Luz María Ascárate nació en 1989 y vivió toda su infancia en el Callao. El contexto era difícil: el hambre y las drogas eran cosa de todos los días en su barrio de Dulanto. Luz supo reconocer estos problemas sociales y desde pequeña decidió emprender una larga carrera para formarse como una educadora y académica de primer nivel. Ahora tiene 30 años, un doctorado en Filosofía y Ciencias Sociales y es profesor en La Sorbona, la prestigiosa universidad parisina. Pensaba en publicar su primer poemario, pero la pandemia llegó cuando ella se disponía a escribir. Cambió de tema, pero no se paralizó y escribió con el ímpetu de un vendaval. Luz acaba de publicar «Lo irreal intacto en lo real devastado», un libro de poemas que explora tópicos como la desigualdad, la injusticia, el amor y la esperanza.
Por: Italo Vergara
Portada: Archivo personal
Una corriente de aire frío recorría el aula 101 de la Facultad de Estudios Generales Letras de la PUCP a pesar del tímido sol primaveral que brillaba sobre el campus. Era un miércoles 23 de noviembre de 2016, en la semana previa a exámenes finales. Por la pequeña ventana cuadrada de la puerta algunas sombras podían distinguirse. Reían, conversaban, caminaban de un lado a otro. Adentro, sobre el piso negro con rayas blancas, los pies de algunos estudiantes empezaban a inquietarse. Son casi las 4 de la tarde y ya está por terminar la última clase de Ética del ciclo. Una profesora muy joven de cabello negro se encuentra de pie frente a más de 60 alumnos.
—Quería decirles, por último, que ya no estaré dictando cursos aquí el próximo ciclo— anuncia ella.
Algunos en la clase pronuncian la clásica interjección de tristeza, y la profesora continúa:
—Me iré de viaje a Francia, a trabajar en mi tesis de doctorado. Pero volveré, no se preocupen— dice mientras sonríe.
Con esta promesa, Luz se despidió. Viajó a Europa para continuar con su tesis doctoral sobre la interpretación de la filosofía fenomenológica de Paul Ricoeur. El 22 de junio de 2019, fecha que recuerda bien, sustentó su tesis y la calificación del jurado fue sobresaliente.
Tiene apenas 30 años y ya está trabajando en su segunda tesis doctoral. Además, está convencida de que esta es la edad más importante de su vida. Planificó que, cumplida su tercera década, publicaría su primer poemario. Cuando llegó la pandemia, ella sintió un miedo particular. Algunos de sus compañeros chinos en La Sorbona, donde estudia y enseña, le contaban historias aterradoras de cómo el virus hacía de las suyas en Asia. Luego llegó a Francia, y después a Perú. Decidió posponer su próxima publicación. Estaba muy preocupada por su familia —que vive en el Callao—, mientras veía las imágenes de una realidad devastada, colapsada.
Su amigo Mateo le envió un e-book del filósofo Slajov Žižek, ‘Pandemic’. El esloveno publicó gratuitamente esta obra como un regalo para los confinados, y Luz, inspirada por este detalle, resolvió que era una buena idea. Así nació ‘Lo irreal intacto en lo real devastado’, su primer poemario.
Lo siempre real devastado
Bien podría decirse que lo real devastado comienza con la pandemia. Pero la trágica y evidente verdad es que siempre existió una realidad devastada invisible ante los ojos más insensatos. Luz la vivió. “Mi niñez fue dura, pero no tan dura como la de otras personas que conozco”, admite con modestia. Vivía en un contexto difícil: los años noventa en el barrio de Dulanto, Callao. Allí, en los callejones y esquinas, los hombres y las mujeres viven hasta ahora presos de las drogas y el hambre. Luz, por ejemplo, almorzaba un menú de S/. 1.50 entre tres personas. De cena, té con pan francés. Si había la posibilidad, tomaba leche.
Eso sí, lo que nunca le faltó fue diversión, pues chivateaba por aquí y por allá con sus primas y amigas. A pesar de sus carencias fue feliz, según ella. “No veía tanto las cosas negativas, aunque a mi alrededor había gente que sufría horriblemente”, cuenta. Algunas mujeres que conoce eran maltratadas y violadas por sus parejas o parientes. Una tía cocinaba para toda su familia con 50 céntimos; compraba cabezas de pescado y era para todo lo que le alcanzaba. Otro conocido muy cercano era adicto a la pasta básica de cocaína. “Yo me acuerdo que caminar por mi barrio era como estar en una película de zombis. Por las calles había personas drogadas y violentas; y uno veía que sus cuerpos estaba más cerca de la muerte que de la vida”, recuerda.
A diario, a las afuera de su casa, había enfrentamientos. Antes eran con cuchillo y a puño limpio. Ahora se han modernizado y usan armas de fuego. Muchos de sus conocidos han perdido a familiares en estos duelos a muerte.
En el colegio, la historia era otra. Los compañeros y compañeras suyos tenían problemas igual de graves, pero los vivían de formas diferentes. Allí, a los 11 años, Luz se hizo amiga de una misteriosa y muy inteligente niña que siempre merodeaba durante el recreo con una pelota en sus pequeñas manos. Cuando le proponía jugar, la niña se negaba. De hecho, nunca jugaba con el balón. “Era como la promesa de diversión que no cumplía”, dice Luz. Le escribió un poema —sus primeros versos jamás escritos en rima y métrica— y se lo entregó. ‘Fugitivo del recreo’, lo llamó. Al leerlo, la niña se echó a llorar. Pareciera como si Luz la hubiese liberado de un terrible maleficio porque notó que al día siguiente la jovencita comenzó a jugar con su balón. Allí la poeta descubrió el poder de los versos: el discurso inscrito en ellos puede cambiar las vidas de otros y la de uno mismo, afirma.
Cuando ingresó a la PUCP, a la carrera de Filosofía, fue testigo de un cambio radical, de un mundo totalmente diferente, ‘higiénico’, selectivo y privilegiado, donde todos comían ‘bien’ mientras que ella comía todo con cuchara. “Así no se come”, le decían sus amigos, quienes probablemente también vivían sus dramas personales aparte.
Un día, recuerda Luz, hizo todo bien en un examen.
—¿De qué colegio vienes? —preguntó el profesor, seguro sorprendido por la inteligencia de la joven Luz.
—Del San José —le respondió ella.
—¡Ah!, del San José de Monterrico. Sí, conozco a tus profesores —dijo el docente.
—No. Del San José de La Perla, Callao —replicó Luz mientras el salón entero se sumía en un estupefacto silencio.
Sin duda, es en la universidad donde las desigualdades se hacen más evidentes. Ella, que había visto siempre toda su vida como ‘normal’, comenzaba a notar ciertas particularidades, como por ejemplo si su casa estaba limpia o no. “Después comprendí que simplemente hay grados de limpieza”, indica. Estos grados dependen de la experiencia de cada uno, de sus percepciones. De eso trata en parte la tesis en la cual está trabajando, de cómo lo vivido configura las percepciones de la gente.
Con especial ahínco, Luz repite que la vida que le tocó vivir no fue lo peor por lo que puede pasar una persona. Es cierto. El sufrimiento, la pobreza y el hambre son, sin duda, experiencias universales que se viven de maneras muy diferentes, pero cuya génesis siempre es la misma: la desigualdad.
El arte, según Luz, es una forma de acabar con aquella desigualdad. Puede parecer idealista —ella lo es, y lo admite—, pero algo de cierto hay en ello. Por eso, su poema ‘La peste de Asdod’ —que parte de la obra de Poussin— es tan gráfico. Para unos cuantos privilegiados, una obra de arte puede aparecer ante ellos como un producto digno de la apreciación y admiración, pero, si toman atención, si son autocríticos, podrán desvelar aquellas injusticias sociales enterradas bajo mantos de normalizada indiferencia e indolencia. O pueden continuar con su vida como si nada sucediera y alimentar ese vetusto ciclo tan inhumano. “Hay personas que han nacido dentro de ciertas estructuras que hacen imposible que ellos puedan simplemente imaginar o pensar en salir de ahí. Es por eso que, incluso esforzándonos, no todos podemos tener una vida de éxito hayamos nacido en donde hemos nacido”, reflexiona Luz.
A los 30
Cuando tenía 14, Luz vio una comedia romántica que la marcó para siempre. Esta película —hollywoodense por donde se le mire— trataba de una adolescente de 13 años que, agobiada por los problemas cotidianos, se duerme y despierta convertida en una mujer de 30. Luz, de alguna manera, se proyectó en esta niña. “Yo podía equivocarme todo lo que quisiera antes de los 30, en todo sentido. Antes de esta edad todo era como una preparación”, cuenta. Siempre que le preguntaban cuál era su religión, por ejemplo, respondía que a los 30 años tomaría una decisión.
Aquello de la preparación fue muy en serio. Leyó todo lo que pudo sobre distintas religiones, vio animes japoneses y se sumergió en el mundo de los cómics. Descubrió además a Borges y a Dostoievski. En todo había filosofía y ella se encargaba de interpretarlo. Es curiosa y aún es notorio su deseo de conocer más sobre el mundo que la rodea.
En ese momento, Luz pudo formar una idea filosófica propia que siempre la tiene en mente, desde sus 14: «la felicidad consiste en la conciencia de vida», dice. Ni más ni menos. Ella asegura que no ha cambiado mucho desde entonces.
Por eso, en sus clases de ética y filosofía en la PUCP, Luz solía hacer referencias a las producciones culturales más ‘comerciales’, a mangas japoneses conocidos o a reconocidas películas americanas. Ocultos allí se podían hallar interesantes dilemas filosóficos que hacían las clases entretenidas y cautivadoras.
Luz también determinó que su primera obra completa la publicaría cuando cumpliera su tercera década. Este iba a ser un poemario filosófico sobre la culpa y la redención, amparándose en las figuras de los temibles pishtakos.
La pandemia le cambió los planes. Confinada, en poco más de un mes, escribió un poemario nuevo sobre el amor y la esperanza experimentados dentro de una realidad destruida, injusta y desigual. Como no había otra manera, sería mejor publicarlo en formato online, en una irrealidad intacta que todos los días sirve como canal para mostrar las imágenes de la devastación real. Habló con su editor sobre la idea y él, después de algunas dudas, quedó convencido: el poemario salía sí o sí, a sus 30.
Las tres peregrinas
Si Luz conoce tanto de cosmogonías e historias andinas es por Juana y Flora, quienes siempre iban y venían del Callejón de Huaylas. Su abuela, la ‘loca’ Juana —tan loca y errante como la estrella de René Char en su poema ‘Remanencia’—, solía traer todo tipo de comidas y manjares en henchidos costales; aunque también terroríficos relatos de la tradición popular ancashina, los cuales Luz no niega creer pero prefiere atribuirles interpretaciones más filosóficas y antropológicas que mitológicas.
Por cierto, a su abuela le dicen la loca por su inquietud y terquedad. Tiene su tienda y siempre iba para todos lados, salía, hablaba con la gente, compraba en el mercado. Ni la cuarentena evitó que ella saliera. Lamentablemente, ella y otros miembros de la familia enfermaron del COVID-19; pero, afortunadamente, ahora se están recuperando.
Su bisabuela Flora llegó al Callao hace tiempo en busca de nuevas oportunidades. O mejor decir que vino en busca de oportunidades. “Después de ver muchas imágenes de personas alejándose de sus hogares, pensé que tal vez los valores de trabajo importaban más que los valores de familia”. Ahora, con la pandemia, prima el deseo de reencontrar a los seres queridos, reflexiona.
Flora y Juana son muy importantes para Luz. Las recuerda con un cariño especial. Son peregrinas dolidas, confiesa. Sufrieron los maltratos sistémicos y embates sexistas, como tantas mujeres. “Es un sufrimiento especialmente femenino, una femineidad basada en la exclusión”. Cuando dejó de ser tan ingenua, Luz notó que los autores que publicaban sus obras no eran siempre los mejores, sino los más privilegiados, referenciados y, en su mayoría, hombres.
Luz, sonriente porque el buen humor no lo pierde, indica que desgraciadamente le denegaron un financiamiento postdoctoral. Iba a emprender un proyecto de investigación sobre el socialismo utopista en el discurso y obra de Flora Tristán. “Ella fue una de las primeras pensadoras que habló en términos de la conciencia de clase del proletariado”, explica Luz. Esto pocos lo saben. Aparecen Marx, Charles Fourier y otros hombres, pero no mujeres importantes como Tristán. Por eso le parecía interesante escribir sobre ella.
Dos veces al año, la también peregrina Luz visita su país natal, aunque sus planes laborales están en Francia, por el momento. Actualmente es profesora de Filosofía en la Academia de Versalles y en la universidad de La Sorbona. Se confiesa polienteísta. “Creo en algo universal que se expresa en cada una de las religiones, y entonces intento practicar todas las enseñanzas lo más que puedo sin ser irrespetuosa”, comenta. Si le preguntan por qué empezó otro proyecto doctoral ella responderá que no puede estar ‘sin crear algo conceptual’, que se sentiría enajenada con el agobio de la rutina diaria.
Es martes 23 de junio de 2020. Son casi las 4 de la tarde. Luz está frente a la pantalla. Es muy reflexiva, sonríe constantemente y mueve las manos al son de las explicaciones que detalla, parece que está dando cátedra. El sol ilumina con una tenue luz veraniega el lado derecho de su rostro. El astro empieza su larga despedida, y también lo hace Luz.
En Perú, el frío penetra en los huesos, los hace doler. El virus continúa arrebatando vidas, el pobre empobrece aún más. La gente trabaja dispuesta a perder la vida antes que perecer por inanición. Algunos lloran, venden todo lo que tienen para pagar la vida de sus seres más amados. Unos disfrutan del confinamiento, son privilegiados. Otros tienen esperanza mientras el hambre ya los mata. ¿Cómo no hablar de los que sufren?
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Si quieres leer el poemario ‘Lo irreal intacto en lo real devastado’, puedes encontrarlo aquí.