Chicho: la historia de cómo nace un santo

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Chicho tendría hoy mi edad: 19 años. El terremoto que sacudió el sur del Perú hace diez años hizo de él un número en la lista de fallecidos. Luego la vida, su recuerdo, el destino, o no entiendo exactamente qué, lo convirtieron en un santo popular. Esta es la historia de un niño milagroso. 
Por: Felipe Puza


José Luis Tipacti Peñavásquez no sabía que sería el último día que vería a su madre. Conocido por sus amigos, vecinos y familiares como “Chicho”, era un niño de nueve años, alegre, cariñoso, pero sobre todo bondadoso. Edith, Su madre, se sorprendía cada vez que un vecino le devolvía algún objeto de casa. Chicho lo había prestado sin que ella supiese. “Ay Chicho, ¿por qué serás tan bueno?”, le decía. Era el último de cuatro hermanos, el engreído de mamá. Le encantaban los videojuegos.

El 15 de agosto del 2007 pudo haber sido otro día más en su vida. Él decidió no ir al colegio para estar todo el día con su padre, que viajaba al día siguiente. Pasaron el día juntos en casa hasta que a las 6:30 p. m. llegó su madre de trabajar. Chicho la recibió y le pidió 50 centavos para ir a jugar a las cabinas de Internet que estaban a la vuelta de su casa. Su mamá le dijo, no tengo plata, hijo, pero Chicho insistió: “No seas mala, mamita”. Ella aceptó con la condición de que se cambiara de polo, el que tenía puesto estaba sucio. Trato hecho. Le dio un beso a su madre y salió con la promesa de regresar pronto, ya había oscurecido.

A los pocos minutos de llegar a la cabina de Internet, el suelo comenzó a temblar. Chicho se asustó, pensó en su mamá, quería regresar a casa. Salió atemorizado, pero los movimientos ondulatorios del suelo se iban intensificando y no lo dejaban caminar. De pronto, los postes dejaron de alumbrar las calles. Lo último que Chicho pudo hacer fue cruzar la pista y aferrarse con fuerza a una puerta de fierro. La oscuridad no le permitió ver que el lugar que había elegido para estar a salvo era una casa de adobe con techo de caña, que terminaría siendo su tumba. La rústica construcción se desplomó y dejó al indefenso niño bajo la inmensa puerta negra de fierro que no le permitió volver a casa jamás.

ICA, MI CIUDAD

Nací y crecí en Ica, lugar del buen pisco y de la Huacachina. De ahí tengo gratos recuerdos, aunque también algunos tristes como el terremoto de aquel 15 de agosto de 2007, diez años han transcurrido desde entonces. Lo viví en carne propia. Pude ver con mis propios ojos la magnitud de la furia de la naturaleza sobre los iqueños, las grandes pérdidas y el dolor que dejó.

Cada vez que logro hacer un espacio en mi ocupada vida de estudiante universitario migrante, regreso a Ica. Pero esta vez mi retorno no tiene un motivo familiar. Tampoco he regresado para ver a mis amigos de toda la vida. No, esta vez me dirijo a un santuario. Uno conocido por todos los iqueños, desde el lustrabotas de la Plaza de Armas hasta el propio alcalde de la ciudad. Al llegar tomo una de los cientos mototaxis que circulan por toda la ciudad. Llego al cruce de Ayacucho con Nazca, y veo un pequeño módulo prefabricado pintado de blanco, que funciona como capilla. Esta casita blanca, con una pequeña puerta y dos ventanas, destaca ante las veredas rajadas, las pistas llenas de baches y las casas de material noble de variados colores que hay cerca.

Al entrar, quedo sorprendido. Las cuatro paredes de ese espacio están colmadas de miles de fotografías de diferentes tamaños y colores: familias enteras, vírgenes, ecografías, fotos tamaño carnet de rostros. Algunas imágenes están enmicadas y otras tantas, enmarcadas, llenan hasta el último rincón. Entre las fotografías, hay mensajes escritos a mano y otros impresos, logos de empresas —como el de la Asociación de Transportistas de Camiones de Pisco—  y pósteres de palomas blancas con citas bíblicas. En el centro está la estatua de un niño vestido con ropa casual: jeans, un polo color azul y una casaca deportiva color negro con aplicaciones verdes. La figura está rodeada de varios jarrones con flores naturales y un altar lleno de velas misioneras prendidas. El niño de la estatua es Chicho. Sí, se convirtió en una suerte de santo. Pero, ¿cómo se pudo convertir en santo un niño que jugaba con sus amigos, que iba al colegio, que hacía travesuras como cualquier otro de su edad?, ¿cómo uno de los tantos niños fallecidos el día del terremoto puede ahora concentrar la devoción de casi todo un pueblo?

Capilla de Chicho en el cruce de la calle Ayacucho con la calle Nazca. FOTO: Felipe Puza.

LOS MILAGROS DEL NIÑO DE LOS TEMBLORES

Estoy dentro de la capilla y van llegando los devotos. Todos tocan la figura: le acarician el rostro, la besan y luego rezan. Durante el tiempo que permanecí allí  vi llegar a niños con sus padres, también a mototaxistas y vendedores ambulantes… Haciendo un rápido cálculo, podría decir que en una hora llegaron treinta personas. Si consideramos un horario normal de trabajo (ocho horas), serían unos 250 fieles visitando a diario el santuario. No es difícil imaginar la cantidad de personas que cree en la santidad de Chicho y que llega en busca de lo mismo: un milagro del “Niño de los Temblores”, como se le llama  entre los lugareños.

Salgo de la capilla y a un lado se encuentra el pequeño puesto de la señora Olivia Jiménez, donde vende velas, rosarios, estampas, cruces y unos dijecitos llamados “milagros”.  Me cuenta que las fotos de las paredes del santuario son principalmente de los devotos a los que “ya se les ha cumplido su milagro o de los que llegan pidiendo que Chicho los cuide”. Dice que no llegan solo iqueños. Vienen de todas partes del Perú, y hasta del extranjero.

La señora Olivia sabe de los milagros de Chicho. Una señora llamada María, por ejemplo, es muy devota de él porque curó a su hija Anita, que ya había sido desahuciada por los médicos debido a un cáncer en el cerebro a los seis años. Le daban solo dos meses de vida. Ni bien escuchó acerca del niño milagroso, acudió a él para pedirle por la salud de su hija. De pronto sucedió algo que ni los doctores pudieron explicar: el cáncer dejó de avanzar y los dolores de cabeza de Anita desaparecieron. Tanto María como su hija están convencidas de que fue Chicho el que la curó, pero ¿será realmente él?, ¿será un milagro o una coincidencia?

Una devota pidiendo salud y protección al santo Chicho. FOTO: Felipe Puza.

Olivia Jiménez ve entrar y salir a las personas del santuario todos los días mientras vende sus cosas. Entonces, conoce todo tipo de pedidos y milagros. Seguimos conversando y me cuenta también el de una señora que le pidió a Chicho que la ayudara a comprar un “terrenito” y pudo realizarlo. También le pidió que le diera una mano con un préstamo para poner un negocio, y lo consiguió. Ahora es dueña de un próspero local mayorista de abarrotes, que le ha permitido construir su casa y comprarse un carro. Su firme creencia en el niño milagroso la hizo tatuarse su nombre en la espalda. Y no solo eso. En agradecimiento por los milagros cumplidos, donó la estatua tamaño real de Chicho que se ubica en el santuario. Pero, ¿realmente Chicho intervino en el éxito empresarial de esta señora o fue producto de su esfuerzo y dedicación?

LA MADRE DE CHICHO

El domingo temprano me dirigí a la casa de la señora Edith Peñavásquez, su mamá. Su vivienda, de tres pisos y de color salmón, está a dos cuadras del santuario. Llegué a eso de las 11:00 a. m. y lo primero que vi fue un peculiar letrero sobre la puerta de la casa con la foto del niño y un mensaje que decía “Chicho, niño símbolo del terremoto”. Otro mensaje decía “casa de Chicho, tocar” (y una flecha señalaba al timbre). La señora Edith me recibió muy amable. Subí las escaleras hasta el segundo piso y me di con la sorpresa de que la sala de su casa era prácticamente un segundo altar repleto de fotos en las paredes, como en la capilla, y una imagen del rostro de Chicho en el centro. Había también un mueble con distintas figuras religiosas; entre ellas, la del Niño Divino, la Virgen de Guadalupe y la del Señor de Luren. Todas eran obsequios de devotos con “milagros concedidos”. Además, había juguetes en el piso, que también eran regalos de creyentes.

La señora me hizo tomar asiento y me obsequió una foto de Chicho y una estampita “para que siempre me acompañe”, me dijo. Y comenzó a contarme la historia de su hijo y la de aquel triste día. Cuando empezó el terremoto, ella salió corriendo a buscarlo. Solo deseaba llegar a la cabina de Internet. Al llegar, la administradora de ese negocio le dijo que su hijo se había ido. Por un momento, pensó que alguien se lo había llevado en medio del caos. Lo buscó por las calles, en la plazuela y en el hospital, sin éxito. En la oscuridad —me iba contando— gritaba su nombre, con la esperanza de que saliera de algún lado y le dijera “aquí estoy, mamita”. Lo buscaron hasta las tres de la madrugada. A las 5:30 a. m., reiniciaron la búsqueda entre los escombros frente a la cabina de Internet. Y ahí encontraron sin vida a Chicho, bajo la puerta de fierro. Entre varias personas, la levantaron, sacaron al niño y lo llevaron a casa.

“Cuando lo hemos traído a casa, Chichito no tenía ni una gota de sangre, ni estaba chancado ni doblado. Lo único que tenía era un rasponcito en el pómulo y en la sien”, cuenta la señora Peñavásquez. Habla con la convicción de que hay algún tipo de intervención divina en el hecho de que el cadáver de Chicho estuviese casi intacto. Como si ese fuese el primer indicio de su santidad. Al siguiente día, lo enterraron en el Cementerio Nuevo de Saraja, pero como los nichos de niño eran demasiado pequeños para su cajón, tuvieron que llevarlo a la zona de adultos. “Ahí está Chichito, pero también Dios. (Es) algo sobrenatural, pienso yo, que Chicho no está enterrado con los niños. Está enterrado con los adultos que fallecieron ese día en el terremoto. Él es el único niño allí”, añade la madre.

Mientras conversaba con ella, llamó mi atención cómo iban llegando personas a la casa y se sentaban a rezar. Nuestra conversación se convirtió en un diálogo abierto. Parecía casi como si estuviéramos en una misa, escuchando la palabra de la señora Edith sobre su hijo santo.

Cuadro de Chicho sobre la puerta de la casa de su madre, la señora Edith Peñavásquez. FOTO: Felipe Puza.

Ella continúa su relato. Luego de enterrar a su hijo, puso una cruz de madera, que le regaló un vecino, en el lugar donde falleció. Al otro día, Defensa Civil realizó la limpieza del lugar y solo quedó la cruz. Entonces, ella colocó dos floreros con flores naturales porque de alguna forma quería mantener con vida a su hijo. Iba a ese punto cada mañana, cada tarde, y encontraba velitas prendidas, floreritos. asumía que eran los vecinos de la cuadra.

Dos meses después de la tragedia, encontró a una anciana dejando una velita. Como no la conocía, le preguntó si conocía a Chichito. La anciana le respondió: “No hijita, pero me ha hecho un milagrito”. La mamá de Chicho pensó que estaba confundida por tratarse de una persona mayor. Sin embargo, pasaron los días, las personas comenzaron a ir a su casa, a pedir una foto de él, una “ropita” de su hijo. La señora Edith no entendía lo que estaba pasando, pero las personas le decían “es que me ha dado trabajo”, “me ha curado”, “me ha ayudado en mi juicio”, “me ha ayudado a quedar embarazada”. Y así fue creciendo Chicho, según su madre, a través de las propias personas.

“Yo jamás me hubiera imaginado lo que hoy estoy viviendo”, dice doña Edith. Sin embargo, yo creo que quien tampoco hubiera pensado jamás convertirse en el niño milagroso habría sido el propio Chicho, que hoy tendría 19 años, mi edad. Estaría, tal vez, estudiando en la universidad, tendría una novia, saldría con sus amigos, cometería errores de adolescente, se pelearía con sus padres, se embriagaría, y hasta quizá hubiéramos sido amigos. Pero no, el destino decidió quitarle la vida a los nueve años, y el pueblo decidió convertirlo en santo a la misma edad.

¿EXISTEN LOS MILAGROS?

Conversé con el antropólogo José Manuel Sánchez, especialista en religiosidad popular, en busca de conocer, desde otra perspectiva, cómo es que surge un santo. Me explica que los santos son símbolos religiosos que las personas generan como parte de dar sentido a sus vidas, como individuos. Pero también para dar orden a las cosas, seguridad y tranquilidad emocional. Los santos ofrecen la confianza de que Dios te está cuidando y que seres espirituales te están protegiendo.

El éxito de Chicho como santo, según José Manuel, radica en los tipos de milagros que cumple, que responden a necesidades concretas: se malogró mi carro, necesito trabajo, estoy enfermo, quiero ingresar a la universidad, etc. Las personas hoy en día no buscan milagros como el de Moisés, para que se abran las aguas, o el de Santa Rosa de Lima, que hizo que cayeran pétalos del cielo. No. Las personas piden soluciones concretas a sus problemas cotidianos, y desde luego, cuando sienten que han tenido respuesta a través de los milagros porque su carro se arregló, la salud del niño mejoró, porque encontró trabajo o se resolvieron cosas simples; entonces, eso les da la certeza de que son respuestas concretas (y divinas).

Fotografías de todos los tipos y tamaños que llenan las paredes de la capilla. FOTO: Felipe Puza.

Desde un análisis antropológico, no importa la veracidad de los milagros. Lo más importante es la fe que la gente ha depositado en esos hechos. Las personas creen y están convencidas de que sí ha sido intervención de Chicho y ese es el punto. Para la gente, los milagros son reales y eso es lo que cuenta.

Pero entonces, ¿Chicho nació o murió para ser santo o solo es producto de la necesidad de las personas de creer en algo? ¿Los milagros realmente existen? ¿Los milagros de Chicho son reales? Muchas preguntas quedan en mi cabeza, como también esa posible imagen de Chicho, si no hubiese sido víctima del terremoto, caminando y conversando conmigo, hoy, tal vez en una calle de Ica.