por la Dincote. Entre sus pertenencias, había un copia de Grito Subterráneo. “Mi amigo me dijo: cuidado hermano, te puede interceptar las llamadas. Al día siguiente les dije a todos mis amigos: ya no hablen más cojudeces cuando me llamen”. Luego de percibir un zumbido extraño en la línea telefónica, decidió cavar un hoyo en su jardín y enterrar en una caja de zapatos los casetes que tenía en su poder. Ahí se quedaron hasta el día en que cayó el régimen fujimorista.
Algunos músicos de la escena rockera local terminarían en las filas de Abimael Guzmán. De pronto dejaron de organizar conciertos y desaparecieron. La indignación ante la violencia y la corrupción cegó a muchos jóvenes. Algunos de ellos todavía cumplen condena en los penales. Otros son visitados una vez al mes para decorar con flores sus tumbas.
El mérito del subte fue cambiar el discurso musical, iluminó las noches de alcohol de muchos universitarios que buscaban una solución radical a los males de la sociedad. “Dejamos atrás todo lo antiguo para decir cosas verídicas auténticas, fuertes, directas. El rock subterráneo era una protesta, y no fracasó, tuvo éxito”.
Tuvo éxito. El rock subterráneo brilló como una lucecita de bengala, destellante y cegadora. Lentamente se fue desvaneciendo. Julio también lo hizo, pero decidió apagarse antes de consumirse. Y por eso ha regresado, porque aún puede resplandecer sobre un escenario.