Miranda, nombre que vamos a utilizar para encubrir su identidad, tiene 26 años y padece de Trastorno Límite de la Personalidad (TLP), también conocido como Bordeline. En el Perú, alrededor del 5% de la población muestra las características de este trastorno: elevados períodos de frustración en momentos de estrés, comportamientos impulsivos y cambios de humor, desde felicidad intensa hasta una profunda ansiedad. El tratamiento para enfrentarlo consiste en una combinación de terapia psicológica y medicamentos. Este trastorno ha creado un estigma social sobre las personas que lo padecen. Este es el caso de Miranda, quien ha decidido vivir sin contarle a su familia la enfermedad que ahora trata de controlar.
Por Ana Sofía Condemarín
Portada: Ana Sofía Condemarín (a base de vectores Freepik)
Miranda estaba en su último año de secundaria cuando se chocó con una engorrosa realidad: sus padres no podían pagar su educación superior. Resultaba imposible costear una academia o instituto, y mucho menos una universidad privada. Las deudas en su familia eran altas, el negocio de ferretería que tenían cerró y los bancos tocaban a su puerta para cobrar. Una situación que escapaba de las manos de Miranda despertó un estado de intranquilidad muy intenso en su mente. De la noche a la mañana se convirtió en una joven malhumorada, inapetente, con insomnio o con muchas ganas de quedarse en cama. Comenzaron a surgir los primeros síntomas de depresión sin que Miranda sea consciente de lo que padecía. “Yo no sabía qué era depresión y mis padres tampoco tenían ni la más remota idea. Es más, hasta ahora no saben nada de salud mental y mucho menos de la mía”, cuenta sin mayor reparo.
En cierta ocasión llegó a ella una posibilidad esperanzadora: una beca. Finalmente, la adolescente llena de sueños y anhelos podría dar inicio a una vida universitaria. El cambio a ese nuevo espacio y contexto fue como saltar de un charco al río, uno donde se tendría que enfrentar a conflictos internos más complejos. En el primer ciclo universitario tuvo la oportunidad de asistir a sesiones psicológicas que ofrecía su casa de estudios. A largo plazo, estas se convertirían en el comienzo de un camino hacia un diagnóstico certero que mantendría alejado de su familia a toda costa.
El primer golpe
Miranda siempre fue perfeccionista en sus estudios y estaba acostumbrada a recibir buenas calificaciones. Pero un día de su estrenado primer ciclo se llevó una ingrata sorpresa al recibir un 06 en una práctica calificada. “Hasta ahora recuerdo ese momento, fue impactante para mí. Vi esa nota y algo estalló en mí”, cuenta. En ese momento ella comenzó a experimentar palpitaciones aceleradas en su corazón, temblores en el cuerpo, falta de aire y unas desmesuradas ganas de llorar. Miranda atravesaba por un ataque de pánico.
Después de este primer ataque, hubo un segundo, un tercero y se puede seguir contando. Cada vez que recibía una calificación por debajo de lo que esperaba o escuchaba a algún profesor autoritario alzar la voz para decir la nota de cada estudiante, Miranda se alarmaba y lloraba a escondidas. No podía controlarlo. Su psicóloga de ese entonces notó la frecuencia con la que ocurrían estos episodios y la derivó al psiquiatra. “Tenía 18 años y todo lo sentí de golpe, me diagnosticaron Trastorno de Ansiedad y Depresión y automáticamente me medicaron”, relata.
En ese momento tuvo la iniciativa de contarle a sus papás sobre los trastornos mentales que padecía y, además, sobre los antidepresivos necesarios para su tratamiento. “Esas son pastillas para drogarse”, le recriminaron. Esa fue la primera y última vez que Miranda intentaría hablar con sus padres sobre su salud mental. Decidió hacer caso omiso y comenzó con la medicación indicada por el psiquiatra: por las mañanas, antes de ir a clases, tomaba Sertralina y Clonazepam.
Ilustración: Ana Sofía Condemarín (a base de vectores Freepik)
En su afán por obtener buenas calificaciones, recuerda que durante su primera semana de exámenes parciales estudió toda una madrugada y bebió cuatro energizantes que mezcló con sus antidepresivos. Así es, cometió un exceso. Llegó al salón de clases, se sentó, recibió la evaluación y no podía ni sostener el lapicero. “¿Qué me está pasando?”, se preguntó.
La combinación de cafeína con este tipo de medicamentos aumenta el riesgo de sufrir un síndrome serotoninérgico. En otras palabras, Miranda atravesó por una sobreestimulación de receptores de serotonina que le ocasionaron excesiva inquietud, vértigo, temblores corporales y taquicardia. “Estaba mareada, no podía respirar bien y mi frecuencia cardiaca se aceleró”, recuerda. Desde ese momento nunca más volvió a probar un energizante y tampoco quiere recordar el resultado de ese examen.
El tratamiento con los antidepresivos duró poco. Para ser precisos, fue constante sólo por un mes porque experimentó los efectos secundarios de las pastillas. Miranda empezó a sentirse muy cansada, recuerda esos días en los que se sentía muy relajada y sólo llegaba a casa a dormir. En realidad, la somnolencia es uno de los síntomas que una persona puede desarrollar cuando empieza a consumir los antidepresivos. A pesar de no ser algo duradero, sus padres no lo podían concebir y le prohibieron tomar esos medicamentos. Así, Miranda retrocedió en el tratamiento de un problema mental que seguía perjudicando su vida.
En el límite
Durante los dos primeros años de su educación superior, Miranda acudió a la ayuda psicológica que ofrecía la universidad con su aún diagnosticado Trastorno de la Ansiedad y Depresión. Sin embargo, a finales del cuarto ciclo de carrera, algo cambió. Esta vez los mismos síntomas caracterizados por ideas obsesivas, constantes inquietudes y miedo persistente se acentuaron y se vieron acompañados por uno nuevo: tendencia a autolesionarse.
Los pensamientos que atentaban contra su vida fueron motivo de preocupación para su psicóloga, quien tuvo la intención de conversar con los padres de Miranda, pero ella se negaba rotundamente a tener que atravesar por un momento de rechazo por parte de ellos. “En momentos de estrés o cuando notaba un bajo rendimiento mío, me arañaba los brazos a escondidas o me los apretaba muy fuerte. Lo hacía para distraer mi mente. No quería llorar, prefería sentir dolor físico”, confiesa. Es así como fue derivada al psiquiatra una vez más.
En esa época, Miranda se negaba a querer recibir ayuda de algún médico especialista en salud mental porque no quería volver a tomar pastillas antidepresivas. Pagar esas pequeñas tabletas era un sacrificio porque a veces dejaba de comer para ahorrar y conseguirlas. “Recibía veinte soles diarios para mi pasaje y comidas del día cuando iba a la universidad. Yo buscaba ahorrar de donde no tenía. A veces dejaba de comer y así me sobraba dinero”, detalla.
Ilustración: Ana Sofía Condemarín (a base de vectores Freepik)
Esta era la cuarta vez que asistía al psiquiatra. Las otras veces fueron consultas fugaces que no perduraron como esperaba. Sin embargo, en su último intento, una variación en su diagnóstico le cambió la vida. La doctora revisó su historial y durante el transcurso de las esporádicas sesiones se dio cuenta de que Miranda, ante cualquier situación negativa, reflejaba síntomas de depresión, pero su sensación de decaimiento no era permanente. La psiquiatra identificó señales de impulsividad, amenazas de autolesión, pensamientos paranoicos relacionados con el estrés y sensación de vacío.
- Posiblemente se trate de TLP – soltó la psiquiatra en una de las citas.
- ¿TLP? ¿Qué es eso? – preguntó Miranda desorientada.
- Trastorno Límite de la Personalidad, Miranda. Pero tranquila, estarás bien. Lo que sucede es que ante cualquier situación adversa te decaes con muchísima facilidad porque la vives con intensidad, pero podrás salir de los episodios agresivos que tienes con ayuda psicoterapéutica.
Este trastorno lleva el nombre de “límite” porque quienes lo padecen viven en “el límite” por una desregulación emocional. En palabras clínicas, una persona con TLP supera el umbral de la neurosis común, pero sin llegar a ser una psicosis. Usualmente se presenta junto con otros trastornos, como es el caso de la Depresión y Ansiedad. “Siento muy intenso y mis emociones las llevo al extremo cuando me siento en una situación desfavorable. Veo las cosas o blancas o negras, no puedo ver gris”, explica.
Sus episodios consisten en estallidos de llanto, dolores de cabeza y temblores en las manos y pies. Pueden durar horas. Estos problemas se agudizan cuando uno crece en un hogar en el que constantemente se le recuerda que “en esta casa no se llora”. A ella le enseñaron que llorar es sinónimo de debilidad y que “no hay razón para hacerlo”. Miranda comparte cuarto con sus padres y con su hermana. Ninguno sabe que ella padece de TLP ni que por ratos siente vacíos emocionales. Cuando quiere llorar debe esperar a que ellos se duerman primero.
Efectos del encierro
Ella, al igual que sus padres, ignoraba mucha información concerniente a la salud mental. Pero eso no la detuvo a comprender lo que le ocurría. Depresión, Ansiedad, Límite de la Personalidad, todos eran términos nuevos. Cuando la última psiquiatra le recomendó continuar el tratamiento con una psicoterapeuta recien pudo conocer en qué consitía una terapia. Sin embargo, iniciarse en ella era una decisión conflictiva porque sabía que nuevamente se lo iba a ocultar a su familia. “Cuando inicié mi terapia en el 2019, sólo les decía a mis padres que llegaría tarde”, recuerda.
A las sesiones terapéuticas se le sumaron las recetas médicas de antidepresivos hechas por la psiquiatra. Esta vez la combinación constó de Fluoxetina, Clonazepam y Sulpirida para bloquear los receptores de la dopamina, la sustancia que transmite impulsos nerviosos al cerebro. Primero comenzaba con un cuarto, luego media y después de un mes la pastilla entera. Por fin Miranda pudo ser constante, pero todo se desmoronó cuando llegó la pandemia.
Durante la cuarentena, dejó de tomar pastillas porque no pudo acceder a ellas. Estar encerrada con su familia en un contexto de emergencia sanitaria e incertidumbre económica provocaba en ella llantos desmedidos e intensa tensión corporal, especialmente en su cabeza. Las técnicas de respiración no le servían. Sólo una clase de juego que aprendió en terapia fue de utilidad. Este consistía en identificar objetos a raíz de colores que ella tenga en mente. “Azul, Marrón, Rojo”, repetía en su cabeza.
Ilustración: Ana Sofía Condemarín (a base de vectores Freepik)
Sólo hablaba con su psicoterapeuta por WhatsApp porque, si hacía videollamada, su familia la escucharía. Se comunicaban por mensajes y audios, pues las llamadas sólo podían ocurrir cuando ella salía a dar una vuelta por su parque. Su terapeuta la incluyó en un taller grupal y para Miranda la experiencia fue muy especial en medio de las trabas. “Me sentí menos sola porque nunca había tenido la oportunidad de compartir mis problemas de salud con otras personas”, cuenta.
Expresar lo que ella sentía con otros era de lo que ella había estado privada. Miranda supo encontrar en terapia las herramientas para realizarse en la vida a pesar de que durante la pandemia hubieron altos y bajos. Como muchos, acabó la universidad en cuarentena y prosperó profesionalmente, lo que demostró en ella que su diagnóstico no la limita ni encasilla en tres siglas. Ahora ella valida, identifica y procesa sus emociones. Se escucha y no se juzga porque se acepta.