En marzo de 1990 quince miembros de una próspera familia de agricultores fueron asesinados por las rondas campesinas de Satipo. Entre las víctimas habían niños, mujeres y ancianos. Los acusaban de estar vinculados a Sendero Luminoso. Fueron interrogados y torturados antes de morir a golpes de hacha, lanza y disparos de bala. Luego arrojaron sus cuerpos a las aguas de un río. Una de las víctimas alcanzó la orilla y logró sobrevivir. Lejos de olvidar, reconstruyó la historia de la matanza. Veintiséis años después, ella tiene a los autores de la muerte de sus seres queridos en el banquillo de los acusados. Se llama Elisabeth Malpica y hoy está a un paso de encontrar justicia.
Por: Hanguk Yun
Portada: Jorge Lévano
Todos son miembros del mismo clan: los Malpica Oré. Diecisiete en total y se alistan para partir. Los dirige el padre de la familia, Alejandro Malpica, un próspero productor agrícola del centro poblado Sanibeni, en Satipo, Junín. Tienen la orden de presentarse a la 48 Comandancia de los Sinchis, en Mazamari. Es la mañana del 27 de marzo de 1990 y esta familia es una de las últimas en abandonar Sanibeni, una zona convulsionada por el conflicto armado interno. La caravana se aleja lentamente bajo la lluvia, cuando el día aún no termina de clarear.
Cuatro horas más tarde, en medio del camino, Alejandro Malpica confía en que pronto él y los suyos podrán estar del otro lado, a salvo de la violencia. Las últimas horas, sin embargo, han sido tensas. Días antes una ronda campesina invadió sus tierras y se llevó a cuatro miembros de la familia. El resto se escondió en un almacén de arroz. Los detenidos fueron interrogados por el mayor PNP Carlos Quezada, principal responsable de la formación de las rondas en la zona. Luego regresaron con un salvoconducto firmado por el oficial. Este les garantizaba protección para toda la familia, siempre y cuando se presentasen en la base antisubversiva. Por eso decidieron partir.
Cerca del mediodía de aquel 27 de marzo, la caravana de los Malpica Oré ingresa a la plaza de armas del centro poblado Naylamb de Sonomoro.
Unos veinte hombres armados –muchos de ellos conocidos de la familia– los están esperando. Alejandro Malpica se dispone a mostrar el salvoconducto militar, pero los ronderos lo ignoran, discuten, lo despojan de su carga y lo conducen detenido al local comunal. Uno a uno, los familiares son interrogados. Los acusan de tener vínculos con Sendero Luminoso. Tras una larga discusión, se decide que un rondero irá a la base a confirmar la orden del mayor Quezada. Aquella tarde, mientras la lluvia cae sobre la plaza de armas de Naylamb de Sonomoro, la familia Malpica Oré almuerza reunida en un restaurante.
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–¿Estás segura de que quieres marcharte? –pregunta el camarada Arturo. Está sentado sobre un tronco, golpeando su arma contra la madera, como si tratara de expulsar una bala atascada.
–Estoy segura. Quiero ir con mi familia –responde Elisabeth Malpica, tercera hija de la familia Malpica Oré.
–Sé que hay una requisitoria en tu contra. Si te dejamos ir, te van a matar– replica el senderista.
– Quiero irme.
A fines de febrero de 1990 Elisabeth Malpica no logra marcharse. Las fuerzas combinadas de la Marina y el Ejército, sumadas a las rondas campesinas, han recuperado la provincia de Satipo, en Junín, y no hay forma de que Elisabeth pueda ser liberada cerca a Sanibeni, centro poblado donde los senderistas la secuestraron el 14 de diciembre de 1989. Al enterarse de que no podrá volver, Elisabeth piensa que, como otras mujeres que llevan años cautivas, nunca podrá recuperar la libertad.
Antes de ser secuestrada, Elisabeth Malpica había sido acosada cuatro veces por los senderistas. En setiembre, mientras volvía con su hermana llevando una carga de provisiones, la interceptaron y le exigieron notificar a su padre de una reunión de la que debía participar. En octubre recibió de uno de sus hermanos un papelito que indicaba la celebración de la toma de la plaza de Sanibeni. El 3 de diciembre le exigieron ofrecer un banquete al centro poblado para celebrar el nacimiento de Abimael Guzmán. En cada intervención le preguntaron por su padre. En cada intervención Elisabeth evitó revelar su paradero. Su padre, enterado de que lo estaban buscando, partió al distrito de Pangoa, también en Satipo, desde donde gestionaba el escape de la familia. Pero antes de que eso ocurriera, durante la chocolatada de clausura de la escuela, Elisabeth Malpica y otros ocho comuneros fueron secuestrados.
La noche del secuestro, Elisabeth Malpica caminó sin descanso junto a la numerosa patrulla senderista. Cruzó montes y ríos en los que nunca había estado. La dejaron descansar en una choza en donde se durmió de inmediato. Sus captores la llevaron a una casa donde un sujeto que respondía al nombre de camarada Arturo la obliga a escribir una nota para su padre: “15 de diciembre de 1989, Trujillo. Te escribe tu hija Elisabeth Malpica. Estoy bien”, recuerda haber anotado.
Los senderistas no la torturaron, pero la obligaron a que siga con ellos. Pronto Elisabeth comprobó que los otros secuestrados viven en una suerte de nomadismo desde que fueron capturados. Unos pocos se unieron al grupo terrorista, la mayoría simplemente se acostumbró a deambular. Elisabeth Malpica pidió que la liberen cada vez que pudo. Los senderistas se negaron y culparon a su padre por resistirse a cooperar con ellos. Ella insistió. Durante dos meses deambuló por la selva de Satipo. Adelgazó. La posibilidad de no volver a la vida a la que estaba acostumbrada –una vida pacífica de agricultora– la afligía. Lloraba constantemente.
A inicios de marzo de 1990, los senderistas habían perdido el control de Satipo. En esas condiciones, no tenía mucho sentido patrullar la zona y secuestrar a campesinos que no cooperaban, así que soltaron a Elisabeth Malpica en un monte a un día de camino de su casa. Le hicieron dos advertencias: era muy probable que su familia hubiese abandonado sus tierras y que la policía la detenga e interrogue dado que fue secuestrada por el grupo subversivo. A ella solo le importaba llegar a casa y encontrar a su familia.
Al día siguiente, cerca de las diez de la mañana, Elisabeth divisó los pastizales de café desde una cumbre y corrió hasta su casa. Se abrazó como nunca lo había hecho con su madrastra y durmió cuidada por su padre. Estaba perturbada por lo que ha vivido y temía que los militares tomen represalias contra ella. La paranoia se transformó en un estado cotidiano. Su padre insistió en que no tiene de qué temer: “Si hay que entregarte, te entregaré para que te investiguen. A ti te voy a sacar por la puerta grande. Nosotros estamos con las autoridades. Somos una familia importante”.
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Al salir del restaurante donde almorzaban, descubren que los ronderos los están esperando en la plaza de armas. Llevan escopetas y lanzas. Muchos de ellos son conocidos de la familia, pero los gestos tensos de sus rostros los vuelven irreconocibles. Los diecisiete de la caravana Malpica Oré son separados en dos grupos: uno compuesto por los mayores y otro por las madres y los niños. Elisabeth Malpica y su padre son colocados en el primer grupo.
Los llevan al local comunal para un nuevo interrogatorio. Elisabeth da todos los detalles de su secuestro, piensa que esa es la causa de su detención, pero los ronderos se resisten a creer su relato. Han empezado a golpear a sus familiares. Luego los amarran a unas sogas y los dejan colgados de las vigas. Al caer la noche, los sueltan y los dejan descansar. Elisabeth cierra los ojos. Oye a su padre rezar. Es la primera vez desde que dejan Sanibeni que siente que su padre ha perdido la seguridad. Oye golpes en la puerta y ve el brillo de linternas.
–Es hora de irse al puente Pasarela–dice un rondero–. Ha llegado el mensaje de la base.
Los ronderos aparecen con las caras pintadas y ocultas bajo pasamontañas. Atan a los Malpica Oré en una cadena humana. Salen a la plaza y ven al segundo grupo de la familia. Los animales y los víveres de la caravana están allí, pero no se los dan. Los obligan a caminar hacia la salida del pueblo, rumbo a San Antonio. El grupo donde están los niños de la familia se queda en la plaza. El camino es agreste. Cruzan un pequeño riachuelo y allí ven a otra ronda. Llueve aún. Todo el día, según recuerda Elisabeth, no ha dejado de llover.
–¿Ya los traen? –pregunta la otra ronda.
El puente Pasarela –de madera y lianas que pende sobre el río Sonomoro– está delante de ellos. Elisabeth Malpica es la primera de la fila. Está a punto de cruzarlo, cuando uno de los ronderos le dice que baje por una trocha que hay al lado del puente. La familia se resiste, pero los ronderos repiten la orden. En un último intento empiezan a suplicar. La ronda permanece inalterable. Una de las linternas alumbra el rostro de Alejandro Malpica y le disparan. El resto de la ronda empieza a disparar, encajar golpes de lanzas y degollar a la familia. Elisabeth siente que le clavan algo en la cabeza. Cae al piso y se retuerce. Mira con desconcierto lo que ocurre, pero lo único que percibe es la sangre de sus familiares salpicando sobre ella. En ese momento siente que la golpean por la espalda y pierde el conocimiento.
Al despertar Elisabeth flota en las aguas del río Sonomoro. Con la poca fuerza que le queda, se acerca hasta una de las orillas y permanece sentada. No termina de asimilar lo que ha ocurrido, cuando ve el cuerpo de su padre acercarse a la orilla. Con gran esfuerzo, él la alcanza. Está exhausto y dice que la cabeza le va a estallar. Elisabeth no puede moverse. Su padre ordena: tienen que levantarse, huir a Pangoa y encontrar al resto de la familia. La arrastra hacia una trocha e intenta subir una pendiente, pero resbala y cae sobre unas rocas. Su cuerpo empieza a convulsionar. Esa noche duermen abrazados. Su último recuerdo antes de quedarse dormida es el plan de su padre. A la mañana siguiente descubre que está muerto. Coge la billetera que él le había dado y, valiéndose de un tronco, sube la cuesta. No siente y no piensa en lo que ha ocurrido. Su único objetivo, como le ha pedido papá, es encontrar al resto de la familia.
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El rastro de violencia del conflicto armado en Junín tuvo tres etapas: la primera, entre 1980 y 1987, se caracterizó por la escasa influencia de los grupos terroristas en la zona; la segunda, que va de 1987 a 1993, fue la etapa de mayor violencia y en la que las zonas en el interior de Satipo (Sanibeni, Mazamari y Sonomoro) sufrieron un embate devastador con un saldo de muertos equiparable a casi la mitad de las víctimas totales de Junín, según cifras oficiales. El saldo de la violencia redujo drásticamente el índice demográfico de la zona. Durante el último periodo, de 1993 al 2000, los desplazados comenzaron a repoblar la zona.
Según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), en 1989 Sendero Luminoso se adueña de las cuencas de los ríos Ene y Tambo, y controla casi toda la provincia de Satipo. La estrategia senderista en la zona se concentra en dos frentes: los paros armados y el secuestro y reclutamiento forzoso de colonos de los poblados alejados. Es precisamente durante este periodo cuando comienzan las incursiones senderistas en Sanibeni –una tierra hasta entonces libre de violencia– y cuando Elisabeth Malpica es secuestrada.
El informe de la CVR detalla que en 1990, durante las migraciones y la erradicación de poblados enteros en Satipo, se fortalecen las rondas campesinas, el Ejército redobla su influjo en la zona y desplaza a los senderistas. El inicio de las acciones de las rondas se caracteriza, de acuerdo a la CVR, por un periodo indiscriminado de violaciones de los derechos humanos. A inicios de este periodo, poco después de la formación de las rondas, ocurre justamente la captura y asesinato de la familia Malpica Oré.
Caso: 1014356 Año: 1990. Responsables: Rondas de Autodefensa. En la localidad de Sanibeni, distrito de Pangoa, miembros de las rondas de autodefensa incursionaron y agruparon a 17 personas identificadas. Los dividieron en dos grupos: uno de niños y otro de adultos, y los encerraron en diferentes ambientes. A las 10 de la noche, los sacaron y los amarraron obligándolos a caminar hacia el pueblito San Antonio. Cuando estaban cerca del río les dispararon, les tiraron lanzas y luego los tiraron al río. Resultaron muertas quince personas. Sobrevivieron dos. (Comisión de la Verdad y Reconciliación).
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Tras caminar rumbo a Pangoa, Elisabeth Malpica se desploma junto a un árbol y se queda dormida. Al día siguiente, la despierta una vaca que husmea su cuerpo. Hace un gran esfuerzo por levantarse y toca la puerta de la primera casa que encuentra. La atiende la señora Julia Capcha, pero al verla sangrar de la espalda y la cabeza, se atemoriza y le cierra la puerta. Elisabeth continúa avanzando y toca la puerta de la familia Casqui, donde la reconocen de inmediato. La duchan y le dan de comer.
Mientras come, otra señora llega a la casa y anuncia que ha encontrado a Teodoro Rojas, un jornalero de su padre que integraba el otro grupo de la caravana. Elisabeth Malpica recobra el ánimo: piensa que podrá encontrar al resto de su familia y cumplir con la tarea que le encargó su padre. Va a reunirse con Teodoro, pero al llegar lo encuentra llorando. Su relato de los hechos es similar al de Elisabeth: ellos también fueron atados uno al otro y asesinados junto al puente Pasarela. Por primera vez desde que dejó a su padre muerto en el río Sonomoro, Elisabeth Malpica recobra la conciencia de todos los hechos que le han ocurrido en los últimos días, y se desploma sobre un mueble. Las señoras, sin embargo, la obligan a levantarse y la llevan a la comisaría de Pangoa para que denuncie lo ocurrido. El comisario de Pangoa la atiende con reservas y le advierte que su familia no pertenece a su jurisdicción. Debe ir a la base de Mazamari.
En Mazamari, Elisabeth Malpica conoce por primera vez a Carlos Quezada, el mayor que había dado a su familia el salvoconducto para que pudieran escapar de la zona de emergencia. Elisabeth solo le pide a Quezada que entierre a su familia. El mayor lo promete y la envía al hospital de Satipo, a donde la va a visitar para vigilarla. Más tarde la trasladan a una clínica de Lima a la que su padre estaba afiliado. En la capital se encuentra con sus dos hermanas, casi la única familia que le queda.
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Dionisio, su hermano mayor, vivía en Huancayo. Enterado de los hechos, intenta denunciar a los asesinos días después de la matanza. Viaja a Satipo para iniciar el juicio pero al salir de un banco es secuestrado y nunca más se le vuelve a ver. Las hermanas intentan iniciar el proceso en Huancayo, pero los policías y militares a los que acuden se niegan a darles garantías para volver a Satipo. “Con mi hermano desaparecido y sin garantías para nuestra vida, ya solo nos quedó olvidarnos del juicio. Ni siquiera pudimos enterrar a nuestros muertos”, dice Elisabeth.
Tuvieron que pasar dieciséis años para que se inicie un juicio en la Tercera Fiscalía de Huancayo. Elisabeth elabora la primera reconstrucción de la matanza. El itinerario comprende los cuatro puntos donde ocurrieron los hechos: Sanibeni, la plaza de Naylamb de Sonomoro, el camino al puente Pasarela y el recorrido final de Elisabeth. En todos esos lugares, los testigos y algunos ronderos confirmaron su versión. La sentencia de este juicio condena a tres ronderos y absuelve al resto.
En 2012, se inicia un segundo proceso con otra investigación fiscal en Lima. La nueva reconstrucción de los hechos y los peritajes psicológicos y físicos dan validez al testimonio de Elisabeth Malpica y Teodoro Rojas. En total, se recaban más de sesenta pruebas que certifican la veracidad del relato para la acusación contra diez ronderos y el mayor PNP Carlos Quezada. Él, según las declaraciones de los propios miembros de la ronda y la acusación fiscal, fue el autor intelectual de la matanza. El juicio está en su fase final y se espera la sentencia para fines de junio.
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Entramos juntas y salimos juntas o no salimos. Así lo han decidido Elisabeth Malpica y sus dos hermanas. Viajan en carro hasta el centro poblado de Sanibeni. En el camino ven varios pueblos aún desiertos. Las hermanas se dirigen, por primera vez desde aquella mañana del 27 de marzo, en dirección a la casa de su infancia. Elisabeth Malpica no sabe que sucedió con las familias que habitaban la zona. Lo único que sabe es que su casa está abandonada: las enredaderas y el musgo han colonizado sus paredes. Las hermanas se detienen allí. Por un par de horas, tratan de recomponer la historia de ese espacio arrasado. Luego se van. El acto parece de una simpleza casi absurda, pero bajo el fondo de la historia de Elisabeth alcanza un significado esencial: tal vez un grado íntimo de reparación. Es el año 1998. Es una de las últimas veces que pisarán esas tierras.