En una finca construida en 1780, en la zona monumental del distrito de Pueblo Libre, se erige El Bolivariano. Paredes de adobe adornadas con fotografías de la Lima antigua y platos de antaño actúan como guardianes de la tradición culinaria criolla. Mientras la escena gastronómica de la capital abraza la innovación y las fusiones, este restobar ha sobrevivido anclado en la historia.
*Este trabajo fue elaborado en el curso Taller de Crónica y Reportaje, dictado por el profesor Mario Munive.
Por Johara García
“Si quieres ver a El Bolivariano como una persona, tal vez sea una de más de cincuenta años. Es el criollo antiguo, el de jarana, al que le gusta comer bien, reunirse y tomar trago”, sostiene Armando Calderón, chef ejecutivo desde hace quince años. Sentado alrededor de una mesa de mármol en uno de los salones del recinto, con las repisas del bar repletas de vinos, destilados y macerados de Santiago Queirolo a sus espaldas, cuenta la historia de El Bolivariano. Había trabajado en hoteles y restaurantes de Aguas Calientes (Machu Picchu Pueblo) y Quito. Hoy lidera un equipo de noventa y cinco personas: cocineros, baristas, reposteros y servicio al cliente.
El chef deja en claro que no se consideran un «restaurante moderno» ni «chic». Reciben aproximadamente tres mil comensales por día, y durante los últimos dieciséis años, han adquirido cuatro propiedades para expandirse. Sin embargo, no contemplan la idea de convertirse en una franquicia. Para su equipo, la estandarización de recetas va en contra del espíritu artesanal de El Bolivariano, que busca ofrecer una experiencia fiel al deseo del peruano de sentir que come en casa.
Nostalgia criolla
En los sesenta, cuando Angelo de Barbieri y Santiago Queirolo eran niños, sus padres solían llevarlos a comer a «El Rinconcito Bolivariano», ubicado en la calle Rosa Toledo, distrito de Pueblo Libre, donde ambos crecieron. Allí, hijos de inmigrantes italianos, se reunían para disfrutar de la comida criolla. Así lo hicieron por años hasta que el restaurante cerró. A pesar de que los amigos se mudaron a mediados de los setenta, Pueblo Libre seguía siendo su lugar de encuentro. En los noventa, ambos trabajaban en la zona: Santiago dirigía la bodega de vinos familiar, la Antigua Taberna Queirolo, en la avenida San Martín, mientras que Angelo, de treinta y dos años, administraba dos panaderías en Colmenares, a solo cuatro cuadras de distancia.
Un día, mientras el aroma de pan recién horneado llenaba la panadería de Angelo, Santiago Queirolo llegó para contarle que acababa de adquirir una casona antigua cerca de su taberna. Para él, el lugar estaba lleno de promesas de éxito, y sin titubear, le propuso la idea de abrir un restaurante. Angelo de Barbieri no lo pensó dos veces. Ambos compartían la visión de recrear la experiencia culinaria de «El Rinconcito Bolivariano». Pero su ambición iba más allá de la simple nostalgia. Sin perder la esencia de la comida tradicional criolla, aspiraban a un restaurante de 5 tenedores.
Y así lo hicieron. Lo bautizaron como “El Bolivariano” en honor a aquel entrañable espacio que frecuentaban en su niñez. Era un restaurante de lujo. Los mozos vestían elegantes corbatas, las mesas estaban cubiertas por manteles blancos y los platos gourmet se servían en cristalería brillante. A pesar de su empeño, era inicios de los noventa y la idea no funcionó. “Era la época del terrorismo, donde había toque de queda y apagones, lo que nos obligaba a cerrar temprano. Nuestros primeros años fueron bastante difíciles”, recuerda Armando Calderón. Aun así creyeron en el potencial del negocio, compraron una propiedad vecina e instalaron un almacén y un área de producción. El resultado fue el mismo: un fracaso que acumuló más deudas con el paso del tiempo.
En el 2004, tras quince años con las cuentas en negativo, comenzaron a saldar las deudas pendientes del pasado. Angelo de Barbieri instaló una oficina en el restaurante. Empezó a observar el lugar de forma minuciosa y se dio cuenta de que debía cambiar de rumbo. Sacó los manteles y las copas para bajar los precios, reemplazó las porciones gourmet por platos abundantes. Los salones se adaptaron para ofrecer espacios de baile, dando vida a la esencia jaranera del nuevo Bolivariano. Dos años después, se cosechaban los frutos de esta nueva dirección.
«Todos tenemos la esperanza de que los malos tiempos pasen. Ellos tuvieron la fortaleza para seguir avanzando», recuerda Armando Calderón, que por esos años llegó a trabajar a El Bolivariano y asumió el rol de chef principal.
Ambientes con nombre propio
Hoy El Bolivariano se expande a lo largo de seis propiedades cuidadosamente integradas y refaccionadas para mantener el estilo de aquella casona donde se instalaron por primera vez. El espacio se divide en siete ambientes: El Zaguán, que sirve como la entrada principal al restaurante; El Boli-Bar, una sala decorada con los primeros teléfonos y cajas registradoras que llegaron al Perú; y el comedor Manuelita, adornado con pinturas de la escuela cusqueña enmarcadas en láminas de tipo pan de oro.
Por otra parte, el salón Independencia exhibe un horno y cilindros de caja china cubiertos de cobre, mientras que la Pérgola, sin techo pero con un mural del viñedo de Santiago Queirolo, está decorada con jardineras, faroles y un alambique para la destilación del alcohol. La habitación San Martín destaca como uno de los espacios más amplios, adornado con un balcón virreinal y relojes del siglo XX. A pesar de los años, las paredes de adobe y los techos de madera se mantienen. Sin embargo, hay espacios que han tenido que ser reconstruidos, como el ambiente Libertadores, que en el pasado estaba rodeado de jardineras, contaba con un piso de ladrillos pasteleros y un toldo.
Lo que una vez fue un modesto restaurante con un aforo de cincuenta personas ahora tiene capacidad para albergar cerca de novecientos comensales, y los visitan, en promedio, cien turistas cada semana. Sábados y domingos largas filas en la puerta del local dan testimonio de su popularidad. Este año, la conocida web gastronómica Taste Atlas ha incluido a El Bolivariano entre “los restaurantes más legendarios del mundo”.
La receta del éxito
“Lo que nos distingue de otros restaurantes de comida criolla peruana es que mantenemos nuestras recetas originales. Mientras muchos intentan innovar y agregar su toque personal, aquí nuestros clientes regresan una y otra vez por el mismo plato que servimos 34 años atrás”, apunta Luz Mayorga, jefa de reservas de El Bolivariano desde hace diecisiete años.
Armando Calderón cuenta que uno de los primeros platos que se sirvieron en El Bolivariano fue el lomo saltado, y desde entonces la receta ha permanecido inalterada. El proceso, el nivel de fuego y los ingredientes se han mantenido exactamente iguales desde el día en que abrieron sus puertas. Por esa razón, se resisten a expandirse a otros distritos.
Evitan convertirse en una cocina industrializada. Rechazan la idea de seguir aumentando más mesas a su restaurante, pues consideran que el restaurante ya es lo suficientemente grande, y en caso de ampliarse, lo harían siempre en el mismo local. En el Bolivariano cada salón es un viaje al pasado, una celebración de la tradición y una garantía de que el patrimonio culinario del Perú continuará para las generaciones venideras.