La odisea del paciente: los retos de vivir
con una enfermedad rara en el Perú
Diagnósticos que llegan después de años sin respuesta, drásticos impactos laborales y económicos, y la obligación de migrar hacia Lima para sobrevivir a la enfermedad. Estas son algunas de las principales dificultades que viven las personas con enfermedades raras en el Perú. Un equipo de La Encerrona, en coordinación con Somos Periodismo y el colectivo Los Pacientes Importan, y el apoyo de la NPF, recorrió el país para recoger las historias de estos ciudadanos que exigen un mejor trato del Estado peruano.
Cuando escuchó el diagnóstico preliminar del médico, a Marki se le cayó el mundo. Eran mediados del 2012 y su hija Sofie había pasado sus primeros meses de vida con frecuentes cuadros de tos y dificultades para subir de peso. La ausencia de especialistas en Chepén, una ciudad ubicada en la región norteña de La Libertad y en donde ambas vivían, había obligado a Marki a viajar 73 kilómetros con su bebé para atenderse en el Hospital Almanzor, en la región vecina de Lambayeque. En base a su experiencia con otros pacientes, el pediatra de este centro de salud sospechaba que Sofie tenía fibrosis quística.
La primera señal de esta enfermedad ocurrió pocas horas después del nacimiento de Sofie. Mientras Marki se recuperaba de la cesárea, su hermana notó que el rostro de la bebé se puso morado y corrió a buscar a los médicos. Sofie había nacido en mayo del 2012, un mes antes de que el Congreso peruano declarara de interés nacional el tamizaje para descartar fibrosis quística en los recién nacidos, aunque los primeros diagnósticos se llevaron a cabo recién ocho años después. Los 169 casos de esta enfermedad en bebés que, hasta el momento, han sido identificados por el Estado peruano fueron detectados recién desde el año 2020.
La fibrosis quística es clasificada como una enfermedad rara por su baja prevalencia; es decir, por la poca cantidad de casos en la población. Aunque en Perú no se conoce su incidencia, en Europa ocurre un caso cada 10 mil personas. Esta condición afecta múltiples órganos, pues las secreciones del cuerpo se vuelven anormalmente espesas generando inflamación, obstrucción e infecciones en áreas vitales como el páncreas y los pulmones, según la Organización Nacional de Enfermedades Raras de los Estados Unidos. El Instituto Nacional de Salud de dicho país agrega que la fibrosis quística causa síntomas como sudor salado, tos persistente y dificultades para respirar, déficit de crecimiento y malnutrición.
Sofie recibió su diagnóstico oficial al año y tres meses de edad. Desde entonces, Marki y su hija viajaban por tierra cada cierto tiempo al Hospital Almanzor en Lambayeque. Sin embargo, desde los cuatro años y por la escasez del medicamento alfa-dornasa para sus nebulizaciones, la atención de Sofie fue derivada al Hospital Rebagliati en Lima. Como Chepén no tiene aeropuerto, ambas viajaban cada tres meses en bus a Lambayeque, donde tomaban un vuelo de una hora y cuyo pasaje aéreo era cubierto por el Seguro Social de Salud (Essalud). Con el pasar del tiempo, los viajes a la capital se hicieron más frecuentes.
En el Hospital Rebagliati, Marki instaló un colchón inflable para pasar las noches junto a su hija, a quien solía comprarle globos. A veces, incluso llevaba Kentucky Fried Chicken a escondidas. Antes de cada una de sus comidas, Sofie tenía que tomar pancreatina, un medicamento que suplía las fallas en su páncreas a raíz de la fibrosis quística. Su tratamiento además consistía en nebulizaciones diarias, unos siete hincones al día en sus dedos para medir sus niveles de insulina y, en la última etapa de su enfermedad, la inserción de sondas a través de los costados de su tórax para drenar sus pulmones. Los internamientos de Sofie solían durar más de un mes, según explica su madre.
Las esperanzas de Sofie y su mamá estaban depositadas en la triple terapia: una combinación de fármacos que el laboratorio estadounidense Vertex comercializa bajo el nombre de Trikafta y que ha sido aprobado para tratar la fibrosis quística en países como Estados Unidos y Canadá. En América Latina, el laboratorio argentino Gador fabrica este tratamiento bajo el nombre de Trixacar. La aplicación de la triple terapia en fibrosis quística en otros países ha resultado en mejoras drásticas en los pacientes. Sin embargo, hasta la fecha, los pacientes del sistema de salud público peruano no reciben este medicamento. “Sofie me decía: ‘mami, yo creo que diosito no me escucha’ porque no recibía la triple terapia”, recuerda Marki.
Sofie fue desmejorando poco a poco y los internamientos fueron cada vez más constantes. Ambas, madre e hija, llegaron a conversar sobre una eventual despedida. Marki cuenta que un día Sofie se acercó a ella para decirle que nunca olvide que siempre la iba a amar: “Siento que mi hija se despedía con eso”. Sofie falleció con 10 años el 18 de setiembre del 2022, internada en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital Almanzor. Su cuerpo fue enterrado en Chepén. “Yo tenía miedo de que esto pasara; ver cómo mi hija, poco a poco, se iba apagando como una velita”, cuenta Marki con una fotografía de su hija en su celular.
El caso de Sofie es representativo de los miles de pacientes en el Perú que tienen fibrosis quística u otra de las más de 500 enfermedades raras reconocidas por el Estado peruano. Un equipo de La Encerrona, con el apoyo de la Fundación Nacional de la Prensa de Estados Unidos (NPF, por sus siglas en inglés) y el portal Somos Periodismo, viajó a las regiones costeras de La Libertad y Lambayeque en el norte, al desierto de Ica en el sur y a los Andes en Junín para conversar con personas de diversas enfermedades raras, agrupadas en el colectivo Los Pacientes Importan. Sus historias reflejan la crisis que enfrentan estos ciudadanos.
La odisea del diagnóstico
Frente a la casa de Valentino, a menos de 100 metros de la puerta de su hogar, el Estado peruano construye el primer hospital de Chupaca, una ciudad ubicada a 3.200 metros sobre el nivel del mar Junín, en los Andes de Perú. Sus padres Patricia y Gerardo explican que, lamentablemente, Valentino no podrá atenderse en dicho centro de salud por la falta de médicos especialistas en fibrosis quística en su ciudad. En vez de cruzar la acera, su familia tendrá que seguir subiéndose a un bus con destino a Lima cada dos meses, en un viaje de ocho horas a lo largo de 426 kilómetros de carretera, para tratar la enfermedad rara de su hijo.
Encontrar el diagnóstico de Valentino no fue fácil. Ante los primeros síntomas, que aparecieron a los pocos meses de nacido, Patricia y Gerardo recurrieron a diversos médicos de Junín sin que ninguno explicara las complicaciones respiratorias y bajo peso de su hijo. En una oportunidad, una enfermera incluso acusó entre gritos a Patricia de estar descuidando a Valentino, según recuerda. Ante la falta de respuestas, ambos padres recurrieron a métodos alternativos: durante tres sábados seguidos, por ejemplo, embadurnaron a su hijo de seis meses con sangre de carnero negro que consiguieron en la feria de animales de Chupaca.
“Nos decían que le ha dado ‘chacho’, ‘malaire’, que el árbol ‘le ha chupado la energía’”, cuenta Gerardo. En otra oportunidad, ambos padres llevaron a Valentino a “Los Angelitos Sanadores”, un cuarto oscuro donde solo se escucha el sonido de alas aleteando. La familia también probó con un tratamiento de imanes que, supuestamente, estabiliza la energía del cuerpo. “Hemos hecho de todo buscando respuestas”, explica Patricia. Fue recién en mayo del 2017, al año de nacido, que Valentino recibió su diagnóstico en la ciudad de Lima. “El doctor nos dijo: ‘su hijo tiene fibrosis y no tiene solución, se va a morir’”.
La “Odisea del diagnóstico” es un término que describe lo difícil que es detectar una enfermedad rara por la falta de especialistas y escasez de recursos públicos. En promedio, un paciente tiene que pasar por 17 médicos y esperar 10 años antes de lograr un diagnóstico en América Latina, explicó Claudia Gonzaga, investigadora de la Red Mexicana de Enfermedades Raras, en un evento de la NPF del mes de octubre del año pasado. En su Ley de Tamizaje Universal, el Estado peruano reconoce estas dificultades, aunque esta misma norma solo contempla el tamizaje obligatorio para seis de las miles de enfermedades raras.
La fibrosis quística es, precisamente, una de las seis enfermedades raras incluidas en la Ley de Tamizaje Universal, que tiene un reglamento de aplicación desde el 2013. Aunque Valentino nació en diciembre del 2015, no se le aplicó este descarte. Su fibrosis quística fue detectada de manera particular a través de la “prueba de sudor”, que mide la cantidad de cloruro en el cuerpo y que les costó 250 soles (alrededor de 78 dólares) a sus padres. Hoy, la familia es parte de FIQUI, un colectivo de pacientes con fibrosis quística en Perú que vela por sus derechos y que, a setiembre del año pasado, contaba con 93 miembros. Durante la realización de este reportaje, sin embargo, fallecieron Sofie, un menor de 4 años y una joven de 18.
La misma odisea del diagnóstico atraviesa Harold pero con una enfermedad rara diferente. Criado desde los seis años en Lambayeque y con una familia dedicada al turismo, a Harold le apasionaba viajar. Hace cuatro años, sin embargo, comenzó a sentir dolores en las articulaciones y aparecieron protuberancias en sus nudillos y cadera. Uno de los primeros médicos que lo atendió en el Hospital Almanzor le dijo que estaba loco y fuera a un psiquiatra porque se quejaba de todo. “Me dolían las articulaciones hasta para mover el cuello, no sabes lo difícil que ha sido tener un diagnóstico”, explica.
En su odisea por encontrar una respuesta, Harold asegura que ha visitado hasta ocho médicos diferentes en establecimientos de salud públicos y particulares, entre neurocirujanos, reumatólogos e internistas. “Todos se tiraban la pelota entre ellos, esa era la realidad”, explica. En algún momento, los médicos pensaron que tenía esclerosis múltiple o una infección bacteriana en la médula espinal, pero ambas sospechas fueron descartadas. “Hay mucho desconocimiento sobre las enfermedades raras para dar un diagnóstico adecuado, idóneo y tratarlo de manera inmediata, y no esperar tanto tiempo como yo esperé”, reflexiona Harold.
En el 2019, finalmente, otro médico del Hospital Almanzor le diagnosticó espondilitis anquilosante. “Me dieron un diagnóstico… pero titubeando”, reconoce Harold. Para identificar la espondilitis anquilosante se evalúan las manifestaciones clínicas que provoca la enfermedad. Los criterios de la Sociedad Internacional de Espondiloartritis son los más usados y estos incluyen imágenes por resonancia magnética y exámenes de rayos X. A través de Essalud, seguro al que está suscrito de manera independiente, Harold pasó por varios de estos exámenes sin que encontraran rápidamente una respuesta.
Según la Asociación Americana de Espondilitis, esta enfermedad es una forma de artritis que aparece antes de los 45 años y causa inflamación y dolor en la columna y caderas. En algunos casos, esta puede causar que algunas vértebras se fusionen, reduciendo la movilidad y dejando al paciente con una discapacidad. A sus 40 años, Harold se apoya en un bastón para poder caminar. “Me encantaba bailar electrónica, salir a trotar, hacer ciclismo, pero ya no se puede”, reconoce. Con el tiempo, a sus síntomas iniciales se sumó la falta de sensibilidad y movimientos involuntarios en las piernas, además de incontinencia urinaria.
En octubre del 2022, cuando Harold declaró para este reportaje, estaba internado en el Hospital Almanzor debido a sus síntomas. Su internamiento duró alrededor de un mes y le realizaron diversos exámenes: “Me pincharon todos los días para sacarme sangre, me metieron tubos por la nariz para sacarme líquido gástrico y me han hecho punción lumbar para el líquido raquídeo”. Para noviembre de dicho año, Harold ya había vuelto a su casa, donde vive con su madre y su padrastro. Ahora espera que su enfermedad no se agrave pues no quiere usar silla de ruedas, y está a la búsqueda de un trabajo adaptado a sus condiciones.
Trabajar con una enfermedad rara
“¿Cómo es la vida de una persona con una enfermedad rara? Bastante duro porque no solo tienes que lidiar con dolores, sino hasta bullying para conseguir un trabajo”, explica Harold desde su casa en Chiclayo, la capital de Lambayeque. Su primer intento por conseguir un empleo desde que tuvo su diagnóstico fue en un call center de manera presencial. Aunque le habían confirmado que lo contratarían, la empresa dejó de contestar sus mensajes y llamadas cuando les comunicó que usaba bastón por la espondilitis anquilosante. “Es muy difícil conseguir trabajo para una persona con discapacidad”, agrega.
A más de mil kilómetros de donde vive Harold, en la región de Ica, ciudad que se construyó en medio del desierto de la costa sur del Perú, vive José de 51 años también en casa de sus padres. Encima de un mueble de su sala reposa una fotografía descolorida por el paso del tiempo, donde aparece José de niño vestido con un uniforme del equipo de fútbol Alianza Lima y con una pelota a un costado de su pie. La pelota es tan grande y José tan pequeño que esta le llega a la altura de su rodilla. Cinco décadas después, José necesita de un andador para caminar y, aún así, con dificultad.
Hasta hace unos años su vida era completamente diferente. Como ingeniero para una empresa importante del sector electricidad, José tenía un sueldo suficiente como para mudarse desde su natal Ica al distrito de San Borja, uno de los sectores acomodados de la ciudad de Lima. A finales del 2014, sin embargo, comenzó a sentir un hormigueo en el cuerpo que, poco a poco, fue debilitando su fuerza en las piernas. Recién en el 2019, el Instituto Nacional de Ciencias Neurológicas le diagnosticó esclerosis múltiple, una enfermedad rara sin causa conocida, que provoca problemas de visión y dificultad para hablar y caminar.
La esclerosis múltiple obligó a José a abandonar Lima y volver a la casa de sus padres. También tuvo que renunciar a su trabajo. “Le comuniqué a mi jefe que había tenido un accidente, pero no insistí; además, no quería que nadie me vea así”, explica. Desde su diagnóstico, José logró tres veces una vacante de empleo en una entidad del Estado pero, nuevamente, la enfermedad lo obligó a abandonarlo: “Las tres veces tuve que renunciar porque no puedo caminar”. En 2019, por ejemplo, trabajó en una oficina de la misma entidad pública en Arequipa, pero debió dejar el puesto porque sus músculos de las piernas se inflamaron.
La dificultades para conseguir o mantener trabajo es recurrente entre los pacientes con enfermedades raras, situación que se agrava porque muchos de los tratamientos son de alto costo y el sistema de salud pública no siempre cubre estos gastos. En 2020, el Plan para atender las enfermedades raras del Minsa reconoció que “siguen existiendo dificultades en la atención de los tratamientos considerados de alto costo” porque, entre otros motivos, las entidades estatales no tienen disponibilidad presupuestal. Esta problemática no solo impacta al paciente, sino también a las personas cuidadoras.
Por ejemplo, los padres de Mathews —Almendra y Augusto— tuvieron que renunciar a sus respectivos trabajos en diferentes momentos. Esta familia también vive en Ica, en el denominado caserío de Orongo, ubicado a 20 minutos en automóvil de la plaza de Armas de esta región. Mathews tiene cuatro años, aunque “tuvo una historia bien difícil desde que nació”, explican sus padres. A las dos horas de haber nacido, el 17 de agosto del 2018, Mathews tuvo que ser ingresado a UCI debido a un problema respiratorio. A la semana y media, el bebé se atragantaba al momento de alimentarse.
A esto se sumó un llanto incontrolable que era la respuesta de Mathews a un problema gástrico sin causa aparente. Durante las noches, el hijo de Almendra y Augusto solo dormía sentado debido a un trastorno del sueño y, a los cuatro meses, presentó una afectación a la tonalidad de los músculos. Ante dicha situación, Almendra tuvo que renunciar a su trabajo de economista en una empresa de telecomunicaciones para cuidar a su hijo. “Yo no puedo trabajar, es imposible para mí”, dice Almendra, quien solo una vez intentó laborar desde su casa con una laptop, tarea que abandonó luego de que Mathews tuviera un accidente casero.
Al inicio, el seguro de Augusto como técnico electrónico en una empresa privada cubría las atenciones de Mathews en el Hospital Rebagliati, ubicado a seis horas de viaje por tierra en Lima. Ante las dificultades para tener un diagnóstico, la familia acudió al Hospital del Niño, cuya atención es cubierta por el Seguro Integral de Salud (SIS), otro sistema público de aseguramiento. El padre de Mathews tuvo que renunciar a su trabajo para que su seguro en Essalud se anulara y pueda inscribirse en el SIS. Así, en julio del 2021, el Hospital del Niño logró diagnosticar el Síndrome de Williams a su hijo, a través de una prueba que hubiera costado alrededor de 4 mil soles (aproximadamente mil dólares) sin la cobertura del SIS.
El Síndrome de Williams es una condición genética que afecta diferentes partes del cuerpo. En el caso de Mathews se han detectado problemas cardiovasculares y estreñimiento crónico, además de complicaciones en sus riñones, hipotiroidismo y problemas de lenguaje. Desde su diagnóstico, Mathews debe viajar de manera regular a Lima para su tratamiento. “El viaje implica muchos gastos entre estadía, alimentación y, a veces, exámenes que no cubre el seguro”, dice Almendra. A esto se suma que alrededor de la mitad del sueldo de Augusto es destinado a pagar las deudas que han asumido por el tratamiento de Mathews.
Migración forzada para vivir
Ante la falta de pediatras especialistas en Ica, Almendra y su hijo tuvieron que seguir viajando hacia Lima incluso durante la pandemia de la Covid-19, cuando estaba prohibido el desplazamiento entre regiones. En las madrugadas, ambos subían a un taxi informal para recorrer más de 300 kilómetros hacia Lima, a través de una carretera sin iluminación y así no perder las citas médicas de Mathews. “Nos gustaría que no todo sea en Lima, que se descentralice la salud”, dice Almendra. Augusto reconoce, por su parte, que si la salud de su hijo empeora sí van a tener que trasladarse de manera permanente a la capital.
Almendra dirige la Asociación Peruana de Síndrome de Williams, que alberga a 33 familias. De estas, 18 no residen en Lima. Esta situación se repite entre los diferentes colectivos de pacientes con enfermedades raras. De acuerdo a información oficial brindada por el Minsa para este reportaje, el 54% de los casos de enfermedades raras en Perú están en alguna región diferente a la capital. “Ante una emergencia renal o cardiaca de mi hijo, que puede ser fulminante, no nos va a dar tiempo de llegar a Lima”, explica la madre de Mathews y agrega que “se necesita tener especialistas en todas las provincias”.
Caso similar ocurre con John, un joven de 21 años, natural de la región altoandina de Junín, que pasó la última navidad sin su familia por estar internado en el Hospital Rebagliati en Lima. A los 12 años, John recibió el diagnóstico de fibrosis quística, luego de vivir su infancia con problemas respiratorios y haber tenido diversos diagnósticos errados como asma, neumonía y hasta tuberculosis. Su enfermedad y la falta de médicos especialistas en Junín lo obligaron a que se interne hasta tres veces al año en dicho centro de salud en la capital. “Perdí quinto de secundaria porque estaba internado en Lima”, recuerda.
John vive con su mamá y sus dos hermanos en la ciudad de Huancayo, en Junín, a 3.200 metros sobre el nivel del mar. Cuando debe internarse o recibir una atención médica en Lima, John tiene que subir a un bus que recorre 426 kilómetros y que llega hasta las alturas de Ticlio, paso montañoso de los Andes peruanos cerca de los 5 mil metros sobre el nivel del mar, antes de descender hacia la capital. Desde hace unos años, sin embargo, su enfermedad ha reducido su capacidad pulmonar al 30%; lo que hace que la altura y el poco oxígeno de Ticlio pongan en riesgo su vida. Un pasaje de avión ida y vuelta de Huancayo a Lima puede llegar a costar hasta 50 dólares, monto que sobrepasa el presupuesto de esta familia.
“El clima y la oxigenación de Lima mejoran su calidad de vida; sus uñas ya no se ponen moradas”, dice su mamá. Debido a la enfermedad y la falta de oxígeno que provoca la altura de Junín, los médicos ya le han indicado que debe mudarse a la capital. “No tenemos posibilidades de estar en Lima. Si nos vamos para allá, ¿dónde vamos a vivir? No tenemos posibilidades económicas de alquilar un cuarto”, agrega. En enero, John regresó a Huancayo desde Lima luego de su hospitalización, aunque una nevada mantuvo su bus detenido cuatro horas en Ticlio y llegó descompensado a su hogar por la falta de oxígeno.
Alicia, por su parte, es una de las pocas pacientes que ha logrado migrar a Lima de manera permanente, aunque no sin sacrificios. Ella es natural de Ayacucho, una región también ubicada en los Andes peruanos a más de 2.700 metros sobre el nivel del mar. Fue en febrero del 2013 que iniciaron sus síntomas: “Caminaba dos cuadras y sentía que mi corazón se salía por la boca”, recuerda. Al cansancio repentino le siguieron desmayos y un ritmo cardíaco acelerado al realizar actividades simples como subir las escaleras. En Lima, Alicia obtuvo su diagnóstico definitivo en octubre del 2014: hipertensión pulmonar arterial.
Debido a una alta presión en la arteria pulmonar, esta enfermedad genera dificultad para respirar, mareos, edemas en las piernas, dolor de pecho y taquicardias. En 2014, los médicos realizaron un cateterismo en Alicia que la mantuvo internada tres días en UCI. Luego de la intervención, el personal de salud le dijo que no podía regresar a Ayacucho por el riesgo de tener hipertensión pulmonar y vivir en la altura. “Tuve que venir con mi familia; mi esposo renunció a su trabajo y los niños cambiaron de colegio”, cuenta Alicia. Ella también tuvo que dejar su trabajo de contadora y, ahora, recibe una pensión por incapacidad laboral.
Sus mañanas en Lima alternan entre alistar a sus hijos para el colegio y tomar sus medicamentos. Uno de estos es el Iloprost. Según explica Alicia, cada caja de este fármaco cuesta 700 dólares y el Estado no lo brinda en sus atenciones. Ella y otros pacientes de la misma enfermedad, agrupados alrededor del colectivo Llapan Kallpa, acceden a esta medicina como donación del extranjero. “A veces tenemos que ingresar estas medicinas contrabandeando porque en Aduanas lo retienen; y lo hemos dicho en las reuniones que tenemos con las autoridades: ustedes no nos dan la medicina pero tampoco nos dejan traerla”, explica.
Mudarse le ha permitido respirar mejor, aunque su familia no se acostumbra a vivir en la capital. La última vez que visitó Ayacucho fue antes de la pandemia. El 8 de noviembre, el Instituto Nacional Cardiovascular le confirmó que su enfermedad está en una fase avanzada y le han propuesto un nuevo tratamiento, que es bastante invasivo. “Yo tengo el privilegio de una familia y amigos que me han apoyado, pero eso no pasa con la mayoría de pacientes; la vida de la mayoría es muy distinta”, dice Alicia mientras sale de su casa a enfrentar, como todos los días desde hace siete años, a la capital.
Ernesto Cabral es reportero egresado de la carrera de periodismo en la PUCP. Su trabajo se especializa en política, crimen organizado y lavado de dinero, y derechos humanos. Ha sido ganador de premios como los Sigma Awards (2020) y finalista en los premios Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa (2018, 2019) y del Premio Gabo de la Fundación Gabriel García Márquez (2021).
Leslie Moreno Custodio es periodista y fotógrafa. Cubre problemáticas enfocadas en la justicia social, ambiente e identidad. Su producción audiovisual explora temas desde una mirada etnográfica y documental. Ha publicado en medios nacionales e internacionales como El País, Ojo Público, Diálogo Chino. En la actualidad estudia la Maestría en Antropología Visual en la PUCP.