Se llama Paola Moreno-Roman y en 2019 se doctoró en Biología Molecular en una de las universidades más prestigiosas del mundo. Segura de sí misma, y con una energía desbordante, Paola no encaja en el estereotipo de la chica nerd y tímida. Tampoco en el de científica fría y escéptica. Tiene muy presentes los valores comunitarios del mundo andino, de donde proceden sus padres. Esta es la historia de una joven que decidió alejarse de lo que más quería para perseguir su voraz interés por la ciencia.
Por Bárbara Contreras
La primera mascota de Paola no fue un perro ni un gato. Tampoco un conejo, ni un canario. En realidad, fueron varias mascotas. Y vinieron de “coladas” en un costal de choclos que un pariente de su madre envió desde Apurímac hasta Lima.
Habían devorado la mitad de los alimentos de la encomienda, mientras el vehículo cruzaba la cordillera con inevitable lentitud. Eran verdes, viscosas, no tenían ojos, y se arrastraban dejando un trazo brilloso y resbaladizo tras de sí. A Paola le parecieron hermosas.
En lugar de aplastarlas, las alojó en una modesta “casita” hecha una botella de plástico que cortó por la mitad y que llenó con tierra del jardín. Las alimentó con hojas de lechuga y les enseñó a serpentear por su brazo.
Muchos años más tarde, desde los pasillos de una de las mejores universidades del mundo, Paola recordaría el encuentro con estas “mascotas» como el primer momento en el que su pasión por el mundo natural se manifestó.
Hoy, a sus 33 años, y con un doctorado en Biología Molecular por la Universidad de Stanford, Paola Moreno-Roman mantiene intacto el asombro de la niña de seis años que abrió sus ojos como platos cuando vio a esos gusanitos moverse entre los granos de la mazorca de maíz.
Entre hospitales, médicos y enfermedades
Nada ha cambiado en la habitación de Paola desde que decidió marcharse. Por lo que se ve, bien podría pertenecer a una adolescente despreocupada y soñadora. Estando allí, uno no podría adivinar que Paola es una bióloga molecular que a los 23 años fue aceptada para hacer un doctorado en la misma universidad donde estudiaron los fundadores de Google y el mismísimo John F. Kennedy.
Tampoco la Paola adolescente podría haberlo adivinado. Recuerda que cuando era pequeña sus padres no tenían dinero y vivían apretados en una quinta en Lince. Su padre había migrado de Ancash, y su madre, de Apurímac. Ambos se conocieron en Ica y más adelante se instalaron en Lima. Los dos crecieron en comunidades rurales donde se hablaba quechua.
Su mamá, Celia, era anestesióloga, y se desvivía de hospital en hospital haciendo turnos adicionales para generar nuevos ingresos. Paola, su única hija, la acompañaba con frecuencia. Querían pasar juntas el mayor tiempo posible, aunque estuvieran rodeadas de camillas, pálidos fluorescentes y olor a antiséptico. En aquellos lugares, la muerte y la enfermedad siempre estaban presentes. Y desde una temprana edad, Paola comenzó a preguntarse si había alguna manera de ayudar a quienes caminaban en bata y con dificultad por esos pasillos.
Los momentos que no pasaba con su madre los compartía con su nana Amanda, una señora bondadosa que tenía cierta dificultad para caminar. Para Paola, siempre fue como su segunda mamá. Descubrieron que su problema para desplazarse se debía a una enfermedad hereditaria que a la larga causaba una severa discapacidad. ¿Dónde estaba la cura? Su familia no sabía cómo detener el deterioro de su salud. Solo quedaba acompañarla. Años más tarde, su segunda mamá falleció.
Estas experiencias, sumadas a la inagotable curiosidad que Paola sentía por la naturaleza, la llevaron a tomar la decisión de estudiar biología en el 2007.
—¿Biología? ¡Terminarás como profesora en algún colegio! —le dijo su madre.
—O peor, taxeando —agregó su padre—. Aquí en Perú no hay campo laboral para eso.
Su tío Alfredo intervino en la conversación. Era médico y había estudiado en Ica, luego de vender la última vaca de la familia en Apurímac. “Si no hubiese estudiado medicina, me habría encantado biología”, dijo. Esas diez palabras zanjaron el asunto. Si el tío Alfredo lo recomendaba, era una buena razón para ello. Estaba decidido. Paolita estudiaría biología en la Universidad Cayetano Heredia.
Una demoledora realidad, una decisión que tomar
Paola recuerda perfectamente el día en que se dio cuenta de que no podía quedarse en Perú si quería crecer como científica. Era enero del 2012 y en aquel momento se encontraba en Estados Unidos, en la Universidad de Yale. Estaba cursando una pasantía de tres meses, a la que postuló en su último año de pregrado.
El día anterior había solicitado a la universidad unos reactivos; unos “tubitos” que sirven para analizar muestras biológicas y que son indispensables en cualquier investigación de su especialidad. Cuando los pedía en el Perú podían pasar meses antes de tenerlos disponibles, al punto de que era más sencillo esperar a que alguien los trajera de Estados Unidos. Por eso debía planear sus experimentos con anticipación y ajustándose a la llegada de estos preciados reactivos.
Paola los pidió la noche anterior. A la mañana siguiente llegó al laboratorio y su compañero le avisó que un paquete había llegado para ella. «¿Un paquete? ¿Paquete de qué?», preguntó atónita. Dejó su mochila y caminó de prisa hasta su mesa de estudio. Allí encontró una bolsita con los reactivos. “Debe haber un error”, pensó. “Los pedí ayer”. Volvió a revisarlos y la duda se disipó. Aquellos “tubitos” llevaban su nombre.
Fue en ese momento que lo supo. Supo que no le quedaba otra alternativa que establecerse por un largo periodo en otro país si quería hacer una carrera como investigadora. Se le mojaron los ojos y se quedó sentada un rato. Trató de aceptar la innegable realidad: su desarrollo profesional demandaba alejarse de sus raíces. Finalmente, regresó al Perú con decisión tomada: iba a seguir un doctorado en Estados Unidos.
Un año más tarde, cumplió su sueño. Era febrero del 2013 y estaba visitando el campus de Stanford, una de las mejores universidades del mundo. Tres meses antes había postulado a un doctorado en Biología Molecular y era hora de dar su entrevista.
En el camino al campus, se había sentido fuera de lugar. La camioneta van en la que viajaba estaba llena de estudiantes ‘gringos’ que se conocían. Venían de Harvard, Princeton, Brown, universidades de la célebre Ivy League. Muchos ya habían trabajado juntos en laboratorios y mencionaban nombres de profesores comunes, investigaciones que habían compartido. Ella era la única peruana, la única latina, la única persona que venía de una universidad que sus compañeros no ubicaban en un mapa.
Pronto valoró el significado de «latina full blooded», como le decían sus amigos. Significaba que sus dos papás eran latinos y que había nacido en un país de Sudamérica. Los otros latinos con los que se encontraba habían vivido buena parte de su infancia en Estados Unidos o alguno de sus padres era norteamericano.
Aquel día había llegado al campus de Stanford con el cuerpo cansado, con las emociones a flor de piel y preguntándose qué demonios hacía a siete mil kilómetros de distancia de su casa. Pero Paola no pudo evitar sentir amor a primera vista por la universidad. La misma sensación extraña que la había invadido cuando recibió los tubos de reactivos se apoderó de ella de nuevo. Se miró en el espejo de un baño y se imaginó estudiando en aquellos pasillos. ¿Lo lograría?
Una semana después, de vuelta en Lima, el zumbido de su BlackBerry le dio la respuesta. Y antes de que pudiera procesarlo, ya estaba en un avión rumbo a California, al que sería su hogar por los siguientes siete años.
Una científica que nunca perdió la fe
La vida en el campus resultó ser estimulante pero agotadora. Paola vivía con dos personalidades. Una hablaba en inglés y discutía artículos científicos de principio a fin. La otra pensaba todo en español y extrañaba el sabor de la comida casera, la calidez de sus amigos y su hogar. Recordaba el reparador caldito de gallina que su mamá le servía cuando estaba enferma y al señor que la atendía todos los días en la bodeguita de la esquina. Estas ausencias la envolvieron en una nostalgia que aún persiste.
Pese a todo ello, la Paola científica estaba viviendo su sueño. Su niña interior, la que había jugado con los gusanos que descubrió en el maíz y se pasaba horas mirando pajaritos, hormiguitas y cualquier ser vivo que se cruzara en su camino, ahora jugaba con microscopios de alto calibre y discutía las ideas de renombrados investigadores. Tenía a su disposición las últimas tecnologías para llevar adelante sus experimentos. Esa curiosidad que había cultivado desde chica solo podía ser satisfecha en un lugar como Stanford.
Pero la presión académica a la que están expuestos los estudiantes de un doctorado podía convertir este sueño en una pesadilla. Sobresalir en un lugar en el que todos buscan ser los primeros es estresante. Muchos compañeros de Paola comenzaban a perder la cabeza. No sabían enfrentar la posibilidad de un fracaso. Eran muy buenos, pero siempre habría alguien más inteligente, más hábil, más capaz que ellos.
En su quinto año de doctorado, Paola descubrió hasta dónde podía llegar esta competitividad. Una de sus profesoras le contó algo que todavía resuena en ella cuando se ve demasiado absorbida por su trabajo. Le dijo que no había podido ir al velorio de su madre, en España, porque tenía que entregar un documento para su investigación. No lo dijo quejándose, ni arrepentida, sino con la resignación de quien ha aceptado su sacrificado destino. Total, era el precio para llegar a ser una científica. ¿Verdad?
Paola necesitaba apoyarse en algo que le diera estabilidad. Algo que le permitiera seguir en los momentos de más incertidumbre, cuando dudaba de ella misma, y de qué estaba haciendo allí, tan lejos de casa. Y lo encontró en la religión. Imprimió la reflexión de un monje y teólogo estadounidense que encontró en Pinterest. La recortó y la pegó en su mesa de laboratorio, de modo que pudiera verla todos los días. Rezaba así:
TRADUCCIÓN: Mi señor Dios, no tengo idea de hacia dónde estoy yendo. No veo el camino delante mío. No tengo cómo saber con certeza dónde terminará. Tampoco me conozco realmente a mí misma, y el hecho de que pienso que estoy siguiendo tu voluntad no significa que realmente lo esté haciendo. Pero creo que el deseo de complacerte te complace. Y espero tener ese deseo en todo lo que hago. Espero nunca hacer nada aparte de ese deseo. Y sé que si lo hago así, me guiarás por el camino correcto aunque no sepa nada al respecto. Así que siempre confiaré en ti, aunque parezca estar perdida y en la sombra de la muerte. No temeré, porque siempre estás conmigo, y nunca dejarás que enfrente mis peligros sola.
Esta oración la acompañó durante los siete años que cursó el doctorado. Finalmente, un 11 de junio del 2019, Paola sustentó su tesis doctoral. Nerviosa pero confiada en que tantas horas de estudio y sacrificio darían resultado, recibió su sello de aprobación. Por fin podía agregar antes de su nombre las tres letras más tortuosas y satisfactorias de conseguir: PhD.
***
Durante todo el tiempo que hemos hablado, no he podido ignorar el cuadro que Paola tiene detrás de ella en su dormitorio. En él se distinguen los rostros de siete mujeres. Logro reconocer a algunas. Veo el retrato inconfundible de Teresa de Calcuta, de Juana de Arco y de la Virgen María. Espero a que Paola termine de responder mis preguntas para saciar mi curiosidad.
Su característica sonrisa se hace aún más grande cuando le pregunto por la pintura. Me explica que en ella también están Santa Teresa de Jesús y Teresa del Niño Jesús. A un costado aparece Gianna Molla, médica pediatra que dio la vida para salvar a su hija recién nacida. Y más arriba sonríen Catalina Tekakwitha y Josephine Bakhita. La primera es una nativa americana, la segunda fue secuestrada de Sudán para ser vendida como esclava, antes de tomar los hábitos. Ambas cuidaron enfermos y defendieron a los necesitados a pesar de las penurias que vivieron. Después de morir, ambas fueron santificadas por el Vaticano.
Todas son mujeres católicas que hicieron cosas extraordinarias. Todas le recuerdan la importancia de que su trabajo haga una diferencia para los demás. Paola quiere honrar la memoria de estas mujeres haciendo cosas grandes. Por ahora, va por buen camino.
Terminó el doctorado en el 2019, cuando tenía 29 años. Ahora es profesora en la Universidad Cayetano Heredia, la casa de estudios donde dio sus primeros pasos como bióloga. Cuando mira atrás, sus días en el pregrado le parecen tan lejanos. «La memoria tiene una curiosa forma de intentar darle sentido a las cosas del pasado», me dice. Es esa memoria la que la hace recordar a su tío Alfredo, quien la motivó a estudiar lo que ella quería. Recuerda a sus padres, que buscaron dinero hasta debajo de las piedras para que su hija pudiera cumplir su sueño. Y tiene presente a la pequeña Paola, que no imaginaba que su fascinación por unos insectos regordetes y escurridizos la llevaría a graduarse en una de las mejores universidades del mundo.