Más de 95,000 personas habitan los asentamientos humanos de Pamplona Alta, en San Juan de Miraflores. Cada familia tiene una historia distinta. Muchas de esas vidas están llenas de carencias, lucha y sobrevivencia. Están cansadas de promesas. Lo único que desean es contar con algo tan preciado y básico que tiene la mayoría de las personas que viven en Lima: agua potable. Son décadas esperando la llegada de los camiones cisternas.
Por Cynthia Pérez
En las últimas semanas muchos limeños mostraron su satisfacción por la aparente partida del sol. Se ha dicho mucho sobre el intenso calor que se vivió en los primeros meses del año en la capital. Lima no está preparada para el calor y su gente menos. Aquellos comentarios, si bien son compartidos por la mayoría, no pueden ser más ajenos a lo que sienten los habitantes de Pamplona Alta. La razón es muy sencilla. Pamplona Alta, ubicada en el distrito de San Juan de Miraflores, tiene un microclima de llovizna y frío intenso que, como dicen sus habitantes, “cala hasta los huesos”.
Las primeras familias que se asentaron en esta zona llegaron en los años noventa. Eran muy pocos quienes, por aquella época, se aventuraron a asentarse en un área que no les ofrecía nada más que un lote de tierra árida para vivir. Luego más familias llegaron y vieron que podían seguir tomando posesión de una parte del cerro. De esa manera, se formó este espacio que al día de hoy cuenta con decenas de asentamientos humanos y miles de habitantes.
Una de esas familias es la de María Edelvina Huacha Salazar. Ella tiene 43 años y vive en Pamplona Alta desde el 2009. María nació y vivió en el distrito de Jesús, al sur de Cajamarca. Fue allí donde se casó y tuvo a su primera hija. Al año de tenerla empezó a sentirse mal de salud. Su hermano mayor, quien ya radicaba en Lima, le pidió venir a la capital para un examen médico. Le prometió que, si algo le pasaba, él y su esposa se harían responsables de la bebé de María. Ella accedió, y después de seguir algunos tratamientos, mejoró. Así, ella y su hija se quedaron en Lima para iniciar su propia vida.
Como era familiar de una persona que ya vivía en Pamplona Alta, fue empadronada y se le entregó un lote en un nuevo asentamiento humano bautizado como Los Álamos. Su familia creció, tuvo más hijos, cinco en total. Trabajó en el mercado de su barrio y tuvo otros empleos eventuales, pero problemas de salud la mantuvieron en cama por largos periodos. Su esposo trabajaba en la selva y no podía ayudarla con la crianza de los hijos. Asegura que encontró la “sanación” en Dios y desde entonces se siente mejor. Ella me explica que su casa prefabricada fue donada por un grupo de jóvenes que fueron a Pamplona a estudiar la zona.
“Es difícil creer en todos los que se acercan a este barrio para ofrecernos ayuda. Muchos están solo de paso y las promesas se quedan en nada”, afirma María. Quizá la promesa que más le interesa sea la solución para el mayor de sus problemas: la instalación del servicio de agua potable. Hasta el día de hoy, Pamplona Alta no cuenta con acceso al oro líquido. Las excusas por parte de la autoridad municipal son infinitas. Lo único que pueden hacer es ofrecerles camiones cisternas para que llenen sus bidones de agua. Antes de la pandemia debían pagar 25 soles por cada tanque que llenaban. Desde hace tres años reciben este servicio sin costo alguno. “Nos han dicho que será sólo hasta julio o agosto porque la pandemia ya terminó”, refiere María.
De acuerdo a la información del Banco Mundial, en el año 2020 el consumo de agua por habitante en Lima era de 250 litros al día. Una cifra que se espera sea reducida a 125 litros para el 2030. En una familia con siete miembros, como la de María, esto sería alrededor de 1750 litros diarios. Esa es aproximadamente la cantidad que ellos juntan en sus dos tanques y que debe alcanzarles para quince días. En invierno no es muy difícil, pero en el verano deben calcular muy bien de modo que no se les termine el agua que juntan, antes de la nueva visita del camión cisterna. María acota que, al contar con un baño tipo silo, no necesitan utilizar agua para eso.
Durante la pandemia, ella y su familia se marcharon a Cajamarca, su esposo volvió de la selva definitivamente, y luego, cuando la situación mejoró, todos juntos regresaron a Lima. Ahora él es asistente en trabajos de construcción. Su sueldo mínimo a duras penas alcanza para enviar a sus hijos menores al colegio, y apoyar a los dos mayores con sus estudios superiores. “Quiero que sean algo en la vida y puedan trabajar”, promete María, quien confiesa que no sabe leer ni escribir.
Desde 2021 los asentamientos humanos de Pamplona Alta cuentan con luz eléctrica. Antes tenían una caja común, ahora cada lote recibe su propio recibo. Las calles también cuentan con postes de luz, pero el mayor de los problemas sigue siendo la falta de agua.
Desde lo más alto, en un día sin neblina, se pueden apreciar las miles de casas que conforman Pamplona Alta. Hay un mercado pequeño, aunque bien abastecido. “Allí puedo conseguir algún ingrediente que se me olvidó o que se acabó en casa”, precisa Carmen Callahui Llamoca, de 35 años. Ella baja hasta la zona urbanizada de San Juan de Miraflores para llevar a su hija al colegio e ir al mercado. Su historia es como la de muchos en esta zona. Su tío la trajo a Lima cuando apenas tenía 15 años, estudiaba en las noches, pero dos años más tarde salió embarazada, y se convirtió en un número más en las estadísticas de madres solteras.
En los veinte años que vive en Pamplona Alta, Carmen siempre tuvo la expectativa de contar con el servicio de agua potable. Está convencida de que algún día podrá despedirse de los camiones cisterna. Carmen me cuenta que hay un asentamiento llamado Casa Huerta que contrató los servicios de una empresa privada para obtener agua y desagüe por medio de una bomba, no está muy segura de cómo funciona. Sólo recuerda que cada familia desembolsó entre cinco y siete mil soles. Una cifra exorbitante si se considera la situación económica precaria de quienes viven aquí. “Pero yo estaba dispuesta a endeudarme si mi asentamiento (El Trébol) decidía hacerlo también”, asevera.
Al igual que María, Carmen consiguió un lote por haber vivido en la casa de su tío. Dice que en esa época los dirigentes dividieron los terrenos en las zonas altas para concederlos a hijos y familiares de quienes ya estaban establecidos en Pamplona Alta. “Cuando recién llegué eran pocas las casas (que se levantaban sobre los cerros), luego todo quedó cubierto”, añade. Ella tiene un terreno en la zona más alta, pero un día tomó a su hija y se fue a vivir a la casa de su pareja en otro asentamiento. De todas maneras, debe asegurarse de ir siempre a su lote para que no se lo quiten. Aquí el lema es: “El lote es de quien vive allí”. Carmen reconoce que pudo sobrevivir a la pandemia gracias a la municipalidad, a empresas y personas generosas que les llevaron víveres.
Las vendedoras del mercado tampoco esperan mucho de las autoridades. Han pasado muchos años y saben que son los habitantes ignorados de Lima, la capital peruana que, en su mejor rostro, es el lugar preferido de quienes la visitan por su gastronomía. Pero Pamplona Alta también es Lima. Con sus propios problemas y carencias. Las familias prefieren seguir adelante con sus vidas. No saben si el destino las lleve a otros lugares. Mientras tanto, este lugar las acoge, y a pesar de humedad y el olvido, están agradecidas.