La composición socioeconómica del alumnado de la PUCP ha experimentado un cambio notable en los últimos treinta años. El perfil del estudiante de hoy es sin duda mucho más diverso, mestizo y democrático. Para comprobarlo basta un paseo por el Tontódromo. Estas cuatro historias nos dan una idea de dónde viene la última generación que se forma en nuestras aulas.
Por: Jessie Alvarado
Portada: Jimena Rodríguez
En 1982 solo tres líneas de transporte circulaban regularmente por la vía que ahora conocemos como avenida Universitaria. La PUCP no destacaba entonces por la imponente infraestructura que luce hoy. Era un campo de cultivo salpicado de huacas, unos pocos pabellones construidos y muchas casetas que fungían de aulas. Desde allí los alumnos distinguían enormes rosedales o los maizales donde pastaban vacas y cabras.
Ya entonces era un centro académico de prestigio al que sobre todo accedían jóvenes de las clases altas. Wilfredo Ardito, ex alumno de Derecho, hoy profesor asociado y Defensor Universitario, estima que alrededor del 70% del alumnado provenía de los sectores más pudientes de la capital. Habían estudiado en colegios privados y vivían en los barrios residenciales situados al sur de Lima (San Isidro, Miraflores, Surco, San Borja, La Molina, etc.).
La aparición paulatina de otras universidades privadas en dichos distritos y el crecimiento desbordado de la ciudad ha ido transformando el perfil socioeconómico del estudiante de la PUCP, advierte el profesor Ardito. A esta universidad llegan ahora, en primer lugar, quienes viven más cerca, en distritos de clase media como San Miguel, Pueblo Libre, Jesús María, pero también en los barrios populares de Lima Norte, como Independencia, Comas, Carabayllo, San Martín de Porres, Los Olivos.
El nuevo rostro del estudiante de la PUCP continúa evolucionando en los últimos años debido tanto a factores externos como internos. Destaquemos el desarrollo socioeconómico de Lima Norte, con sectores emergentes que buscan una educación de mejor calidad para sus hijos, pero también las políticas sociales promovidas por la propia universidad.
Un ejemplo de esta inclusión educativa son los exámenes de ingreso descentralizados que la PUCP lleva a cabo en el interior del país. La última prueba de admisión fue el 12 de noviembre y se realizó de manera simultánea en Arequipa, Cajamarca, Cusco, Huancayo y Trujillo. Esta modalidad de admisión está dirigida a jóvenes formados en otros contextos urbanos y con otras referencias culturales, lo que hace más heterogénea la composición del alumnado. Además, se estima que el 12 % de los estudiantes reciben becas (parciales o integrales). Los becados carecen de recursos económicos para financiar su formación, pero sobresalen por su excelencia académica.
Hoy, con 21,891 alumnos matriculados en pregrado, en esta universidad conviven peruanos de distinta procedencia económica, social y cultural. A quienes ‘siempre estudiaron aquí’ se suman los descendientes de los migrantes andinos afincados en las últimas décadas; chicos y chicas que viven en Villa María del Triunfo, San Juan de Miraflores, El Agustino, San Juan de Lurigancho o el Callao. Todos se formaron en colegios de barrio, viajan en transporte público y muchos trabajan para pagar sus boletas.
Las siguientes historias pertenecen a ese nuevo perfil más mestizo, más diverso, más democrático, del estudiante de la PUCP.
Vamos con fe y alegría
Katherine Caruajulca Powosino nació hace dieciocho años en Chacarilla de Otero, un barrio de San Juan de Lurigancho marcado por la pobreza pero también por la inseguridad. Desde pequeña aprendió a cuidarse sola, a caminar con los ojos bien abiertos, a regresar rápido y temprano a casa. Un día se detuvo a observar cómo se tendía la ruta de la línea 1 del metro de Lima (que une San Juan de Lurigancho con Villa El Salvador). Quedó maravillada con la construcción. De niña había pensado estudiar medicina veterinaria o arquitectura, pero contemplando la obra, pensó por primera vez en ingeniería como una opción laboral. Entonces todavía estudiaba en el colegio Fe y Alegría N°4. Era una alumna aplicada, amante de la lectura. Estaba en quinto de secundaria cuando asistió al Vive PUCP y recibió información sobre las carreras que le interesaban. Allí decidió que estudiaría ingeniería civil.
Pero estudiar en la Católica era entonces un sueño remoto. Desde que ella tiene memoria, las carencias (y premuras) económicas son moneda corriente en su casa. Su madre empezó a averiguar si Katherine podía postular a una beca. Así se enteró que los colegios Fe y Alegría tienen un convenio con la PUCP y que esta universidad ofrece becas integrales a los alumnos de bajos recursos con un desempeño académico notable. Ese era el caso de su hija; era la mejor alumna de su salón y cuando acabó el colegio se ubicó en el tercio superior: la número 19 de 229 alumnos.
El día del examen de admisión Katherine tenía miedo, llegó a pensar que no ingresaría. Pero esa noche hubo celebración en casa y ella estaba tan feliz que, asegura, nunca olvidará la fecha: domingo 14 de febrero de 2016.
Vive lejos y debe salir a las 6 a.m. para estar a tiempo en sus clases. Tarda una hora y media y en el trayecto a ratos dormita, a ratos estudia. Su horario es diurno, siempre regresa a casa después de almorzar en el comedor central; no suele salir de noche para no quedar expuesta a la delincuencia.
Ahora se esmera por mantener la beca integral de estudios. No es fácil para ella seguir en el tercio superior. En el colegio siempre sacaba 20 en matemáticas. “Aquí todo es más complicado, te dan más teoría, te enseñan de dónde y por qué sale el resultado, y eso a veces me marea un poco”, confiesa. Katherine sabe que no puede dejarse vencer, debe culminar el sueño que empezó en la modesta carpeta de un aula en San Juan de Lurigancho.
Con vocación de maestro
Escoger la carrera que iba a estudiar fue un dilema que se le presentó a Rodrigo Ruiz Santa Cruz cuando estaba en el nido. Entonces soñaba con ser payaso. Luego, observando trabajar a su tío, le empezó a gustar la carpintería metálica. Y más tarde, en el colegio, imaginó que también podría llegar a ser un afamado director de cine.
Estudió primaria y secundaria en un colegio de Nueva Esperanza, en Villa María del Triunfo. Y siguió soñando con dirigir películas hasta que un tío le advirtió que terminaría pateando latas.
Por su cabeza también pasó la idea de estudiar psicología o de ser como el cura del barrio, pero conoció a una chica y le dijo adiós a su débil vocación sacerdotal. La incertidumbre seguía cuando acabó en el quinto puesto de una promoción de 120 alumnos.
Los padres de Rodrigo siempre estaban ajustados. La plata no alcanzaba. Por eso él pensó en San Marcos y Villarreal como opciones de estudio, al mismo tiempo que buscaba una beca. Postuló a psicología y antropología, pero no ingresó. Navegando en Internet apareció en su Facebook un aviso de Pronabec; anunciaba la beca “Vocación de Maestro”. Calificaban para postular solo los que puedan exhibir un alto rendimiento académico. Él se había pasado la secundaria sacando 18 o 20 en los exámenes. Era lo que estaba buscando. Haría lo imposible por conseguir esa beca. Rodrigo ingresó a la PUCP en el puesto 24. Este fue su cuarto ciclo en la Facultad de Educación.
A la Católica tarda en llegar dos horas y media; siempre y cuando se suba a un bus antes de las 6 a.m. Si sale después, fácil hará el trayecto en tres horas y perderá clases. El regreso es otra odisea. Una vez salió de la universidad a las 6 p.m. y llegó a casa a las 10 p.m. Tanto esfuerzo ha hecho que cada nota aprobatoria lo llene de emoción. Lloró cuando ingresó, también cuando aprobó un curso de historia. Y no es extraño que lo haga cada vez que comprueba que continúa en el tercio superior. Hay días en los que apenas duerme, pero sabe que debe esforzarse más. Necesita la beca que le cubre todos los cursos y le asigna 800 soles para pasajes, materiales de estudio y alimentos. Quiere especializarse en educación primaria, pero todavía piensa en el cine, al menos como segunda carrera. “Es que siempre he sido un soñador”, explica Rodrigo, antes de entrar a clase.
Estudia lo que te gusta
Marisol Flores Flores vive en una pequeña casa apenas tarrajeada en el asentamiento humano Jesús Oropeza Chonta, en Zapallal, Puente Piedra. Es hija de dos migrantes que llegaron a Lima hace 25 años en busca de empleo. Estudió en el Fe y Alegría N° 43, de Ventanilla. Recuerda su colegio, grande y lleno de árboles, como su segundo hogar. Fue una experiencia inolvidable, intensa pero también extenuante. El último año debía llevar unos talleres y regresaba a casa a las 10 p.m. “Nos explotaban”, bromea. Le gustaba los cursos de letras y no se sentía muy atraída por los números, pero siempre obtenía las calificaciones más altas. Ocupó el segundo puesto de su promoción y calificaba para postular a una beca integral en la PUCP.
“¿Y ahora qué voy a estudiar?”, se preguntó. Pensó en genética, ingeniería ambiental, lingüística y literatura. Finalmente escogió geografía y medio ambiente. No era una profesión bien remunerada, su decisión no sería del agrado de sus padres, pero sí era lo que le gustaba.
Mientras el padre de Marisol trabajaba en una carpintería, su madre se dedicaba a tareas de limpieza. No sería por mucho tiempo; un accidente le impidió trabajar. Desde entonces permanece en casa y dedicada a sus dos hijas. A medida que se acercaba el examen de admisión, Marisol se desvelaba estudiando y su tensión aumentaba. Eran 2000 postulantes compitiendo por diez becas de estudio. Después de dar la prueba ella se encerró en su dormitorio; esperaba con ansiedad que cuelguen los resultados en la página web de la universidad. De repente se oyó un grito de felicidad.
A Marisol le disgusta vivir tan lejos, invertir entre cuatro y cinco horas en el transporte público, levantarse todos los días a las 4: 45 a.m., viajar dormitando en el bus y regresar agotada a las 8: 30 p.m. Ella sabe, sin embargo, que no hay punto de retorno. Dice que los hijos se merecen algo mejor de lo que tuvieron los padres. Y cuando dice ‘hijos’ no se refiere a ella, sino a los que algún día criará, cuando forme una familia.
Este ha sido su segundo semestre en Estudios Generales Letras. No le va mal, pero cada día comprueba que no le enseñaron lo mismo que a sus compañeros que provienen de colegios privados. Está en desventaja y se esfuerza por no sentirse “la chica perdida de la clase”.
Sus calificaciones siguen por encima del promedio, pero ella aspira a más. Marisol solo tiene 17 años, pero está segura de lo que quiere: hacer la carrera en cinco años y postular a una beca para estudiar una maestría fuera del país.
Hay que trazarse una meta
La Evaluación de Talento es la modalidad de admisión a la PUCP para los jóvenes que ya terminaron el colegio. Carlos Cusi Palomino la tenía en mente cuando en enero vino de Ica para prepararse en una academia. Una vez aquí rentó un cuarto en San Miguel y en los próximos meses solo tuvo cabeza para el examen que rindió el 9 de julio.
Recuerda que no fue un alumno sobresaliente en el colegio; muchas veces pasó raspando. Vivía con ciertas comodidades gracias a la prosperidad de sus padres, ambos ingenieros civiles. Sin embargo, no fue por mucho tiempo: la crisis acabó repentinamente con la estabilidad económica de su familia, los ingresos se tornaron irregulares y más tarde, esporádicos. La vida de Carlos cambió radicalmente. Ese golpe le enseñó que debía enfocarse en los estudios y trazarse una meta. Quería ser ingeniero. Estudiar en Ica, sin embargo, no era una opción. Buscó una universidad que le permitiera alcanzar su sueño y esa era la PUCP.
Ingresó en el puesto 130 y en agosto empezó clases. Le ha gustado su primer ciclo en Estudios Generales Ciencias. Se sacó 19 y 20 en las pruebas de Análisis Matemático y Geometría Analítica. Confiesa que le encanta la PUCP, desde la arquitectura de los pabellones hasta las ardillas revoloteando en los jardines. Este lugar, dice, está organizado para la enseñanza y el aprendizaje, con profesores que atienden tus dudas (como Hernán Hinostroza, de Cálculo 1), bibliotecas donde encuentras todos los libros que necesitas y un espíritu de competencia que te estimula.
Lo ubicaron en la escala 5 y paga 2300 soles mensuales, aproximadamente. Es demasiado para sus padres. Ellos trabajan ahora para él y su hermano menor. Mamá ingeniera vende comida en un restaurante y Papá se las ingenia para agarrar contratos.
Carlos vive en un cuarto cerca de la universidad. No tiene internet, tampoco televisión. Solo agua y luz. El baño y la cocina los comparte con tres estudiantes provincianos. Se han hecho amigos, juntos mitigan la soledad y el desarraigo. Carlos se quedará en Lima en vacaciones. Va a estudiar inglés y llevará cursos de verano. Tiene 17 años y sabe que no hay tiempo que perder.