Miles de estudiantes de la PUCP visitan este recinto para leer, estudiar, hacer tareas o simplemente para pasar el rato. Desde el 15 marzo del 2020 y durante todo el 2021, los libros de la Biblioteca Central permanecieron almacenados sin que el dedo de un alumno se pose sobre ellos para ojear sus páginas. En el mismo lapso, el rumor de las conversaciones y murmullos de los estudiantes desapareció de las aulas libres. Presentamos dos testimonios sobre estos lugares de estudio que demuestran por qué los echamos tanto de menos.
Por José Cayetano y Nahomi Bruno
Portada: José Cayetano
738 días de espera
El viernes 13 de marzo del 2020 fue una fecha maldita.
Dos días antes la PUCP comunicó la postergación del inicio del ciclo 2020-1 para prevenir a la comunidad universitaria de los contagios de Covid-19, una abreviatura que con el paso de las primeras semanas del 2020 aparecía con mayor frecuencia en los noticieros. Tenía dos semanas más de vacaciones, así que decidí ir a la universidad para sacar dos libros en préstamo de la Biblioteca Central.
Luego de digitar mi código de alumno, la sheriff sacó de la cabina un envase de spray y presionó dos veces sobre mis manos. Era la primera vez que veía a alguien rociar alcohol isopropílico, precaución que pronto se convirtió en un hábito.
Cuando entré a la biblioteca me llamó la atención la cantidad de personal que circulaba por el pasillo y las salas del primer piso: era mayor a la habitual. Fui a la segunda planta, busqué dos libros del sílabo de un curso del 2020-1 y busqué un lugar para ojearlos. Me acerqué a las mesas blancas ubicadas cerca al ascensor. En el preciso instante en que retiraba una silla, un bibliotecario me detuvo.
—Ya nadie puede sentarse en las mesas. Estamos desinfectando todo.
Me desconcertaron sus palabras. Pedí disculpas y llevé los libros al módulo de registro de préstamos. Una vez hecho el trámite bajé las escaleras hasta el primer piso con la mochila a cuestas más pesada.
—¿Atenderán el lunes? —pregunté al sheriff en la entrada de la biblioteca.
—Parece que no, joven —respondió.
Cuando crucé la salida no imaginé que tendría que esperar dos años para volver allí.
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El silencio que reina en sus distintas salas y la enorme colección de textos que alberga hacen que la Biblioteca Central de la PUCP sea el espacio preferido de muchos alumnos para leer y hacer tareas. Unos prefieren la sala silenciosa o los cubículos porque necesitan concentrarse al máximo; otros optan por situarse en los sillones o las mesas blancas para distraerse “un ratito” observando a los demás lectores.
Las características de la biblioteca determinaron las dinámicas de estudio del público que asistía a ella antes de la pandemia. Todo cambió cuando la universidad cerró sus puertas.
El área preferida de Biblioteca Central de Francesca Chávez, estudiante de Comunicación para el desarrollo, es la Sala de cómputo y tesis, espacio poco concurrido en el primer piso con mesas circulares, sillones y computadoras disponibles para su uso. Ella descubrió este espacio un día en que no llevó su laptop y necesitaba subir un archivo.
“No soy de las personas que puede estudiar sola, encerrada o concentrada al cien por ciento. Necesito distraerme y ver a la gente al lado de vez en cuando. También a veces escucho música con mis auriculares cuando estudio”, asegura Francesca.
Ella iba a la sala después de clases para leer y realizar tareas hasta las siete de la noche. “A esa hora ya había avanzado prácticamente todos mis trabajos. En mi casa solo terminaba las partes que faltaban”.
—¿Te acostumbraste a estudiar en casa en el primer ciclo de clases virtuales?
—No, me costó. Cuando leía en el escritorio de la casa de mis abuelos extrañaba la ventana de la Sala de cómputo que da hacia la entrada de ‘biblio’ para ver a la gente pasar.
El jueves 5 de diciembre de 2019 al mediodía, Francesca envió su Monografía final del curso Investigación académica desde el primer sótano de la biblioteca, área que visitaba para distraerse leyendo ejemplares de periódicos del siglo pasado. Esa fue la última vez que visitó el edificio antes de la pandemia.
A diferencia de Francesca, Angelly Condo, alumna de Comunicación Audiovisual, necesita concentrarse al máximo y evitar cualquier distracción para estudiar. Por eso acudía a la Sala silenciosa en el primer piso.
—Lo malo es que era tedioso encontrar sitio, porque la sala siempre estaba llena. Y era muy común que la gente dejara su mochila en los asientos y que no vuelva por horas; eso perjudicaba a los que teníamos cosas que hacer porque no podíamos mover las mochilas. Yo sentía que perdía tiempo buscando sitio.
Fue así que Angelly descubrió los cubículos personales del segundo y tercer piso de la Biblioteca central, pequeños cuartos con vista a los jardines del comedor y una puerta de vidrio que aísla el sonido del exterior. “Como están ocultos eso hace que me distraiga menos. Una vez una amiga entró a mi cubículo personal para hacer una tarea juntas y tuvo que sentarse en el piso para que los sheriffs no la vieran (risas)”.
Antes del 2020, Angelly permanecía todo el día en la universidad. Durante los ‘huecos’ entre clases o después de estas, siempre iba a la biblioteca para avanzar sus pendientes. “A mi casa llegaba solo para cenar y dormir”, añade.
Esta rutina de estudio complicó la adaptación de Angelly a las clases virtuales. Después de la segunda semana del ciclo 2020-1, decidió retirarse de todos los cursos. Le fue imposible concentrarse en su dormitorio para leer y realizar sus trabajos a tiempo debido al ruido de su casa, de los vecinos y de la calle. Extrañaba la Biblioteca central porque “es el lugar más adecuado para estudiar”.
“Cuando llevé clases virtuales en el 2020-2, igual me costó. A veces me metía a mi cama a realizar mis cosas. Nunca antes había hecho siesta y empecé a hacerlo porque tenía la cama al costado. Tuve que acostumbrarme a estudiar desde mi escritorio para no quedarme dormida”, señala.
Desde el inicio de las clases presenciales, Angelly va diariamente a la biblioteca y, aunque ahora asiste poca gente, mantiene la costumbre de reservar un cubículo del segundo piso. Su favorito es el 209.
En las dos primeras semanas del presente ciclo, participó del proyecto fotográfico “Y un día, volvimos”, que capturó las emociones del retorno de la comunidad PUCP al campus. Uno de los primeros lugares que visitó para tomar imágenes fue la Biblioteca central.
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El 7 de octubre del año pasado devolví en la entrada de la universidad los tres libros que llevé a casa el 15 de marzo del 2020. Hubiera deseado ingresar al campus y dejarlos en el buzón afuera de la biblioteca.
El 21 de marzo del 2022 visité la Biblioteca Central 738 días después. Tenía una hora libre antes de mi primera clase del ciclo, así que fui a mi lugar favorito del inmueble: la colección de literatura en el tercer piso.
A lo largo de las semanas de este ciclo, las salas de la biblioteca han estado casi vacías. A Jonathan Martínez, estudiante de Gestión y Alta Dirección, la ausencia de estudiantes; antes era muy difícil encontrar una silla libre, especialmente en las tardes.
“En los cuatro ciclos virtuales solo llevé dos cursos, porque en mi casa no me concentraba y no podía leer desde mi computadora. Recién en 2021 compré un escritorio y habilité un cuarto de estudio. Antes estudiaba en la mesa donde comía”, explica Jonathan.
Antes de la pandemia, él permanecía hasta las 9 p.m. en la Biblioteca central. Su lugar preferido para estudiar son los cubículos blancos del segundo piso. Ahí lo encontré todos los días de la última semana de parciales.
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En el preciso momento en el que leía en un sillón las primeras líneas del quinto capítulo de Experimento de autobiografía de H.G.Wells, un sheriff salió del ascensor y caminó hacia mí.
—A las siete se apagan todas las luces —advirtió con un tono grave.
Me intrigó el aviso. Ignoraba por completo el nuevo horario de atención. Registré el préstamo del libro, bajé las escaleras hasta el primer piso, me despedí del vigilante en la entrada y abandoné la Biblioteca Central.
Sé que no falta mucho para que sea igual de concurrida que los ciclos previos al 2020. Sus puertas están abiertas para todos los alumnos que extrañaron por dos años este edificio ubicado en el corazón del campus.
Como en casa
Por Nahomi Bruno
No recuerdo muy bien cuándo fue la última vez que entré al aula libre de Estudios Generales Letras antes de la pandemia, uno de los lugares que más extrañé de la universidad en los dos últimos años.
La única forma de conseguir un asiento en un aula libre, espacios en distintas facultades donde los estudiantes pueden estudiar, es llegar lo más temprano posible, especialmente en las semanas de exámenes parciales y finales.
Si todas las sillas estaban ocupadas, quienes deseaban ingresar debían sentarse en el pasadizo afuera de la entrada para esperar que se desocupara un asiento. Los sheriffs siempre vigilaban que el aforo permitido se respete.
“Cuando llegaba en la tarde y veía a todos sentados fuera del salón, podía intuir que no había asientos libres, pero igual abría la puerta del salón con cierta esperanza. Ese momento era muy incómodo, porque todos adentro te observaban y se reían al ver tu reacción cuando te dabas cuenta que todo estaba lleno”, recuerda Camila Julón, estudiante de Periodismo.
Es grato recordar a las personas que se quedaban, como yo, en el salón hasta muy tarde.
— Ya son las diez de la noche. Tienen que salir —nos avisaba un sheriff.
— Cinco minutitos más, por favor —respondíamos.
Algunos se iban; otros permanecíamos un tiempo más para acabar las tareas. Intercambiábamos algunas palabras, buscando un poco de distracción y motivación para seguir estudiando a esas altas horas de la noche.
Diego Cumpa, de la especialidad de Comunicación Audiovisual, no olvida el día en que se quedó estudiando para su examen final de Filosofía Antigua. Estaba muy cansado, con sueño y hambre hasta que recibió una sorpresa inesperada
—Eran las 9 p.m. aproximadamente y ya me quería ir a casa. Cuando estaba alistando mis cosas, empecé a hablar con una compañera que era la dueña de uno de los negocios de comida de ‘Traficantes PUCP’.
—¿En serio?
—Se apiadó de mí y me regaló uno de sus panes. Siempre lo recordaré.
Después de dos años sin asistir al campus, Diego, Camila y yo valoramos aún más las salas de estudio, porque nos hacen recordar la comodidad de nuestros hogares.
¿En qué otro lugar de la PUCP podemos leer, escribir, comer, conversar, escuchar música, asistir a clases virtuales y sentirnos cómodos a la vez? ¿Comedor? Hace mucho frío. ¿Tinkuy? Mucha gente ¿Biblioteca Central? Mucho silencio ¿Pastos? Incómodos.
Jeferson López y Margiori Bedonia, abogados, y Dania Lozórzano, obstetra, son alumnos de tercer ciclo de la Maestría en Gobierno y Políticas Públicas de la PUCP. “Habíamos escuchado de las aulas libres del Pabellón Z. Fuimos al edificio y encontramos un salón vacío en el primer piso. Pensamos que podíamos permanecer ahí, pero un sheriff entró y nos dijo que las aulas libres estaban en el cuarto piso. Ni bien entramos nos dio la impresión que era un lugar muy cómodo para reunirse”, relata Dania.
—¿Qué es lo que más les gustó de este espacio?
—Está bien implementado y tiene buena iluminación. Podemos aprovechar el aula para leer y reunirnos con nuestros compañeros de maestría para hacer los trabajos grupales. También sirve para hacer los pendientes del trabajo
—¿Volverían?
—Sí, claro. Vamos a volver mañana.
Susurros, carcajadas, risas, gritos y bostezos son algunos de los sonidos frecuentes en las aulas libres, sonidos que incomodan o despiertan una sonrisa entre los alumnos. Algunos piden silencio cuando el grupo de la mesa de al lado habla muy fuerte. La interacción entre alumnos en las aulas libres permite que sean espacios de estudio de ambiente hogareño.